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La resignación a la realidad

Parece que recientemente algunas personas han invertido sus ahorros en el mercado bursátil, movidas por la misma necesidad, sustentadas en la misma esperanza y regidas por los mismos criterios técnicos, con los que, a la salida del mercado, diariamente invierten unos duros en unos cupones de la lotería de los ciegos. Basta haber nacido alrededor de 1929, incluso basta con haber leído algo de Balzac o, lo que es mejor, de Galdós, para saber que este fenómeno de inversionismo popular cobra notoriedad, al contrario que la lotería, cuando las cosas vienen mal dadas. Efectivamente, los expertos confirman este indicio, presagiando (a buenas horas ... ) un futuro inmediato de la actividad económica nada boyante.Algunas llamas han debido de prender ya, porque los dirigentes se han apresurado a recomendar calma, que no cunda el pánico, quédense quietos, no bajen por los ascensores y, sobre todo, ni se les ocurra salir al vacío por la ventana. Lo cierto es que se oye la campana de los bomberos y en el guirigay armado por los dirigentes y los expersos cambian alternativamente de naturaleza las certidumbres y las suposiciones. Como cada tanto hace, y se diría que adrede, la realidad ha venido a desmentir la realidad descrita por los dirigentes y por los expertos. Inevitablemente, los enterados ya no confían ni en El Diario de la Calle Wall y, analfabetizándose, retornan a las rentabilidades parsimoniosas del reintegro o la aproximación.

Existe mucho ciudadano que no es, aunque parezca mentira, dirigente, ni experto analista, ni siquiera enterado, sino contribuyente neto. Los más crédulos y optimistas de esta especie, al enterarse, confían aún en que la tecnología aporte remedios nuevos a las enfermedades tradicionales del dinero antes que verse obligados a admitir que la tecnología quizá no sea una panacea o, cuanto más, que es una panacea pejiguera. En esta especie, libre de toda sospecha respecto a la actividad económica, cunde la idea de que alguien se ha equivocado en la capital del imperio y en las capitales de sus provincias más prósperas. Lo que no excluye, en el pensamiento de las clases inocentes, recelar que alguien ha acertado.

Todo puede temerse, evidentemente, de la alta rapacidad, ese anhelo místico de eternidad que algunos águilas resuelven mediante la acumulación de riqueza. No obstante, la mayoría inocente de contribuyentes netos, cuya voz no se escucha sino cuando grita, tiende a suponer que algunos se han equivocado, basándose en que la rapacidad es compatible con la rusticidad de pensamiento, con esa visión rupestre de la humanidad que el poder lleva incorporada, como la marca comercial que forzosa e indeleblemente llevan incorporadas algunas prendas de confección y de adorno.

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Pero, crédulos o cazurros, los libres de culpa en la marcha de los negocios mundiales, si se exceptúa la participación electoral, el primordial sentimiento que experimentan ante los síntomas de recesión económica es la sorpresa. ¿Así es que vivíamos en un ciclo de prosperidad y yo sin enterarme? La asombrosa noticia anuncia escuetamente para muchos el paso de las vacas flacas a las vacas esqueléticas, los ecos de la olla, un pisotón al freno, unos agujeros más apretado el cinturón y otras lindas metáforas de una situación sobradamente mala y conocida.

Con todo, y en estos momentos, una vez asimilada la sorpresa, hay que temer tanto lo que se avecina como los consuelos que nos serán prodigados. La marca ideológica de moda es el pragmatismo, y no cabe esperar, sino todo lo contrario, que los percances financieros vayan a propiciar de la noche a la mañana una nueva ideología o a desenterrar una utopía.

El pragmatismo así, en crudo, con las entrañas de la realidad al aire y palpitantes, constituye doctrina de acreditada rentabilidad, de concepción facilona y de cómoda difusión. Un opúsculo basta al pragmatismo de ocasión para elegir una entre las realidades existentes, a la que llamará por antonomasia realidad, y para predicar la resignación a ella, ya que se trata del menor de los males que se nos ofrecen. Y del más adecuado a los intereses del pragmático, por supuesto. Nadie conoce a un pragmático pobre.

La secular eficacia de este remedio, su hipnótica chabacanería, facilita la usurpación del invento a quienes a su vez nos ofrecen, a cambio de resignarnos en ésta, no otra vida y eterna, sino un crecimiento en tres puntos del PIB cuando el ciclo inflexione, de acuerdo con los indicadores disponibles, el día menos pensado.

Se trata, en suma, de describir una realidad con persuasión, a ser posible científica, incluso patética. Semejantes técnicas emplea el novelista para imponer a sus lectores la verosimilitud de su visión de una realidad, cuyo mal radica en ser una realidad imaginada. Lo que, de paso, explica la proclividad a publicar novelas que aqueja a profesionales de las áreas política y económica. Los del oficio, con el olfato que nos caracteriza para la peseta, acogernos a estos colegas con la gratitud debida a quien, dedicando horas a tan inofensiva ocupación, no las ocupa en altos menesteres.

En todo caso, resulte ser menos nociva o no la literatura que los negocios públicos, resulta mucho más sencillo eludir la resignación literaria que la sorpresa de acostarnos ricos sin saberlo y despertarnos resignados a seguir siendo pobres. Existe otra realidad, la cotidiana, que se compagina mal con la resignación, porque, si no todos los días, algunos días el inocente neto descubre la radical incompatibilidad entre vida y resignación. Sólo cuando en la agonía recibe el cuerpo el inequívoco aviso de que pronto todo va a terminar, las opciones del espíritu se reducen a una. Mientras ese instante no llega, la pretensión de limitar la posibilidad y sus probabilidades significan la voluntad de reducir al hombre a una caricatura, a pura guaranguería y fantochada. Por eso, el pragmatismo, aunque convenza, injuria.

-Pues, si usted no se convence, ni se resigna, ya sabe que a la vuelta lo venden tinto.

Jamás, en las dificultades que a los súbditos del imperio nos aguardan de acertar los augures, escucharemos esta esperanzadora admonición de labios de un dirigente pragmático. Un tal jamás reconocerá que hay en el mundo esquinas y más tabernas que la suya.

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