Nuboso en el Estrecho
Cuando yo era joven solía ir a menudo a Gibraltar. Desde Jerez, la excursión resultaba de lo más asequible, y no había ningún motivo para suprimir ese discreto cambio de aires, aunque tampoco se dispusiera de una buena excusa o de un vehículo propio. Podía hacerse el viaje regularmente por la costa, siguiendo la carretera de Algeciras que arranca de la nacional a Cádiz, o bien por el interior, bordeando la sierra del Aljibe y los caseríos venerables de Medina Sidonia y Alcalá de los Gazules hasta desembocar cerca de San Roque, ya frente al Peñón. En este último caso se coincidía más o menos con la vieja ruta de los contrabandistas, y supongo que eso también debía contener entonces su porción insinuante de costumbrismo. A Gibraltar se iba mayormente con la primorosa idea de pasar el día en el extranjero. También se compraban artículos que las carencias inmediatas hacían más vistosos -impermeables, tabacos, jerseis, chocolates- y se bebían licores infrecuentes. Era una visita casi reglamentada por una especie de exótica cercanía. Y por una cierta inclinación bajoandaluza a la xenofilia o, más propiamente, a la anglofilia. Muchos gaditanos no hacían sino devolverles la visita a los gibraltareños. Otros sólo iban a desentumecerse.Desde un buen tramo del litoral que configura el Estrecho, y aun desde las estribaciones serranas colindantes, el Peñon es una silueta fijada en el muestrario de tolerancias efusivas de ciertos andaluces. Pero no es, me parece, una imagen que suscitara por lo común ninguna clase de acérrima desazón patriótica. Atravesar la frontera entre La Línea y Gibraltar sólo suponía el acceso a un escenario más bien acogedor y razonablemente llamativo. Un contraste quizá aldeano favorecido por alguna somera variante de la buena vecindad. No se sabía muy bien si lo andaluz se britanizaba en Gibraltar o si era el ante británico lo que se andazaba con los aires sureños. Mejor nos quedamos con la luda.
En una época como aquélla, embargo, tan abastecida de banderas victoriosas y soflamas imperiales contra las perfidias de Albión, ni siquiera menudearon por esas trochas las vehemencias al uso tendentes al rescate de la soberanía usurpada. Simplemente no se hablaba de eso, a no ser que se hiciera desde las almenas de algún castillo famoso. Incluso podía llegar a confundirse con las secuelas de la descortesía cualquier presunta epidemia de furor reivindicativo. Gibraltar estaba allí mismo -aunque en ningún caso a tiro de piedra-, con las prerrogativas de un hecho consumado desde los viceversas del tratado de Utrecht. Y gozando además de un remanente cosmopolita que acentuaba sin duda cualquier provinciano incentivo. Durante los afíos en que permaneció clausurada la veila, los indígenas de ambos lados debieron suponer que, a la vez que otros grifos comerciales y laborales, les habían cerrado la cancela de un recreo.
Los gibraltareños -los llanitos- vienen a ser como propietarios de un bazar anglo-judío donde amaga de pronto un retintín gaditano. Pero aun contando con ese influjo benigno, en absoluto se produjeron nunca otros más perentorios contagios. También les pasaba lo n-úsmo, antes de fusionarse con la burguesía industrial bajoandaluza, a no pocos ciudadanos directamente importados de la City. Por cierto, que el gobernador británico de Gibraltar se apellida como un criador de vinos del marco del sherry. La verdad es que entre los llanitos y sus vecinos naturales apenas se han promovido comparativamente más pugnas que las referidas a un nacionalismo de andar por casa, aunque no entendido como un desapego, sino más bien como un aglutinante. Lo cual siempre se asinúló de muy sutil manera por esos rumbos, a pesar de tantas periódicas apelaciones a lo que suele llamarse, no sin esquematismo de catastro, integridad territorial.
El reciente acuerdo hispano-británico sobre el uso conjunto del aeropuerto del Peñón me ha permitido sacar a flote ciertas archivadas memorias. Ese aeropuerto -trazado, al parecer, en una zona controvertida- cruza la carretera que conduce de La Línea a Gibraltar. Cuando aterriza o despega algún avión se tienden unas barreras a manera de las de un paso a nivel. A más aviones, más coches esperando su turno. El istmo no da para mayores desahogos circulatorios. Incluso la extensión total de la plaza -unos cinco kilómetros cuadrados- es muy inferior a la de algún que otro latifundio próximo. O sea, que el gibraltareño viene a disponer, pista de aterrizaje incluida, de una especie de libertad encajonada. Y tengo la impresión de que también tienden a encajonarlo subrepticiamente no ya desde donde se supone, sino aun desde la metrópoli. Por algo será.
Entiendo poco de negocios diplomáticos, pero me suena a trapicheo esa presunta baza española en el contencioso del aeropuerto, por muchas recomendaciones comunitarias y previsiones de beneficios que se pretendan aducir. Tanta jactancia negociadora tiene, en efecto, una considerable similitud con el humo de pajas. Pues esos hipotéticos controles aeronáuticos ¿van a depararle realmente alguna ventaja al país y algún impulso al desarrollo económico del Peñón, cuando son los gibraltareños -teóricamente los más interesados- los primeros en repudiar semejante componenda, que hasta se ha traducido en la dimisión concluyente del primer ministro de la Roca?
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El asunto tiene más visos de premio a la constancia que de estricta efectividad.
Yo conocí de pasada a sir Joshua Hassan en San Roque, me parece que durante el verano que precedió al vengativo cierre de la frontera. Coincidimos en una hermosa casona convertida en mesón y nos presentó un profesor de inglés que andaba siguiéndole la pista a Cadalso, muerto por aquellas inmediaciones cuando Carlos III le puso infructuoso sitio a Gibraltar. Creo recordar que el primer ministro venía de los toros de El Puerto, y que sus comentarios sobre la corrida, sus modales expresivos, hasta su fonética, reproducían con fidelidad impecable los de un andaluz de esos pagos. Cierto que aquel caballero orondo y locuaz, cuyo desaliño minucioso remitía juntamente a un capataz de bodega y a un picador retirado, podía identificarse mucho mejor con el pariente de un amigo linense, por ejemplo, que con el primer ministro de un enclave colonial británico. Quizá resulte por eso más ilustrativo que sir Joshua Hassan haya contestado con la dimisión menos flemática a ese pacto sinuoso en tomo al. aeropuerto. Una actitud muy consecuente. 0 muy digna de reflexión. Como también lo es el hecho decisorio de que los gibraltareños -unos 30.000- no deseen de ninguna manera convertirse en españoles por decreto. O al revés, claro. ¿Por qué beocio desarreglo administrativo iba a promoverse ese galimatías? La evidencia intercambiable de sentirse convecinos no incluye, a buen seguro, la presunción de compatriotas.
Dicen los expertos en concentración agraria internacional que, antes de que acabe el siglo, la quizá utópica unidad europea amortiguará virtualmente -y por fortuna- ciertas contumacias nacionalistas.Puede ser. Mas lo que en todo caso se producirá es la extinción de los últimos impresentables resabios coloniales. Pero ¿qué suerte correrá entonces Gibraltar, después de tres siglos de asedios, reclamaciones, embolismos manu militari, virulencias a fondo perdido? Si en buena lógica habría que aceptar su integración en la órbita andaluza circunvecina, eso supondría, en cierto categórico modo, la sañuda negación del futuro de los gibraltareños. Porque ni se van a hacer gaditanos a la fuerza ni tampoco es presumible que se muden en bloque y de grado al Reino Unido.
En términos de geopolítica salomónica, lo más plausible sería llegar a un convenio sobre Gibraltar parecido al que se ha pactado sobre su navegación aérea, sólo que a escala más terrestre. Esto es: convertir el Peñón en una zona autonómica de uso indistinto hispano-británico. Me imagino que esa alternativa no es de las que causan regocijos notorios, si bien algo por el estilo funciona ya -solapado bajo otras compra-ventas- en diferentes reductos aledaños de la Costa del Sol. En todo caso, y a partir de este otro desenlace imposible, nadie acabaría cerrando la tienda y ninguna de las partes en litigio podría reclamar el excluyente disfrute de un terreno ocupado en régimen de condominio. A lo mejor también se evitaba así seguir refiriendo esa dimensión ilusoria del solar patrio al sistema métrico decimal.
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