Sepelio
Cuando yo era monaguillo en el pueblo asistí de oficiante a muchos sepelios, que en aquellos años tenían un aire ratonero. Entonces en los entierros se lloraba mucho aunque el difunto fuera un cacique de malas entrañas. Detrás del fiambre, cargado a hombros en un ataúd forrado de fieltro claveteado con chinchetas, iban los hijos mordiendo un pañuelo y algún yerno o primo segundo más entero los llevaban a rastras. Un par de barítonos agrarios entonaban una salmodia con bombardino aludiendo al paraíso mientras la comitiva fúnebre transcurría por medio de naranjales perfumados. Si el cadáver era de un pobre abonado a la compañía El Ocaso, ésta repartía un duro y un cirio por barba entre los mendigos que encontraba a mano para formar una procesión patibularia. Aquel oficio de tinieblas ha cambiado. No me refiero a los tanatorios modernos, donde la mojama es tratada con la delicadeza del jamón de Jabugo en un marco adornado con pinturas abstractas y asepsia de aeropuerto. Quiero decir que ahora también en los pueblos a uno se lo llevan a la fosa con faena de aliño y todo el mundo te sigue hablando de negocios, buenos o malos.El otro día tuve que acompañar a un amigo al cementerio en un lugar de Valencia y el espectáculo me pareció excitante. En primera fila, a la espalda del carromato, los deudos más íntimos caminaban pastueños y sonrientes puesto que acababan de heredar. En cambio, el resto del cortejo lloraba con el ceño a media asta a causa de la bolsa que había vuelto a bajar. Dios había mandado, además, a la comarca un furioso pedrisco y a continuación una riada tipo Bangladesh. Sólo los huérfanos del difunto parecían felices, y los yernos, sin duda, estaban radiantes. Los demás plañían echando al aire gritos desolados. Deseo que alguna gente llore en mi entierro. Por eso me gustaría morir días después de que la bolsa conociera un martes negro sin ahorrar de postre una buena granizada. De esta forma mi último viaje iría orquestado por un coro de llanto. Yo al cielo y aquí todos arruinados.
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