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Fernández Ordóñez

La madrileñísima plaza de Santa Cruz, con su Ministerio de Exteriores, se está convirtiendo (no sé si se han fijado ustedes) en uno de los ojos más activos del huracán diplomático, de la política internacional. Francisco Fernández Ordóñez es que no se está quieto. Ahora les ha aplazado la deuda a los egipcios a cambio de un poco de paz y seguridad en Oriente Medio. Embozado de sí mismo, dulcemente conspiratorio (Peridis ha contribuido mucho a esta imagen de Pacordófiez), nuestro singular político tiene la paciencia de sus perros y la imaginación de sus poetas (poetas y perros que pueblan su casa, en Puerta de Hierro), para llevar la cosa mundial.Para llevarla y traerla, para revolverla y, resolverla, para no estarse quieto, ya digo, de modo que ha conseguido que los Estados Unidos estén pendientes del palacio de Santa Cruz, y así medio mundo, o mundo y medio. Cuando parecía que la diplomacia estaba en decadencia como carrera y ejercicio, Fernández Ordóñez, desde una -plazuela inevitablemente galdosiana, ha inventado y puesto en marcha una diplomacia nueva, que deja muy atrás los cócteles de Embajada, las notas oficiosas y los recortes de Prensa. Para Paco, la diplomacia ya no es esperar instrucciones o, como audaz iniciativa, dar una cena, sino proponer, sugerir, inquietar al amigo y al enemigo, no estarse quieto, cruzar el mundo todos los días y hacer que el mundo cruce por la plaza de Santa Cruz.

La política es imaginación o no es nada. La diplomacia es la guerra (pacífica) o tampoco es nada. Paco se levanta todos los días pensando en a quién le va a hacer la guerra en alguna esquina del mundo, que como sabemos es cuadrado. O previendo quién se la puede hacer a él. Esa dulce guerra de los encuentros oficiales y los tés conflictivos, tés de las cinco, por supuesto, pero, a veces, de las cinco de la mañana. Ordóñez, que como amigo no nos dejaba en paz, como ministro no deja en paz a los grandes de la tierra. Coge su botella de Solán de Cabras y se echa todos los días a la Historia.

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