Ni provocador, ni abanderado
Ha muerto don Antonio Añoveros. El obispo español a quien los representantes del Estado más confesional de nuestra historia intentaron echarle de España. Muchos vieron en él un símbolo del nacionalismo vasco. Fue mucho más que todo eso. Era un hombre de convicciones religiosas profundas, un cristiano coherente que nunca abdicó de su compromiso con el hombre y de su responsabilidad como pastor. No llegaron a comprenderle los que le juzgaron como provocador o como un abanderado de una causa políticamente partidista.Mucho antes de que sucedieran los tristes acontecimientos de la primera semana de marzo de 1974, sus pastorales como obispo de Cádiz y su defensa abierta de los derechos humanos le habían acreditado como "el Helder Cámara español". Nació en Pamplona el 13 de junio de 1909. Estudió Derecho en la universidad de Zaragoza. Fue nombrado obispo auxiliar de Málaga en 1952, y pasó a regir la diócesis de Cádiz-Ceuta en 1964. En diciembre de 1971 se hace cargo de la diócesis de Bilbao. Durante la guerra civil había actuado como capellán del 87 2 Batallón de Ametralladoras. Los que dudaron de su espíritu religioso y de su amor a España cometieron con él una grave injusticia.
Han pasado ya 13 años de aquella homilía famosa que se leyó en la mayoría de las iglesias de Vizcaya el 21 de febrero de 1974.
La historia increíble
Ahora ya no es necesario escribir la crónica de aquellos sucesos. Aquellos días de crisis entre la Iglesia y el Estado católico, una de las más graves de nuestro siglo, forman parte ya de la historia increíble. Los gobernantes españoles no se habían enterado de lo que había dicho el concilio ni de lo que había escrito en sus encíclicas Juan XXIII, en la Mater et magistra (1961) y en la Pacem in terris (1963). Pablo VI había publicado la encíclica del diálogo (Ecclesiam suam) en 1964 y la Populorum progressio en 1967. Corrían tiempos recios para la jerarquía católica española, que, sorprendentemente, se adelantaba a los acontecimientos futuros. Aquel movimiento institucional de la Iglesia oficial vivía la onda de la conciencia cristiana de los católicos más conscientes. Monseñor Añoveros tuvo a su lado a todo el episcopado español, y el sector más numeroso de los católicos era consciente de la magna coyuntura histórica que sacudía al catolicismo español.
Las anécdotas de aquellas semanas demuestran hoy hasta la evidencia el sentido pacificador que demostró en aquellos momentos el entonces obispo de Bilbao. La homilía que él autorizó sigue siendo un instrumento de trabajo para todos los que sientan algún interés por la paz en Euskadi y por su integración con el resto de los pueblos de España. Entonces la paz hubiera sido mucho más fácil. Los que sofocaron las expresiones más nobles de la cultura vasca, los que quisieron reducir lo vasco a un adjetivo folclórico, han tenido que despertar de aquel sueño pernicioso que los cegaba ante los hechos más contundentes.
Sin pretenderlo, le convirtieron en un héroe de la resistencia, pero sus palabras de entonces no pretendían otra cosa que evitar la catástrofe e iluminar los caminos del respeto a un gran pueblo. Don Antonio Añoveros ha muerto como un cura sencillo. Desde su jubilación se sentaba en el confesionario de una parroquia cualquiera y ayudaba a pacificar los espíritus. Sus últimos años han sido de martirio, soportando con admirable paciencia una enfermedad penosa.
Un profeta que se adelantó a su tiempo, una víctima más de nuestra transición democrática, no tiene la corona de mártir, pero ha dado su vida por la verdad y por los derechos de los otros. Para todos aquellos que hoy pueden influir en el proceso de pacificación, su bondad y su sinceridad siguen siendo un buen ejemplo. Ha muerto un gran obispo y un auténtico español.
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