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Las medidas de la Luna

"¡Oh autor, sastre y sin ventura!". Recuerdo que cuando leí por primera vez estas palabras en el Viaje entretenido, de Agustín de Rojas, una ola de preciosa autocompasión me animó a reconocerme en esas frases, aunque de un sastre de oficio se trate en aquella "loa de las mudanzas de la Luna, aplicadas al público de las coniedias". Apellido sartorio y vocación por la escritura teatral explican, más o menos, ese vago reconocimiento en el sastre del relato de Rojas escrito en forma de una larga tira de octosílabos. Para quien no sepa o no recuerde el cuento, vaya en dos palabras que don Agustín compara en su loa a los autores con un sastrecillo (en este caso, más desventurado que valiente) al que se le encargó un vestido para la Luna; y el sastre va y toma las medidas de aquella belleza y le hace su traje, y luego resulta que a la hora de ponérselo, en función de sus cuartos, menguantes y crecientes, ya tiene otra medida o estatura; y tomadas las nuevas proporciones, la cosa no va mejor que antes, y todo ello hace la desventura de nuestro sastre, a quien indebidamente, por otra parte, estoy tratando de asimilar a las que presuntamente padecen los escritores teatrales, pues es sabido que la palabra autor, en tiempos de Rojas y hasta mucho después, refería el oficio de quienes en las compañías cómicas (estoy citando del Diccionario de la Real Academia Española) cuidaban "del gobierno económico de ellas y de la distribución de caudales". ¡De las desventuras de los empresarios se trataba, pues, en aquel pasaje del Viaje entretenido! "¡Oh autor, sastre y sin ventura, vulgo menguante y creciente! Con razón te llamo Luna, / pues en todo lo pareces. / ¿Qué vestido hay que te venga? / ¿Qué comedia te apetece?". Para terminar con una pregunta que es un resumen de sus tribulaciones: "¿Cómo puedo contentar / gustos que menguan y crecen, / aunque os tome la medida / y en serviros me desvele?'.Ciertamente, es achaque sobre todo de los empresarios esto de tomar medidas: las del potencial público y las convenientes para atraerlo de manera que se produzca el éxito, fenómeno que ahora sigue siendo deseable, a pesar de las asistencias públicas y prótesis económicas con que camina el teatro o, por lo menos, una buena parte del teatro; y ello no sólo, como lo es para los empresarios mercantiles, por los beneficios económicos que un éxito comporta, sino -y para los artistas muy particularmente- por lo que un éxito dice de que nuestro trabajo interesa socialmente.

No me encuentro yo entre los autores que se distinguen por su procura del éxito de su obra, a pesar de que recibí desde muy joven consejos para orientarla en ese sentido. "Más que nada, como en nada, hay que ir en el teatro al éxito", me escribió allá por agosto de 1950 Enriquejardiel Poncela, creo que en Avila. "El éxito guarda dentro de sí todo. Pero si al éxito se le quita todo, ese todo que guarda dentro de sí, aún le queda al éxito una cosa esencial para la vida: la interior satisfacción de haber llegado a una meta propuesta y difícil. O sea, aún le queda al éxito el éxito". En otro pasaje de su carta -que publiqué en la revista Correo Literario al cumplirse el primer aniversario de su muerte- manifestaba la necesidad del éxito para el escritor teatral en términos muy fuertes: no sólo había que tener éxito, sino que había que tenerlo siempre y, además, desde el principio. Andaba yo escribiendo por entonces una obra que se iba a titular Basura -destinada a un teatro de agitación social, cuyo manifiesto publicamos por entonces-, y él me decía que "lo mismo en Basura que en cuanto hagas de teatro hay algo que no debes dejar de recordar, a saber: que tienes que tener éxito por fuerza [subrayados de E.J. P.]. Siempre o casi siempre que hagas teatro, y siempre, sin excepción, en las primeras comedias que estrenes". La clave de esta necesidad estaba explicada en otro pasaje de la carta, en el que afirmaba que el teatro que "no gusta a las masas espectadoras simplemente no es". "Lo del teatro para leer es un desatino y un sofisma".

De haber sido cierta esa necesidad de éxito -desde el principio y siempre-, ¡qué hubiera sido de mí!, pienso ahora, y en seguida se ve, a poco que se reflexione sobre la función del éxito en el teatro, que no se trata en mi caso de una excepción que confirmara una regla la del éxito como conditio sine qua non para significar algo positivo en la historia del teatro-, sino que son muchas y varias las acciones importantes en la historia de la cultura que se han realizado por medio de una cadena de fracasos. El conjunto de esos fracasos ha conformado precisamente un..., digamos, éxito, puesto que algo así como un éxito hay en conseguir un efecto importante en el proceso en el que uno, sin embargo, ha sido mal acogido o generalmente ignorado en sus tentativas más o menos persistentes de hacer un acto de presencia que alcanzara a modificar en algo el curso de lo que pasa. Cosas importantes han sucedido muchas veces de esa manera. Hablando sólo de teatro y poniendo sólo un ejemplo, ahí está la historia de los fracasos del teatro Piscator en la Alemania de entreguerras.

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En aquella metáfora del sastre y de la Luna hay, por otra parte, una especie de nostalgia de la inmovilidad, un anhelo de cosificación de la sociedad que resulta bastante reaccionario. Habría que saber con quién se juega uno las perras, podría ser el fondo de la cuestión que hay en ese lamento sobre las fases y las problemáticas medidas de la Luna. "Debe de haber un país", escribió el poeta argentino Baldomero Fernández Moreno en un libro de aforismos que publicó ya en sus últimos años, "en el que la Luna salga y se ponga ya toda hecha, sin tantas zarandajas de crecientes y menguantes". ¿Tal sería un, público apetecible? ¿Fijo y mensurable como una piedra? ¿Al que se le pudiera hacer su traje a la medida sin más complicaciones? ¿No sería tal público una imagen de la muerte? (En el hecho propiamente teatral se sabe lo malo que es un público quieto o pintado, como se dice en la jerga del oficio: lo deseable es, sin duda, un público vivo, bullente, cuyo respetuoso silencio en una tragedia, por ejemplo, sea una expresión -no bulliciosa, no bullanguera, desde luego- de ese bullir de la vida imaginaria provocada por la representación del drama.)

Yo pienso que la relación del escritor con los públicos se ha de hacer en función de la relación del escritor con su medio y no precisamente con

la intención de conocerlo para ajustarse a él. Se trata de vivir en la vida -aunque no sea ésta una forma muy ingeniosa de decirlo- y de escribir en libertad. La sociología es otra cosa que el teatro. También es mala la connivencia con el teatro y sus medidas habituales. (Reproducirlas ha dado durante muchísimos años esas terribles cosechas de obras en tres actos, por ejemplo.) Seamos más bien desmesurados o no posibilistas. Situémonos más cerca del monstruo que del canon. Más cerca de Dyonisos que de Apolo, por ponemos un poco cursis mientras cae el telón.

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