Tener miedo
Vivimos confortablemente instalados en el miedo, rodeados por un círculo implacable de miedos con los que hemos aprendido a convivir desde niños. El miedo es nuestro amo supremo y nos somete utilizando todas sus armas, desde el horror a las sutiles insinuaciones. Y si escuchamos a Erich Fromm, un psicoanalista marxista, somos víctimas ignorantes de una enfermedad del espíritu, de una neurosis psicológica que nos empuja a temerle y a ansiarle. El miedo está en todas partes y tiene todas las formas. Es una especie de dios o de demonio, cuya omnipresencia condiciona cada uno de nuestros actos, gobierna nuestra lógica, campea en nuestros sueños, decide por nosotros despiertos o dormidos.Muchas noches, el llanto de mi hijo resuena en las sombras, y el niño, casi sonámbulo, invade mi cuarto buscando protección contra sus brumosos fantasmas. Una luz de guardia en el pasillo indica que hay miedos sueltos por la casa, es un conjuro inocente o un sacrificio ritual al señor de los miedos. Cuando pienso en mi propia infancia, recuerdo alguna alucinación zoológica acechando en mi cuarto, un gran tigre que salta sobre mi cama, una rayada encarnación de lo maligno. Pero también recuerdo el vértigo de una escalera parvularia y la tormentosa tarde en que mi padre me explicó en simplificada historia el holocausto judío, el industrial asesinato de mis hermanos. El miedo adquirió entonces nacionalidad, era alemán, y el único alemán que yo conocía era un anciano ciego que vendía lápices en la calle Florida, en la esquina del Círculo Naval. La mañana de los sábados, de la mano de mi madre y camino de la juguetería de Harrods, me cruzaba con ese pobre ciego, que cargaba con todos los horrendos crímenes de la II Guerra Mundial. Era él el más claro esbirro del miedo.
Pero los caminos del miedo son inescrutables, e insospechadas nuestras genuflexiones. Las calles de nuestras ciudades están plagadas de peligros, las carreteras no dejan de predecirnos humeantes catástrofes, al llegar a un aeropuerto los rostros palidecen y, cuando el avión despega, el verde hace presa de los que murmuran sortilegios en secreto. El miedo que no cesa nos hace precavidos, recelosos, previsores, moderados, cautos, conservadores, nos invita cordialmente a acorazar los hogares y poner una alarma en nuestro coche. Son los signos preclaros de que nuestra conciencia divisa al enemigo y toma posiciones defensivas. Todo está justificado, nadie puede reprocharnos la defensa propia. Pero ¿cómo defendernos del otro miedo, del incontrolado, del irracional, del miedo esotérico?
Hace muchos años leí a Lovecraft, un autor que gozó entre los de mi generación de una breve inmortalidad, fue sin duda un gran maestro de la narrativa terrorífica, pero su calidad literaria impidió hacer de él un Stephen King. Su habilidad para transmitirnos un terror casi místico era muy grande, pero, como muy bien observó Borges, tan perfecta estructura se desmoronaba cuando describía, al fin, a su gelatinoso monstruo. Mientras que nuestro miedo se alimenta de nuestra propia imaginación, mientras el mal se proyecta en nuestro cerebro profundo, su efectividad es formidable porque posee toda la fuerza que nuestra mente le otorga. Cuando Lovecraft, o King, lo describen con palabras y formas que pueden ser de este mundo, el miedo corre peligro de convertirse en carcajada. Y no hay enemigo peor del miedo que la risa. Ante la magia blanca del humor, el humillado miedo huye despavorido.
Estamos tan habituados al miedo que lo buscamos como un solitario placer prohibido. Muchas noches de insomnio lo busco y lo encuentro en su forma parabólica gracias a un canal inglés de televisión por satélite que suele regalarnos madrugadas cinematográficas desbordadas de monstruos de serie Be o Zeta. Cuando no sucumbimos a la tentación de meternos en las mil minuciosas páginas de IT, una guía telefónica del miedo transformada en éxito de ventas, en la que Stephen King explota nuestra infinita necesidad de tener miedo. Allí se nos recuerda que todos los adultos llevamos vivo al niño que fuimos y, con él, todos los miedos de nuestra infancia permanecen vivos. No falta el payaso vestido de naranja y provisto de globos de colores que sabe atraer a su presa para después mostrarle el rostro temido. ¿Es el payaso implicado en el secuestro de la tierna Melodie? (Todos los niños de España soñaron esos días un secuestro y preguntaban azorados: "¿A mí también me van a secuestrar, papi?".)
Los personajes de King son en realidad superhéroes, saben que el miedo amenazó sus infancias con los rostros múltiples del hombre-lobo, de Frankenstein, del gran pájaro de Simbad o, lo que es aún peor, con la cara familiar de un padre demente. Pero saben además que juntos pueden vencerlo, que aquellos que se confabulan para luchar contra él y le hacen frente, tienen una posibilidad de vencerlo. El maligno de las mil caras, el monstruo come niños, el viejo de la bolsa, el ogro, el lobo de Caperucita y la bruja de Blancanieves pueden perder la batalla. Pero hace falta la fuerza inocente, virginal, infantil, no contaminada de un conjuro y la voluntad de levantarlo en las narices mismas de eso. Sólo así la cosa se repliega gimiendo ante su propio miedo, algo que creía imposible de sentir por ser ella misma la fuente única de todos los males. El miedo tiene miedo y muere.
Hizo falta bajar a los infiernos, descender a las cloacas, mancharse con todas las inmundicias que el monstruo emana, llegar a la ignota caverna, al sancta sanctórum donde vive la fiera y esgrimir la lanza de san Jorge y aún más: penetrar con ella la carne dura del dragón. Afortunadamente, estamos en aquella época dorada de Hollywood en la que todas las películas tenían un final feliz. La sangre negra y espesa brota esta vez gracias a las enseñanzas de un mago vienés llamado Sigmund Freud. Hay otros casos, muchos casos, quizá la mayoría de los casos, en los que el sortilegio falla y el miedo gana por jaque mate. Hay una larga lista de ilustres suicidas y de locos geniales que sucumbieron al poderoso miedo. No tuvieron la suerte de tener una Excalibur al alcance de la mano.
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