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Tribuna
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Viaje al interior de los atascos

ZEl autor de este artículo cuenta cómo el atasco más importante sufrido en Madrid en los últimos años a causa de una manifestación le permitió, en medio de una situación general de protesta y enfado, dejar su automóvil y recuperar, en una tarde, algunas viejas costumbres ya olvidadas.

Cientos de reuniones suspendidas, desencuentros y frustraciones, negocios y ocios malogrados, y, en fin, una inalculable cifra de desafueros son el balance más elemental y piadoso que puede hacerse de cada colapso del tráfico de Madrid, y a los que, por fin, se le va a poner remedio. Y que hay que sumar a esa larga lista de lacras de las grandes ciudades.No era la primera vez que había quedado atrapado en un embotellamiento de estas magnitudes. Desesperado, tras consumir mis buenas cantidades de adrenalina y transpirar ansiosa y cansinamente durante casi dos horas, agotado ya el plazo que tenía para llegar a mi destino en la calle de Alcalá, decidí dejar de consumirme de fiebre traficológica, tomándome la tarde libre y la revancha consiguiente.

Eran las seis menos cinco de la tarde y estaba en el corazón del atasco: plaza de Alonso Martínez.

Primer acto

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En primer lugar, busqué y encontré el modo de abandonar momentáneamente el coche al lado de un contenedor de escombros en la calle de Fortuny para acudir a un teléfono y anular el principal compromiso que tenía.

De vuelta en mi vehículo, ordené los papeles para ver qué podría hacer en la zona del marasmo. Cerca de allí se encontraba la sede de CITEMA, a la que acudí a recoger una acreditación de prensa para el SIMO, así como invitaciones para mis alumnos de periodismo.

De nuevo en marcha y, tras varias desviaciones y parones muy prolongados, tuve que aparcar otra vez, convencido de que también donde había ido a parar, en la calle de los Hermanos Bécquer, consolidaría mi revancha.

Volví a llamar por teléfono, esta vez a casa, para comunicar mi posición.Entonces decidí merendar plácidamente en una cafetería, cosa que no hacía desde muy antaño en una jornada de trabajo y que debiera practicar a menudo por recomendación médica. Allí compré lotería con rifa para una monumental cesta de Navidad, resarciéndome de una también abandonada y para mí imposible satisfacción.

Segundo acto

Como el atasco no mejoraba, deambulé un poco en busca de una librería donde refugiarme. Encontré una simpática garita en Claudio Coello de libros y material de papelería, en la que encontré un libro que no buscaba, pero que me interesaba mucho: La libertad de expresión, de Modesto Saavedra.

Entré a llamar por teléfono para resolver otro asunto pendiente en un pub y me encontré con una sorpresa mayúscula: la barra y la cabina estaban abarrotadas, como las taquillas del Madrid-Nápoles, de hombres maduros de todas las edades, esperando que Regaran las chicas, mientras que se dejaban oír lamentaciones en el teléfono: "Cariño, no sé a qué hora podré llegar. Es imposible dar un paso en el coche...". Los encargados murmuraban plañideramente que ésas no llegarán a tiempo tampoco... Un camarero castizo apostilló: "Aquí sólo van a ganar las gasolineras". Conseguí localizar por teléfono a la persona en cuestión y dejar zanjado nuestro pleito de largo aplazado. Otro éxito.

Desde hacía tiempo venía pasando por la puerta de una posmoderna tienda de ropa con la marca de Bjonr-Borg sin poder detenerme ni en el escaparate. Ésta es la mía, pensé. Y, sin pestañear, entré, vi y compré una preciosa corbata de seda a un precio de galería comercial, amén de probarme una chaqueta deportiva, principesca, y de hacer buenas migas con la atractiva y distinguida dependienta, que exhalaba ese aire y trato exquisitos inconfundibles de la calle de Serrano que ya ni abundan tanto. Fuera, en brutal contraste, quedaba el ruido ensordecedor y la tupida niebla de humo irespirable. Me cerraron la tienda a las ocho en punte, como está mandado.

De nuevo decidí subir al coche, con la intención de entrar el cruce de Serrano-Diego de León para llegar al enclave Goya-Conde de Peñalver, pero, mi gozo en un pozo. A la altura de Manuel Becerra, donde me llevó la riada que parecía más fluida, tuve que volver a abandonar mi cabalgadura mecánica.

Tercer acto

Esta vez me limité a llamar de nuevo por teléfono y a hacer quinielas y loto, cumpliendo un rito y reviviendo esa ilusión millonaria, en la que paradójicamente sueño a, menudo pese a no encontrar jamás tiempo para rellenar estos boletos. Tan poco diestro estoy en estos menesteres que pregunté, sonrojado, cómo debía cumplimentarlos.

Esta vez sí. La circulación iba recobrando su ritmo y paso normal., Eran las 8.40 cuando hacía mi entrada triunfal en e[ garaje de la calle General Pardiñas. Culminaba así, feliz, una tarde en la que había logrado lo que no conseguía en muchos años: merendar tranquila y sosegadamente, comprar una corbata, un Libro, lotería, jugar a las diversas quinielas, aparte de darme el gusto de hacer una serie de cosas que tenía pendientes y que dudo hubiera hecho nunca.

es catedrático de Información Periodística Especializada de la universidad Complutense.

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