Final de milenio
Hasta hace bien pocos años, final de siglo era para mí sinónimo de final del siglo XIX, una evocación ambientada por completo en la estética del art nouveau. Eso no tiene nada de raro, ya que yo nací en 1935, es decir, en una fecha bastante más próxima al novecientos que al año 2000. Ahora, en cambio, a 13 años vista, es ya ostensible para todos la proximidad de la fecha final del presente siglo, una impresión que forzosamente se acentuará de forma gradual según se reduzca la cuenta atrás. Y, sin duda, el fenómeno será especialmente acusado cada final de año, cuando a la caída del año en curso se sume la creciente inminencia del final de siglo y, lo que es más, del final de milenio.Parece ser que en las vísperas del año 1000 el mundo cristiano, esto es, el que contaba los años a partir de Cristo, atravesó un período de profundo desánimo en la convicción de que al cumplirse el milenio se acababa el mundo. El debilitamiento de la fe impide que el fenómeno se repita, pero no que la magia de los números haya logrado sustituir la escatología tradicional por una amplia panoplia de finales apocalípticos. Novelas, películas, ensayos, artículos son, entre muchas otras manifestaciones, ejemplos actuales de la parafernalia apocalíptica que define lo que no sería exagerado denominar síndrome del milenio. ¿Pesimismo? No, no se trata de la difusión de un estado de ánimo pesimista, que ni es nuevo (ha existido en todas las épocas), ni en el fondo se distingue demasiado de lo que se esconde en el núcleo central de un estado de ánimo rotundamente optimista. Apocalipsis es la palabra más ajustada, y ello hasta el extremo de hacer innecesaria la búsqueda de un término distinto del acuñado por el evangelista: apocalipsis como revelación, como profecía, como anuncio del inminente final. Basta leer determinadas novelas que van apareciendo, ir a ver determinadas películas o, más sencillamente, encontrarse con lo que están dando en la tele o con lo que trae el periódico que tenemos en las manos. El artículo publicado en esta misma página de este mismo periódico, EL PAÍS, hace pocas semanas, firmado por Alejandro Nieto, por ejemplo. Un buen ejemplo, ya que tuve que leer dos veces La piqueta, por si, de puro sutil, se me había hecho imperceptible el humor sin duda escondido entre línea y línea. Y no: si en algún momento hubo humor (como era evidente en el artículo que publicó sobre el caso Lledó o, si se prefiere, el escándalo de la Complutense), aquí, de tan sutil, se había evaporado, y el artículo, con tanto catastrofismo, brindaba una lectura marcadamente golpista. ¿Era consciente Alejandro Nieto de que ya sólo le faltaba invocar a nuestros templos mancillados y a nuestras vírgenes violadas (o al revés, no lo recuerdo bien ni tiene demasiada importancia recordarlo) para completar la tradicional proclama, la típica declaración de motivos del golpismo ultra que desde los absolutismos teocráticos promovidos por el clero en el curso del siglo XIX encontraron su última expresión en el tejerazo? Me temo que no, que no era consciente. Que su artículo era simplemente una meustra, un síntoma más del síndrome del milenio.
Las víctimas de ese síndrome no carecen, desde luego, de argumentos: a las ancestrales calamidades ocultas bajo el séptimo sello hay que añadir hoy las variedades propias del tiempo, como el deterioro ecológico, la crisis económica o la expansión del SIDA. Sólo que quienes aportan su granito de arena al síndrome por el medio de comunicación que sea -novela, Prensa, cine, televisión- configuran por saturación la calamidad oculta bajo un octavo sello, similar en todo a la que se posesionó del mundo cristiano hace ahora mil años: la psicosis de final. Y el papel de ese factor es decisivo en la medida en que interpreta y articula los restantes factores en un implacable mecanismo catastrófico. Hambre, guerras, plagas y crueldades, así como imbecilidad, han existido siempre, pero basta construir con ellas un solo corpus para que se conviertan en otra cosa, distinta, a la mera suma de los sumandos. Días atrás corregí galeradas de la nueva edición de Fábulas, un libro que por una desdichada coincidencia de circunstancias apenas sí tuvo difusión en su día. Lo empecé a escribir en 1968 y lo terminé en 1978. Todos los horrores y humores que allí aparecen son de la más violenta actualidad, nada ha mejorado ni empeorado en el mundo desde entonces, y, sin embargo, aunque el texto sea susceptible de una lectura pesimista (también lo es de una lectura optimista), nada tiene de apocalíptico. Y es que, más que en la realidad, el apocalipsis reside -el evangelista nos ofrece el mejor ejemplo- en la interpretación que se haga de esa realidad.
En lo que a las nuevas amenazas que planean sobre el mundo se refiere, se me podrá objetar que las armas actuales son cualitativamente distintas de las convencionales. Y así es en efecto: las armas nucleares, bacteriológicas y químicas son de una capacidad destructora tal que una guerra en la que se utilizara aunque sólo fuese una pequeña parte del arsenal existente, apenas sí respondería a lo que convencionalmente se entiende como guerra. Disponer de esa clase de armas no es lo mismo que disponer de un número mayor o menor de cañones o cañoneras. Pero, precisamente por eso, ha dejado de tener validez el principio de que no hay arma que no termine siendo usada. Las armas nucleares no han vuelto a ser utilizadas desde 1945, y de los gases inventados en el curso de la gran guerra sólo han sido empleados sus derivados más inocentes en alguna que otra guerra local. ¿Quiere eso decir que no habrá más guerras ni más crisis económicas, desastres ecológicos y epidemias? Al contrario: quiere decir que seguirá habiendo de todo. De hecho, las predicciones en el juego de la guerra resultan tan difíciles a los expertos en tecnología avanzada como a los economistas encontrar la receta mágica que permita superar la crisis que afecta a la economía capitalista, y más gravemente aún -y contra toda previsión ideológica- a la socialista. Pero del mismo modo que en el terreno económico no parece que vayan a producirse colapsos totales, que simplemente se irá trampeando la situación al igual que se hizo en los años treinta, en los cuarenta, en los cincuenta o en los setenta, cada vez en un contexto distinto, así, en virtud del mismo imponderable, todo parece indicar que seguirá habiendo guerras, pero que la guerra no llegará a celebrarse. Y ello gracias no tanto a los movimientos pacifistas de cáracter unilateral, cuanto a los acuerdos que puedan alcanzar Reagan y Gorbachov a partir del equilibrio al que se ha llegado con la disuasión, con el mutuo despliegue de misiles. Claro que esa evidencia conduce a las preguntas más insospechadas: ¿Hizo bien España, por ejemplo, en firmar el tratado de no proliferación de las armas nucleares? Ingleses y franceses, en su día, adelantándose a los acontecimientos ante una elección similar, no parecieron creerlo aconsejable. ¿Nos garantiza alguna clase de inmunidad el no haberlo firmado? No, como tampoco la garantiza el que los F-16 norteamericanos abandonen Torrejón. Tanto si Torrejón se convierte en base exclusivamente española como si se convierte en aeropuerto civil, ese segundo aeropuerto de Madrid que la ciudad necesita y que sería el destino final más deseable; incluso en ese caso, por su valor estratégico, seguiría siendo un eventual objetivo militar en caso de conflicto bélico. Las bases militares, sean conjuntas, españolas o de la OTAN, deben estar, por muchas razones, alejadas de los centros urbanos. Pero hay que saber que eso no es garantía de nada para el país; que ni la neutralidad garantiza nada.
Asistimos además a un encabalgamiento artificial de problemas -guerras, crisis económica, sexualidad, ecología, droga, paro, epidemias- que facilita enormemente la manipulación política de los hechos, de acuerdo, frecuentemente, con los intereses más contrapuestos. Así, mientras el SIDA es útil a la propaganda antiamericana, que lo señala como un arma bacteriológica que se les escapó de las manos, resulta obvia la utilidad que ese mismo SIDA representa para los sectores más reaccionarios de todo el mundo (del Oeste y del Este), en la medida en que puede ser esgrimido a modo de espantajo, ora como producto del capitalismo decadente, ora como castigo divino. Y lo que al comienzo fue minimizado tan a la ligera ha terminado por convertirse en un signo más de apocalipsis. Y sin embargo, por oscuros que sean en verdad sus orígenes -en el límite de lo verosímil esa extraña cadena: mono, negro, haitiano, homosexual, actividad sexual de cualquier clase-, lo cierto es que su margen de azar y grado de contagio son casi nimios al lado de los que eran propios de enfermedades como la sífilis y, sobre todo, la tuberculosis (¿en qué familia no se cobré alguna víctima la tuberculosis?) de mi infancia, por ya ni mencionar las grandes epidemias del pasado, la peste. Algo que no puede decirse, en cambio, de la degradación ecológica, muy superior la de hoy a la de otras épocas. Pero el incremento acelerado de esa degradación iniciada con la revolución industrial es elemento consustancial del desarrollo, aspecto insoslayable de nuestra propia historia, y, debido precisamente a que es ese mismo desarrollo lo que ha de permitir neutralizar en lo posible sus efectos, de poco sirve convertirla en arma política coyuntural. La degradación se produce en todos los países, pero las manifestaciones multitudinarias que tienen por verdadero objetivo no preservar la naturaleza, sino erosionar políticamente el Gobierno en el poder, se producen sólo donde existe el derecho a manifestarse. Hay movilizaciones de masas -están en la mente de todos- en las que lo que se pide nada tiene que ver con lo que se pretende conseguir, y las manifestaciones, más que de ecología, lo son de necedad, además de cinismo y doblez, siempre más justificables en la medida en que inherentes al ejercicio de la política. Para empezar habría que pedir a los manifestantes que prescindieran definitivamente del uso de toda clase de spray (menos fácil de lo que parece a primera vista), por ejemplo, y que cerrasen la llave de contacto del coche por lo menos hasta que dispongamos de gasolina sin plomo. Pero eso es fastidioso, claro está. Y menos vistoso. Y políticamente nada rentable.
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