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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Defensor del Pueblo

EL GOBIERNO y los grupos de la oposición mercadean estos días sin disimulo sobre quién debe ser el próximo defensor del pueblo, una vez concluido el 28 de diciembre el mandato de Joaquín Ruiz-Giménez al frente de esta institución. A partir de esa fecha, el Parlamento dispone legalmente de un mes para elegir por tres quintos de sus votos un nuevo sucesor o renovar su confianza en quien ha encarnado la figura del Defensor del Pueblo durante sus primeros cinco años de existencia. Con tener su importancia, no es una cuestión de personas la que debe decidir el futuro de una institución de nueva planta como es la del Defensor del Pueblo. Más bien lo que necesita es el respeto y el apoyo decididos por parte de las otras instituciones del Estado. Pero no deja de ser significativo que las únicas ofertas hechas por Gobiemo y oposición para la sucesión sean la continuidad del propio Ruiz-Giménez o la subida en el escalafón del adjunto primero de la institución y redactor de la ley por la que se creaba esta figura, Álvaro Gil-Robles. De este juego entre partidos sólo cabe deducir, en elemental lógica política, que la oposición no se opone a nada -pues la figura de Ruiz-Giménez no ha sido, precisamente, la de un encarnizado enemigo gubernamental y que el Gobierno sigue en su teoría de acumular amigos.Las esperanzas puestas en esta nueva instancia institucional fueron grandes. Los cinco primeros años de su historia, que ahora se cumplen, demuestran, sin embargo, que aquellas esperanzas fueron a todas luces, exageradas y que el balance que hay que hacer de este período es más bien exiguo. A este resultado han contribuido varios factores. En primer lugar, la ingenua creencia alimentada en los sectores más indefensos de la sociedad sobre los poderes casi taumatúrgicos de la institución frente a la injusticia. Por otra parte, el Defensor del Pueblo ha actuado en gran medida de espaldas a la opinión pública y ello le ha restado posibilidades de consolidar su imagen en el seno de la sociedad. El sigilo con que ha llevado a cabo ciertas actuaciones en zonas sensibles del Estado, como la investigación de casos de torturas, o la pusilamidad demostrada en otras, como su negativa a recurrir contra la legislación antiterrorista, han podido satisfacer al poder político, pero han socavado su credibilidad general.

Pero no sería justo imputar sólo a las desmesuradas esperanzas puestas en su poder por determinados sectores sociales o a sus propios desaciertos el exiguo balance que ofrece la institución en sus cinco primeros años de historia. En definitiva, quienes han contribuido a este magro resultado han sido unos gestores públicos alejados del mundo de las preocupaciones del Defensor del Pueblo, propensos a considerarle poco menos que como un intruso. Los gobernantes socialistas tienen el mérito de haber promovido la puesta en marcha de la institución. Pero poco más. Un ejemplo, esperpéntico sin duda, de esta actitud fue la reacción oficial al informe del Defensor del Pueblo sobre las cárceles, al que el diputado socialista Carlos Navarrete, actuando más como agente del Gobierno que como miembro del legislativo, calificó despectivamente de "evangelio apócrifo" y, por tanto, sólo merecedor de ser arrojado a la papelera.

No es extraño que esta situación, finalmente percibida por el hombre de la calle, le haya empujado a hacer cada vez menos uso de los servicios del Defensor del Pueblo. Las cifras cantan, y el hecho de que las 30.763 quejas contabilizadas en el año 1983 se hayan reducido a 13.678 en 1986 demuestra este alejamiento. El Defensor del Pueblo ha tenido algunos éxitos resonantes que sería injusto desconocer, como impedir la actuación sin control judicial de la autoridad gubernativa en los casos de detención y expulsión de extranjeros. Pero, en general, su papel no ha pasado de tener una dimensión fundamentalmente moral En definitiva, las graves dudas acerca de su eficacia han proyectado sobre su imagen los trazos que conforman la figura del abogado de causas perdidas.

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