Libertad vigilada
La tutela militar, principal obstáculo a la total democratización del país
L. MATÍAS LÓPEZ ENVIADO ESPECIALLos turcos eligen hoy un nuevo Parlamento. Pueden votar a partidos de izquierda, de centro, de derecha e incluso de extrema derecha. Sólo los comunistas están excluidos. La Prensa critica libremente a unos y a otros, cuestiona el papel desempeñado por el Gobierno en el Irangate y ofrece una imagen de pluralismo de niveles europeos. ¿Es Turquía una democracia plena? ¿Sigue habiendo obstáculos políticos a su solicitada integración en la Comunidad Europea? Escarbando un poco, las sombras aparecen. Son el reflejo del golpe del 12 de septiembre de 1980, el tercero en 20 años; de la presencia del Ejército como un poder real y amenazante. Ciertamente, en Turquía hay libertad, pero es una libertad vigilada.
Durante varios años después del golpe era difícil encontrar en Turquía voces en contra de la intervención militar, incluso entre los militantes de izquierda. En parte por miedo, pero también por la convicción de que en 1980 el sistema democrático era incapaz de superar el caos y evitar la guerra civil. Los partidos tenían que votar más de 100 veces para elegir a un presidente de la República, formaciones antagónicas se unían en coaliciones imposibles, algún partido del propio Gobierno favorecía la violencia, y el terrorismo de todo signo se cobraba 20 víctimas diarias.Desde la izquierda se dice, aunque sin pruebas, que Suleimán Demirel, el primer ministro conservador, propició el golpe, confiando en una restauración democrática suave y rápida, como en 1971. Si fue así se equivocó. Los militares hicieron tabla rasa: prohibieron todos los partidos; hicieron dictar y ejecutar sentencias de muerte; encarcelaron a decenas de miles de extremistas, forzando al exilio a miles más; expulsaron a muchos profesores de la Universidad; amordazaron a la Prensa y a los sindicatos; generalizaron la tortura en cuarteles, comisarías y prisiones; cambiaron la Constitución para hacer otra a su medida, y proscribieron a los políticos de los años negros, empezando por Demirel. Hoy, a la vista de lo que pasó, las voces contra el golpe se dejan ya oír, aunque aún sean escasas. Su argumentación es difícilmente rebatible: la intervención militar de 1960 no evitó la de 1971, y estas dos no evitaron la de 1980. Conclusión: la solución no está en el golpismo.
A pesar de todo, el Ejército es una fuerza estabilizadora en Turquía. Desde que Ataturk implantara la República, en 1923, las fuerzas armadas son las garantes del Estado laico contra amenazas como el comunismo y el integrismo islámico. Así, si se recuerda la herencia de opresión y arbitrariedad de largas épocas del Imperio otomano y si se analizan fríamente los últimos 70 años de historia turca hay que convenir en que el Ejército ha sido un factor de progreso, en ocasiones la única referencia válida, la última tabla de salvación. Son escasas las voces que discuten el papel del Ejército en Turquía. Para oírlas hay que irse a las cárceles o al exilio (Alemania Occidental, Suecia ... ); a las bases en Siria, Irán o Irak de los guerrilleros kurdos; a las catacumbas de los militantes comunistas o de los integristas islámicos.
El Ejército es soberbio. Sabe que es el gran poder, acaso el único. Considera el país como una propiedad privada, aunque no le gusta administrarla directamente. Para eso están los políticos. Y mientras no lo hagan desastrosamente prefiere no intervenir. Los civiles saben que están siempre bajo el punto de mira, bajo sospecha; pero también que, cuando se encuentren en un callejón sin salida, los carros de combate pueden acudir para abrir un boquete. Por eso, cuando se habla de democracia en Turquía, incluso en épocas de apertura como la actual, hay que mantener una última reserva.
El pasado 14 de abril, el primer ministro, Turgut Ozal, presentó en Bruselas la solicitud de plena integración en la Comunidad Europea (CE). Pocos días después, el de Exteriores, Vahit Halefoglu, declaraba a EL PAIS que, para hacer realidad su objetivo, Turquía estaba dispuesta a cumplir las reglas del club europeo. Siete meses después, el presidente de la Comisión Europea, el francés Jacques Delors, ha dicho que "ni política ni económicamente" está el país preparado para el ingreso en la CE.
El embrollo comunista
La declaración de Delors tenía un origen inmediato: la detención el pasado día 16 de los dirigentes comunistas Haydar Kutlu y Nihat Sargin, quienes, con su regreso del exilio, quieren forzar la legalización de su partido. La cuestión ha causado mucho más ruido en Europa que en la propia Turquía. Kutlu y Sargin llegaron acompañados de un nutrido grupo de periodistas y de parlamentarios, entre ellos el español Manuel García Fonseca, de Izquierda Unida. Sólo una voz se ha alzado claramente, entre la clase política turca, en favor de la legalización: la del socialdemócrata Bulent Ecevit. Los otros dirigentes han reaccionado entre la ambigüedad y el rechazo. El presidente, Kenan Evren, cabeza del golpe de 1980, declaró que no puede descartar la existencia en el futuro de un partido comunista legal, siempre que sea auténticamente independiente (de la Unión Soviética, se supone). En cuanto al primer ministro, Turgut Ozal, aseguró que la cosa va para largo, no menos de cinco años, porque la opinión pública está en contra.
La proscripción de un partido que forma parte del juego democrático en la mayoría de los países de la Comunidad Europea no es la mejor tarjeta de visita para entrar en ésta. La coartada turca es que la Constitución prohíbe "los partidos cuyo objetivo es apoyar y establecer la dominación de una clase o grupo o cualquier tipo de dictadura", y que este precepto se aplica también a las formaciones de corte fascista o a las integristas islámicas.
Otro de los informes negros es el referente a los derechos humanos. Amnistía Internacional ha gastado ríos de tinta en denunciar en los siete últimos años casos de torturas y malos tratos juicios sin garantías, encarcelamiento de delincuentes políticos y aplicación de la pena de muerte a supuestos terroristas. La teórica devolución del poder a los civiles, en noviembre de 1983, no ha resuelto el problema. Continúan las denuncias de torturas. Entre enero y junio de 1986 murieron ocho personas que estaban bajo custodia policial, y otras tres en febrero de este mismo año, en algún caso poco tiempo después de su puesta en libertad.
El Gobierno reconoce que existe la tortura, pero asegura que se trata de casos aislados, que se investigan y, llegado el caso, se castigan con severidad. Amnistía Internacional insiste en que puede hablarse de una práctica generalizada no sólo por parte de la policía, sino también en las prisiones y centros del Ejército y la gendarmería, sobre todo en el sureste del país, de población mayoritariamente kurda y foco del activismo de la guerrilla independentista.
Como prueba de buena fe, Ozal recuerda que su Gobierno ha reconocido el derecho al recurso individual ante la Comisión de Derechos Humanos del Consejo de Europa, al cual se ha reintegrado Ankara tras ser excluida después del golpe.
La libertad vigilada es también visible en la Prensa. La Constitución establece reservas contra quien escriba o publique noticias o artículos que amenacen la seguridad externa, la indivisibilidad del país, que puedapromover disturbios, que sean secretos de Estado, etcétera; pero, sin embargo, no establece censura de Prensa. Ni siquiera ha existido como tal en la época inmediatamente posterior al golpe. Eso sí, el teléfono sonaba, y al otro lado del hilo había un coronel que aconsejaba o, llegado el caso, ordenaba. Hoy, el teléfono ya no suena, pero todos los periodistas turcos saben que puede hacerlo en el futuro. Korkmaz Alemdar, profesor de periodismo de la universidad de Cazi, en Ankara, señala el mayor peligro: la autocensura.Mordaza a los sindicatos
Tampoco puede hablarse de auténtica libertad sindical en Turquía. Los militares disolvieron la central izquierdista Disk y procesaron a centenares de sus dirigentes. Para completar la operación implantaron en la Constitución restricciones a los sindicatos que ponen los pelos de punta: no pueden tener objetivos políticos, recibir apoyo de particidos o respaldar a éstos; las huelgas no pueden dañar "la riqueza nacional", y están estrictamente prohibidas las de solidaridad y las políticas. Hasta el sindicato conservador legalizado Turk Is intenta romper estas barreras, y en los últimos años se ha puesto frontalmente en contra del Gobierno. Sevkot Yilmaz, presidente de la central, ha recomendado no votar al partido del Gobierno, lo que, por cierto, va contra la ley. Y es que muchas leyes, sobre todo las escasamente democráticas, parecen estar en vigor para ser violadas por la presión social. "Un régimen como este", dice el director del diario de izquierdas Cumhuriyet, Hasan Cemal, "no es considerado una democracia en el Oeste porque la participación de los sindicatos en política es una condición imprescindible en Occidente. Por esta razón nuestra democracia es de segunda categoría".
Aunque el catálogo de restricciones no se agota con las citadas (habría que mencionar, cuando menos, el control de la vida universitaria y la falta de reconocimiento de los derechos de las minorías), queda claro que, tras el brillante escenario de unas elecciones como las de hoy, formalmente democráticas, hay todo un entramado de limitaciones que los doce tendrán que analizar a la hora de dar una respuesta. Por eso el año 2000 es considerado, incluso por algunos políticos turcos, como un horizonte optimista para la integración.
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