Colapso
Acabo de regresar de la Unión Soviética. Es como nuestra Seguridad Social, pero a lo bestia; o sea, un sistema en colapso, un caos inmenso. De ahí que soplen vientos perestroikos. Porque los Estados carecen de escrúpulos y cuando evolucionan lo hacen por necesidad y no por delicadezas del espíritu. La URSS, en fin, está que arde, y por eso andan tan engorbachados y modernos.Claro que los capitalistas tampoco nos encontramos muy lucidos. Aquí estamos, instalados en una sociedad que se desmiga, con el corazón financiero apretujado y las bolsas en pleno baile de San Vito. Y no paran ahí nuestras zozobras: hay que añadir la proliferación de los guetos urbanos, el empobrecimiento de los países dependientes, el tronar apocalíptico de los economistas.
Ambos sistemas, el soviético y el nuestro, han partido de la pobreza para terminar alcanzando la miseria. Eso sí, por caminos diversos. En la URSS policial y represora no existen los pobres. Todos los ciudadanos están bien alimentados, apropiadamente vestidos, atendidos médicamente sin coste alguno, gozan de una educación obligatoria y gratuita hasta los 17 años y desconocen el paro. En Occidente, en cambio, hemos sabido desarrollar un exquisito y meritorio respeto por la libertad individual. Lástima que este indudable logro de la Humanidad se vea empañado por las crecientes bolsas de miseria que hemos amamantado; criaturas marginales que no pueden permitirse el lujo de enardecerse con los derechos democráticos. El que en la URSS sea muy difícil viajar al extranjero, por ejemplo, no debe de tener mucho sentido para quienes nacen, malviven y mueren en el Bronx neoyorquino sin poder escapar de su encierro de asfalto.
Y así estamos, los soviéticos y nosotros, instalados en la calamidad y oteando el colapso que nos ronda. Bien mirado, es un momento de esperanza, la ocasión de construir la síntesis. De rebajar nuestras mutuas indignidades y emular los logros del sistema opuesto. Porque no hay como un naufragio general para vernos obligados a entendernos.
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