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Ramón cumple 100 años

Ni siquiera un historiador de la literatura tan experto en vanguardias literarias como Guillermo de Torre fue capaz de encasillar a Ramón Gómez de la Serna en ninguna de las de su tiempo ni adscribirle formalmente a ninguna generación. De todas se escabullía, demostrando una vez más lo que han visto mejor los hispanistas franceses que los críticos indígenas de que "la literatura española procede por saltos, reencontrándose a sí misma, después de largos Sueños, y viendo en Ramón uno de sus más altos brincos" (Jean Cassou). Y tuvo el propio Ramón que convencer al gran crítico, cuando preparaba en Buenos Aires una "antología" suya, de que "los escritores en Europa son hijos de la cultura y de la tradición, la experiencia está inserta en sus tejidos espirituales, quiéranlo o no y por muy antitradicionalistas que parezcan. Contrariamente, el escritor español no es hijo de nadie; le pare la tierra y surge a la superficie de modo impresentable, recubierto aún de sangre y de lianas boscosas". No seré yo, ¡ignorante de mí!, quien intente ponerle etiqueta alguna a esa fuerza de la naturaleza que fue Ramón, literato todos los días del año, todas las horas del día, particularmente las de la madrugada, que odiaba la política porque apaga el fuego de la literatura, del que se decía por el Madrid de sus amores que era un hombre que dice todo lo que se le ocurre, escribe todo lo que dice, publica todo lo que escribe y regala todo lo que publica". Pero Guillermo de Torre vio muy certeramente que "destrucción y construcción era el orden no paradójico, sino lógico, del proceso creador que ha de seguir necesariamente todo espíritu auténtico, como el de Ramón, que no se conforme con ser eco y aspire a ser voz propia".¡La voz de Ramón! Tonante, esplendorosa, alegre, acogedora, que oí por vez primera de pequeño un día que vino Ramón a almorzar a casa. Mi padre me había puesto detrás de una cortina, sentado frente a la batería de jazz que me habían traído los Reyes Magos, con la cara embadurnada de negro, y cuando llegó Ramón levantó la cortina. ¡Qué cosas debió decir sobre los negros y el jazzband que yo casi no entendí en mi azoramiento, más atento a seguir con mis palillos el ritmo de un charlestón que tocaba un gramófono contiguo!

¡La voz de Ramón!, que luego oí en un chalé (con gallinero) de Aravaca, donde pasamos el año 1929 y al que acudió una noche Ramón para despertar, imitando al gallo, a las gallinas y que éstas se creyesen que era la hora del alba y, confundidas, pusiesen un huevo suplementario. ¡La voz de Ramón, en sus conferencias, algunas de las cuales tuvo que abandonar a uña de caballo porque el público no entendía su taumaturgia y creía que le tomaban el pelo.

¡La voz de Ramón!, desde Unión Radio, que le había instalado en su torreón de la calle madrileña de Villanueva un micrófono personal para que en cualquier momento dijera cuanto se le ocurriese, transmitiendo al oyente la creación literaria en estado naciente y así que "la confesión periodística y literaria llegara al máximo de intimidad". ¡La voz de Ramón!, en la tertulia de la Revista de Occidente, a la que acudía puntualmente los miércoles y los viernes, de siete a nueve, para luego irse al café de Pombo, donde solía cenar y seguir escribiendo. (El sábado era noche larga en Pombo, que duraba hasta cerca de las tres de la madrugada, "para dar después cinco vueltas a la Puerta del Sol y muchas noches otras dos o tres a la plaza Mayor... el caso era ver los ojos claros del alba a través de los quevedos de la Puerta de Alcalá".) "Un día lejano", ha contado en su Automoribundia, "antes de repúblicas y de guerras, salimos del café de la Granja del Henar, en que nos reuníamos con don José Ortega y Gasset todas las tardes, para inaugurar aquel salón propio de la Gran Vía, tan lejos de la promiscuidad del turismo de los cafés... La Revista de Occidente había sido planea da en aquel café, y yo insistí con Ortega para que tuviese el tipo de letra que después caracterizó a sus páginas, ese tipo de largas des y de pes con larga espada... ¡Cómo nos asomamos al primer número aristocrático, excepcional, con su título en un verde del que sólo se da en algunas plantas de América, quizá en las proximidades del Amazonas!". Ramón mantuvo siempre admiración y lealtad hacia mi padre, quien también lo estimaba profundamente. Una de sus primeras "novelas grandes", El secreto del acueducto, que le publicó en Biblioteca Nueva su frecuente editor y buen amigo don José Ruiz Castillo, la brindó a mi padre con esta dedicatoria: A don José Ortega y Gasset, gran pensador ibérico, maestro de escritores, rector de juventudes, creador y artista. Libro, por cierto, donde estampa una de sus más bellas greguerías: acueducto, paradójico puente por donde pasa el río. Padecieron los dos exilio en Buenos Aires, donde se veían de tarde en tarde. Ambos supieron lo dificil que le era a un español, aunque fuera insigne, como ellos, vivir en Argentina si no llevaba el billete de vuelta bien visible.

El hallazgo literario de la greguería -el primer volumen es de 1918, pero las venía soltando en sus novelas desde 1910- fue una genialidad que le hizo descubrir el continente de todas las cosas y le aportó una gran serenidad, como hombre que tiene en su mano un arma poderosa. "Ante todo", ha dicho en Las 636 mejores greguerías, que él mismo seleccionó años más tarde, "yo necesito recabar mi condición de iniciador, porque en este país en que se entierra en secreto a los precursores, en que no hay críticos y todo es rebatiña, es uno mismo el que ha de escribir las fechas de sus rebeldías". Rechaza semejanzas con las máximas, con los parecidos, con el chiste, y, aunque reconozca precedentes, no admite que fueran influyentes. Se ha hablado entre esos

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precursores de Jules Renard y, en efecto, algunas de las observaciones de su Journal suenan ahora a greguerías, pero sin buscarlas, como Ramón, para saber el misterio de las cosas, el alma de lo inanimado, y que digan "tanto las suspicacias como las certezas". También ahora yo tengo por greguería esta frase de Larra cuando ve Regar a su adorada Dolores "...con la mantilla blanca que cae sobre su seno deslumbradamente, como si fuera su propia nube". El propio Ramón confiesa que envidiaba como greguería aquel letrero de una cantina: BBYVT, y hasta concede a Disraeli el honor de su compañía porque dijo: "Respeto la institución del Matrimonio: las mujeres deben casarse y los hombres no". Pero la greguería exige "no ser muy profesional de nada y estar en posesión perfecta de un alma incólume, bien afondada en uno, burlona, llorona y solitaria". La greguería no puede definirse más que con otras greguerías; es una precaución que tuvo su inventor para evitar las falsificaciones. Es un relámpago que aclara relaciones insospechadas entre las cosas. Es instantánea y efímera, como el resplandor de un fuego artificial. No admite clasificaciones ni filologías, y siempre fracasarán los eruditos que intenten agruparlas por temas, estilos o intenciones. No les daría tiempo porque las greguerías se marchitan pronto y no dejan ceniza, salvo un intenso perfume de poesía y realidad. Según sean, producen sonrisa, ternura, curiosidad o estremecimiento. He aquí unos ejemplos:

Si el mar está limpio es porque se lava con todas las esponjas que quiere o lo natural sería que los pájaros dormidos se cayesen de los árboles provocan la sonrisa. Es uno de esos días en que el viento quiere hablar o lo más bonito de la vida es perder el tren mientras se come en el restorán de la estación conmueven. No hay que olvidar que el día del diluvio universal los que sabían nadar también se ahogaron o no olvidéis que el ángel inventó la espada sobrecogen, y nos deja curiosos leer que nadie lo notará, pero esas nubes están al revés o si ¿las sillas están sentadas o de pie?

Cabe tejer guirnaldas de greguerías como lo fue haciendo el propio Ramón en esas sucesivas selecciones que publicaba para ir tirando con las escasas monedas que le daban sus editores, en definitiva, valientes, porque nunca se vendieron bien sus libros. Como homenaje personal en este año de 1988 de su centenario -nació en Madrid el 3 de julio de 1888-, voy a tejerle una guirnalda con algunas de las greguerías que dedicó a la mujer. Por añadidura, parecen desvelarnos algo de la intimidad de un hombre que habló tanto sobre todo, pero poco sobre ellas, aunque resultaran tan influyentes en su vida. He aquí mi guirnalda:

Cuando ella salió del baño se guarecían en las ostras de sus orejas dos bonitas perlas. Dejó escapar de su pañuelo la mariposa de su perfume. Cuando la mujer se pone una media en la mano para ver si tiene un punto saltado, su brazo toma perversión de pierna. Todas las Venus se parecen por detrás. Lo que hace fieramente traidoras a las mujeres es que piensan que todos los hombres son iguales, y lo que pierde a los hombres es que creen que todas las mujeres son diferentes. Cierta mujer no es todas las mujeres, ni todas las mujeres son cierta mujer. ésa es la tragedia de la vida. Lo malo de elegir mal a la mujer es que se acaban a la vez la soledad y la compañía. La diferencia del hombre con la mujer es que el hombre cree que enhebrando la aguja con el más largo hilo le podrá durar toda la vida, y la mujer sabe que la hebra debe ser siempre corta.

Yo espero con interés los homenajes y estudios que novelistas, poetas y periodistas, y en general los escritores. actuales-¡aquí te espero, Francisco Umbral y- dedicarán, sin duda, en este primer centenario de su nacimiento al que fue gran novelista, entrañable poeta en prosa y caudaloso periodista. Ramón fue uno de esos torrentes que de pronto surgen en la literatura española, como lo fue Lope de Vega y lo hubiera sido García Lorca de no haberle malogrado. Pero entre todos aquellos, son los periodistas los más obligados a cantar sus alabanzas, porque fue su colega al publicar miles de artículos en los principales diarios y revistas del orbe hispánico y al realizar aquellas originales entrevistas con las cosas: el farol callejero, el sifón, las desvencijadas chimeneas de los tejados madrileños o la muñeca de cera. A esos periodistas les debería conmover un de sus penúltimas greguerías: Un periódico caído en el suelo es el fantasma de un esfuerzo. Porque la última greguería, fiel reflejo de su experiencia de intelectual en tierra de infieles, fue decir: El escritor se siente echado de este mundo, lanzado, y es como el toro, al que no se aplaude sino cuando muere y lo arrastran.

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