_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una de miedo

Todo empezó el día en que caí en la cuenta de que necesitaba renovar mi vestuario. No el look, simplemente comprar unos pantalones. Nunca lo hubiera hecho. Pero como la imaginación es limitada, al menos la mía, y obrando únicamente impelido por la necesidad, es verdad que no perentoria, acudí a unos grandes almacenes, ropa sólo para hombres, sitos en un paseo urbano, casualmente ese día no ocupado por manifestación alguna, que, dicen, es como una exposición permanente de la mejor arquitectura contemporánea. Paseo símbolo de modernidad en una ciudad moderna donde las haya. No obstante no haber encontrado en mi recorrido obstáculos ordinarios-extraordinarios, llegué a la tienda en cuestión con cierta precariedad en cuanto al horario de cierre. Como consecuencia, el personal tenía prisa. Aligeré el asunto que allí me llevaba y puntualmente pasé por caja en la habitual y obligada ceremonia de pagar religiosamente la mercancía solicitada y, por supuesto, obtenida. Y que se me entregó, como es normal, perfectamente envuelta. Acabada la transacción, satisfactoriamente cumplida por ambas partes, me dispuse a franquear la puerta de salida. Comencé entonces a oír a mi alrededor diversos timbres acompasados con el tintinear de varias luces rojas situadas sobre el umbral de la salida del establecimiento. En mi ingenuidad e inocencia, pensé que tales ruidos estaban motivados por alguna alarma de un vehículo al que algún desaprensivo intentaba despojar de su radiocasete. Y que las luces no eran otra cosa que el aviso a rezagados de la hora de cierre. Craso error. De repente me vi flanqueado por dos mocetones que, con cara de pocos amigos, me invitaban, expresión, por cierto, inadecuada dado el tono, a desvelar el contenido de mi paquete. No era cuestión, dadas las circunstancias y las maneras, de prestarse a equívocos. De modo que colegí que lo que se pretendía era que desenvolviese el modesto fardo pacientemente envuelto por la dependienta que me había atendido. Me negué en redondo, dado que se trataba de algo de mi propiedad, convenientemente avalada por la factura depositada en mi bolsillo. La situación comenzaba a hacerse difícil cuando, desolada, apareció la cajera terciando en la incipiente y, sin embargo, molesta disputa. Alguien había olvidado desconectar de mis flamantes pantalones una etiqueta magnética que, al parecer, las prendas llevan adheridas para evitar hipotéticos robos. Lo que no era tan hipotético es que yo estaba siendo tratado como un ladrón y con modos, digámoslo así, preconstitucionales. Dado mi natural comprensivo, acepté las expresas disculpas no sin antes reconvenir a los supuestos encargados del supuestamente quebrantado orden de que, en democracia, todo ciudadano tiene derecho a ser considerado como inocente antes que como presunto culpable, que ya es bastante, y no digamos ya como reo convicto y confeso. No estoy seguro de que nadie entendiese allí de qué se estaba hablando, pero, dada la hora, no era cuestión de insistir. Así que me marché, ciertamente violento y un tanto corrido, reflexionando para mis adentros a dónde nos va a llevar la modernidad que nos anega y la sofisticada tecnología que utilizamos.No obstante mi tendencia a la brevedad, debo contar lo que sucedió al día siguiente. Para ser exacto, a la noche siguiente. Después de una dura jornada laboral, me disponía a retirarme a mi domicilio para reponer fuerzas cuando se me ocurrió comprar la prensa del día siguiente en uno de esos establecimientos abiertos hasta la madrugada que últimamente proliferan en la Villa y Corte. Entré, ojeé revistas, compré los periódicos más dos tabletas de chocolate suizo, hice cola en caja y pagué. Hasta aquí, todo normal. Las anormalidades comenzaron, ¡Dios mío, otra vez!, cuando me disponía a salir. ¡La que se armó! Los ya conocidos timbrazos, las casi familiares luces rojas, de nuevo flanqueándome el paso. Y, lo que es más grave, un pistolero (dícese del que lleva pistola al cinto) que me increpa y dice, o eso creía entender en medio de todo aquel estruendo y mi lógico atolondramiento, que tengo que acompañarle. Suelo elegir, dentro de lo que cabe, bastante bien mis compañías, y, en consecuencia, le expuse que no tenía ninguna intención de aceptar la suya. Respondió que yo tampoco le agradaba, cosa comprensible por reciprocidad, pero "que tenía que registrarme". Previamente a su inaceptable para mí solicitud, yo había situado en una repisa aneja al fatídico arco mis por lo demás modestas pertenencias. Consistentes en un llavero, un mechero metálico, un escuálido monedero y una no menos escuálida billetera, por si cualquiera de ellas era directo causante del estropicio. No debía ser así porque éste continuaba. Insiste el celador, entonces, en su pretensión de que le acompañe, y mientras se dispuso a examinar mi DNI. Mi paciencia, a la sazón bastante colmada, tocó a su fin. Y obré, y sobre todo dije, en consecuencia con mi alterado estado de ánimo. Mientras, el personal se arremolinaba, algunos aplaudían mi soflama sobre los derechos que tenemos los ciudadanos de no ser tratados como delincuentes, concité voluntades que estuvieran dispuestas a ir al juzgado como testigos de mi vejación. Nada que hacer: el vigilante insistía en cumplir con su obligación. Y los timbrazos y las luces, dale que te pego. Hasta que llegó el encargado, que en vista del cariz multitudinario que estaban tomando los acontecimientos decidió desconectar las alarmas. Volvió la calma acústica, pero no las buenas maneras, si es que éstas alguna vez habían existido. Ni disminuyó la pretensión del encargado de la seguridad de ponerme las manos encima, inasequible al desaliento e imperturbable ante la puntual enumeración de mis derechos constitucionales... En contra de lo que cabía predecir, el episodio acabó razonablemente y con solicitud de excusas y perdones que, por supuesto, acepté. Ahorro detalles, salvo uno: eran mis pantalones, dadas las prisas no suficientemente desmagnetizados, los culpables de la pesadilla.

Lo que he contado, con relativo sentido del humor, es una historia real como la vida misma que, bien a mi pesar, tuve la desdicha de protagonizar. Me temo que no es única ni insólita. No soy dado a las moralejas, pero casualmente leo en los periódicos que en España hay en estos momentos 60.000 personas empleadas en empresas privadas de seguridad, encargadas de mantener el orden público. Treinta mil de ellas llevan armas. En el difícil equilibrio entre la seguridad y la libertad está claro quién está ganando la partida. Así como la amenaza que supone la tendencia, al parecer inexorable, de que el Estado abandone en manos particulares lo que es su obligación salvaguardar: el orden público y los derechos de los ciudadanos. Llevamos camino de construir una sociedad donde en principio todos somos delincuentes y tratados como tales. No conviene elevar a categoría las anécdotas. Pero algo muy serio, y no precisamente positivo, está pasando aquí cuando comprar unos pantalones puede derivar en un remedo de película medio de terror medio comedia del absurdo.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_