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Sea usted joven

Hace pocos meses aparecía el libro del filósofo vasco Gametxo Adiós a la filosofía. Es de temer que no se le conceda especial atención. Su nombre no es conocido; la filosofía es una disciplina minoritaria; su promoción no ha sido excesiva, y el libro, denso y gordo, es de los que pueden asustar a más de un bolsillo. El autor, sin embargo, es un caso extraordinario que debería suscitar más miradas y estudio. Tiene 72 años, y no es muy habitual que a esa edad se escriba un libro interesante de filosofía. Bien es verdad que Schopenhauer decía que uno debe tener confeccionado su sistema filosófico a los 35 años, o que Dante situaba el cenit de la curva de la vida también a los 35. Nuestro autor, por lo que se ve, ha doblado la apuesta. Y aunque él quiera esconderse y remita siempre a su libro para que lo refuten si no tiene razón o lo apliquen en caso contrario, me interesa resaltar su edad. No por lo anecdótico, sino porque contiene alguna enseñanza. Puede ser que nos encontremos ante un hombre mayor en edad con espíritu e ideología joven en una época de jóvenes viejos y de viejos aún más viejos.En fechas no muy alejadas de la anterior (4 de septiembre), otro filósofo, A. Finkielkraut, escribía en el diario Le Monde un rabioso artículo contra los nuevos demagogos, es decir, contra aquellos que se dedican a halagar a la juventud en detrimento de la madura cultura. En el mismo diario (17 de septiembre), E. Ghebali respondía al anterior llamándole, como mínimo, reaccionario. Si es o no raccionario se puede comprobar mejor leyendo el libro del mismo Finkielkraut La defaite de la pensée, recientemente traducido al español. La última parte, sobre todo, no tiene desperdicio. No sólo por la descripción que hace de los hechos, y que parece sacada de un sueño con siesta ligera, sino por su defensa de la cultura. Tal cultura consistiría en ser gendarmes de una Ilustración que sería la quintaesencia de la esencia de este mundo. La juventud y sus falsos profetas la estarían diluyendo.

En este mismo año, otro filósofo, B. H. Lévy, escribía su Eloge des intellectuels. Lévy no nombra para nada a Finkielkraut, aunque, es de suponer, lo que en ambos trata de dilucidarse es la opción que habría que tomar por las dos posibles formas de ser intelectual: la dura y la blanda. Por la primera, el intelectual sería una especie de garante de los saberes transmitidos. Por la segunda, el intelectual sería un vulgarizador, un actualizador que en todas partes se mete.

Pero importa más aún de ese debate, o al menos de lo que directa y llanamente escribe Finkielkraut, las acusaciones de este último. Porque, según él, la juventud habría seducido de tal manera a la cultura que amenaza con diluir todo tipo de pensamiento sensato. La juventud, de esta manera, sería una especie de virus maligno que ha infectado el cuerpo social, y del cual habría que huir como se huye de la peste. Uno no tiene experiencias recientes gratificantes de los jóvenes que ve, y sí las tiene, por ejemplo, de personas como Gametxo. ¿Quiere esto decir que nos apuntamos a las tesis de Finkielkraut? Todo lo contrario. Porque creemos que los jóvenes de los que más vale huir están, más bien, llenos del olor de una cultura de alcanfor, mientras que gentes como el segundo son, en verdad, jóvenes.

Mi último año de docencia ha sido sutilmente instructivo en cuanto a los adelantos que los estudiantes jóvenes han hecho en lo que podría llamarse el foquismo reaccionario. Al revés que el foquismo del hoy viejo R. Debray, que defendía una bolsa de lucha armada fueran las que fueran las condiciones objetivas, estos nuevos foquistas se enquistan en cualquier sitio, se dé o no se dé la situación propicia. Ya la crearán ellos. Mientras tanto, a esperar. Así, las leyes de la moral se suspenden, la lengua corre fluida o calla, según las circunstancias; se informan de todo sin decir nada a nadie a no ser al posible jefe; se pone verde al mismo al que poco antes se había obsequiado con la mejor sonrisa, y se van colocando, poco a poco o a codazos, en esa gran cola que al final llevará al pequeño puesto apetecido. Las peores artes que afloraron en la transición las han asimilado con tal virtuosismo que si las hubieran usado en sus respectivas disciplinas serían hoy candidatos al Nobel. Es esta una muestra, sin duda, de la juventud real.

Sólo que, retorciendo las palabras e interpretándolas de modo interesado (como se hace siempre), habría que decir de tales jóvenes que son lo más viejo que uno pueda imaginar. Viejo no en el sentido en que trata a la vejez S. de Beauvoir, por ejemplo, sino entendida la vejez como falta de ganas, carencia de energía vital, anhelo de seguridad, espíritu escaso, alma derrotada y deseos de vivir por otros y no por uno mismo. Más aún, tales supuestos jóvenes han bebido, como si de un cáliz se tratara, de esa esencia que se ha ido derramando en los últimos años en nuestro país, y que consiste en lo siguiente. Se da por supuesto que, en lo esencial, hemos llegado al límite; que esto es inamovible; que, en círculo perfecto, se han cumplido otras mejores expectativas, y que quien permanezca fuera es un inútil o un retrasado. Dentro de ese juego se puede, claro está, jugar, pero las fichas sólo se pueden cambiar accidentalmente. De ahí que las disputas, protestas, pequeños gritos y demás aspavientos tengan las cartas marcadas y acaben por aburrir hasta a ellos mismos.

Es este, precisamente, el aire de lo viejo viejo, de los espíritus clausurados, aire que se quiere hacer respirar en Europa y que airea no menos en España. Es esto lo que contamina y no una juventud que sea tal, es decir, una juventud que se confunda, que se rebele, y que, ausente aún de las mentiras que da el tiempo, está dispuesta a dar media vuelta y empezar de cero. Es verdad que un viejo haciendo de joven es una de las ridiculeces menos soportables. Pero es más verdad aún que el físico de esos jóvenes biológicos con madera de mayores es casi un insulto y hasta un sarcasmo en medio de una sociedad que incita al consumo de valores siempre rejuvenecidos.

También se puede entender desde lo dicho que los juicios acerca de cualquier cosa que se salga de lo usual estén afectados ya por la pesadez o lo demasiado conocido. Tales juicios, o bien se emiten para obtener una recompensa de otros aún más viejos (y con más dinero), o bien se ciñen a transferir sus propios sentimientos a lo que sucede en el mundo de su alrededor. Así, si ocurre algo en Euskadi (y es un ejemplo al azar),se dirá que es viejo, cuando la vejez está en la mirada misma.

Tiene poco de progresista atacar a la juventud cuando está molesta. Pero es del todo reaccionario, y de una desfachatez considerable, despachar a la juventud desde la altura de un espíritu que no quiere ser condescendiente con ella, cuando, en realidad, es un espíritu plegado, cansado, fenecido y que, sin vida, no es capaz ya más que de reivindicar la repetición misma.

Comenzamos hablando de un filósofo vasco. El espíritu de juventud le era propio porque dicho espíritu anida en quien está dispuesto a equivocarse en cualquier momento, sabe que toda su fortuna no vale un instante de felicidad y da la espalda al pasado en cuanto una nueva luz hace que lo vea de manera radicalmente distinta. Por eso nuestro filósofo es un hombre joven a su edad. No así todos aquellos que, físicamente jóvenes, han entrado, con la seguridad que da la mentira, en el mundo de lo no cambiante, de la inercia, de la rigidez y de la adulación a lo que existe. Los primeros, parece que nunca dan en el clavo. Los segundos, parece que siempre. Quizá sea porque aquéllos siguen fielmente el consejo de Bergamín: mejor que acertar poco a poco es equivocarse de una vez.

En esta campaña contra la juventud es probable también que se vaya acertando poco a poco. Tan poco a poco que nada nuevo es lo que se dice. La música nos es bien familiar, como conocida es la agresividad de los que son conscientes de que fueron jóvenes y hoy, por voluntad, ya no lo son. Lo reaccionario se muestra de muchas maneras. Una de ellas es el ataque a lo joven, a pesar de los jóvenes y, muchas veces, contra los jóvenes.

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