Estampas borrosas
Los obituarios de los periódicos tienen a veces la virtud de exhumar viejos recuerdos que a partir de ahora quedarán ya probablemente sepultados para siempre de nuevo en los fondos de la memoria. Leo estos días la noticia de que ha muerto Charles Malek, de quien nada había sabido desde hace muchísimo tiempo, y la noticia me retrotrae a una época remota, cerca de 40 años atrás, cuando conocí en París a este personaje, de relieve internacional entonces, uno de los hombres que a raíz de la II Guerra Mundial actuaron con entusiasmo en la confección de lo que pretendía ser un orden jurídico capaz de encauzar las relaciones entre los pueblos por vías de pacífica armonía. Había sido él, en efecto, uno de los autores de la Carta de San Francisco, contribuyendo a, fundar las Naciones Unidas, cuyas sesiones hubo de presidir más adelante. Cuando en 1956 me disponía yo a visitar su país, Líbano, me proveyó Malek de convenientes presentaciones, entre ellas, una recomendación para que su esposa me atendiera. Por supuesto, no tarde en ir a visitarla, pero también hice uso de las cartas que me había dado para las autoridades políticas, con el resultado de que se me invitase a mantener una charla, prólogo de subsiguiente coloquio, a la que debían concurrir varias personalidades del Gobierno, del Parlamentó y de la Judicatura.Evoco esa reunión, que hubo de tener lugar en un salón del hotel donde yo me hospedaba. Diplomáticamente, se me había preguntado, pensando sin duda en la Embajada española, si deseaba que pasaran nota del acto a alguien en el cuerpo diplomático, y yo, que por entonces evitaba el contacto con la representación diplomática de mi país natal, di, en cambio, el nombre del embajador de México, que lo era a la sazón un ilustre dramaturgo, Rodolfo Usigli, a quien conocía y que, sin duda, conocía, por su parte, mi nombre, el cual se apresuró a responder anunciando su presencia. Sin embargo, aún no había comparecido cuando la sesión tuvo que dar comienzo. Irrumpió luego en ella, gesticulando y pidiendo a voces, ante la sorprendida consternación de la asamblea, que le trajeran enseguida un whisky. Conviene saber que en aquella república, donde musulmanes y cristianos compartían el poder en civilizado equilibrio, era cortesía obligada no servir en público bebidas alcohólicas; pero, ante la alcohólica urgencia del diplomático, pronto el anhelado whisky vino a presidir entre sus manos al coro de jícaras de café que todas las demás manos acariciaban. Recuerdo bien el incidente embarazoso, aunque todo el resto de la escena se me ha olvidado por completo.En cuanto a la señora de Malek, que muy amablemente me atendió en aquellos días, no olvidaré nunca su delicada hospitalidad, su inteligente conversación ni su figura, tan elegante y refinada, con un tipo de belleza que ya había visto yo antes en algunas mujeres hispanoamericanas de origen árabe, entre ellas, cierta misteriosa, enlutada y, al parecer, un poco alucinada admiradora de Eduardo Mallea, que dirigía al famoso escritor cartas perturbadoras, y que un día apareció en el bar de la calle Florida donde solíamos reunirnos unos cuantos amigos, llevándole una brazada de crisantemos. Fingimos creer, en el ambiente de broma que dominaba nuestra sabatina tertulia, que eran flores de cementerio, y Mallea, entre divertido y abroncado, no sabía qué hacerse con el fúnebre obsequio... En Buenos Aires, la colonia sirio-libanesa era muy numerosa; el tango se bailaba en sus círculos con verdadera afición y pericia. .. Pero, ¿a dónde me van llevando los recuerdos? El tipo físico de la exquisita señora de Malek, con sus ojos grandes y, como su pelo, negrísimos, su fragilidad y su gracia, se asemejaba también al de la esposa y las cuñadas de Raúl Roa, familia que frecuentaba yo en París, donde el entonces mero sociólogo y luego ministro de Fidel Castro pastoreaba a sus famosas habaneras de arábiga estirpe. La señora de Malek, en su deseo de hacerle amena su estancia en Líbano al recomendado de su marido, me propuso, entre otras cosas, llevarme a las bodas de un pariente suyo, que habían de celebrarse no en Beirut, sino en Trípoli. Acepté, desde luego, esta invitación, y entonces me advirtió ella que quizá vendría también con nosotros una cuñada. Cuando entramos en el suntuoso automóvil oficial de Malek para emprender el viaje resultó, para sorpesa mía, que la tal cuñada, una joven rubia y bastante hermosa, era española. Me saludó con efusión; me informó enseguida de que era catalana, y enseguida me informó, asimismo, de lo desdichada que se sentía en medio de unas gentes que no entendían el catalán, ni siquiera el castellano, mientras que ella misma, en los seis años que llevaba de casada, sólo había podido aprender las pocas frases árabes indispensables para tratar con los sirvientes. Hablaba sin tregua; se estaba desquitando de sus largos silencios. Por lo que decía, vine a colegir que era una de esas pobres criaturas que nuestra guerra civil había echado a rodar mundo adelante, y que había tenido al fin la suerte, para ella dudosa ahora, de que aquel moro, el hermano de Charles Malek, se enamorase perdidamente hasta hacerla la reina de su hogar. Mientras la desdichada hablaba, la discretísima esposa de Charles estaba en ascuas al oír su charla descosida sin entender palabra, pero conjeturando lo peor, y de cuando en cuando me preguntaba ansiosamente en francés: "¿Qué es lo que dice?". A lo cual le brindaba yo una versión resumida y adobada que, claro está, sólo a medias se creía. Así, durante todo el viaje de Beirut a Trípoli, que debió de ser para la exquisita dama un verdadero suplicio, pese a mis esfuerzos por aliviarla mediante sucintas y falseadas abreviaciones. Al regreso acomodaron en otro coche a la cuñada...
Son éstos -ya se ve- recuerdos deshilvanados, estampas medio borrosas de un período ya muy lejano, concitadas días atrás en mi mente por la noticia de que Charles Malek ha muerto, y que al confrontarlas con el espectáculo de un Líbano destrozado y sangriento tal cual la televisión nos lo muestra en su informativo cotidiano, convencen de que, si no siempre, el tiempo pasado fue a veces mejor.
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