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Visita matutina

El castañar de rotundas copas, frondoso todavía pero moteado de hojarasca seca tributarla del otoño exigente, se extiende desde el borde mismo de los Jardines del Elíseo hasta las riberas del Sena. Bajo las sombras oscuras de su espesura se albergan pabellones y teatros; la gran calzada de los campos que baja del Arco de Triunfo; los dos palacios de las exposiciones, y entre ellos se adivina el ámbito final en que se yergue la cúpula de los Inválidos sobre el cielo gris de la capital. Octubre se cierne sobre París con su manto de lluvia menuda e insistente. Buena mañana para visitar museos, todavía poco congestionados por la turbamulta de los visitadores más tardíos.Recorro la vieja estación de Orsay habilitada para desplegar colecciones diversas de pintura y escultura decimonónicas. Los que hemos conocido aquel gigantesco tubo metálico con sus cristaleras enmohecidas por el humo de las chimeneas de las locomotoras entrando y saliendo por el engranaje viario terminal arrastrando los convoyes, sentimos una sensación de magia transmutadora que se acentúa al contemplar el descomunal y metálico reloj art-déco que preside con su ritmo vigilante el inmenso espacio, troceado en galerías paralelas. Aquí están el impresionismo y el romanticismo pictóricos en extraordinaria porfía. Tal vez se pueda reprochar a la instalación una iluminación avara que confiere una cierta sensación tenebrista al formidable conjunto. La fuente desnuda de Ingres, por ejemplo, parece haber perdido algo de su casta frescura originaria por ausencia de luz. Los preciosos cuadritos de bañistas del ochocientos en las playas de Trouville, con sus pintorescos y agobiantes atuendos, pierden la viveza colorista que producen sonrisas a los veraneantes de hoy.

Meissonier, que tanto gusta a Dalí, ofrece aquí sus obras maestras de la historia militar de Francia en Europa y en África. Y no lejos, Regnault llena un plano entero con su estupendo retrato de don Juan Prim alzado sobre el negro caballo. Más de una vez he visto reproducido este cuadro como alusivo a la batalla de los Castillejos. Pero los personajes militares y civiles que aparecen en él confirman lo que la cartela enseña al visitante: es decir, el general Prim a las puertas de Madrid después de triunfar el alzamiento de septiembre. El gran soldado y malogrado estadista se yergue literalmente sobre la bien sujeta montura. La cabeza arrogante y la mirada lejana parecen interrogar ansiosamente al porvenir. Algunas veces pienso que acaso este agudo catalán hubiera podido evitar la guerra de Cuba, y con ello la grave crisis del 98, que tan hondas y traumáticas consecuencias trajo a nuestra vida pública.

Para terminar el visiteo matutino fui a contemplar una pequeña pero sabrosísima exposición que exhibe dos centenares de obras de Fragonard. La mitad son pinturas; la otra mitad, grabados y dibujos. Fragonard es uno de los grandes del siglo XVIII francés, quizá subestimado por la aparente limitación de su ternario, del que se dijo que era una interpretación pictórica del erotismo difuso que embriagaba a la elite de los usos aristocráticos de la corte y de la nobleza. Es cierto que sus cuadros y cartones, de enorme luminosidad y coloridos vivaces, ricamente combinados, se refieren a una utopía pastoril de zagales, rebaños, fuentes y cascadas. Y que en ellos se entrelazan petimetres y "grandes demoiselles" que juegan a pertenecer a ese mundo bucólico imaginario y se columpian bajo los ramos de los árboles en balancines que parecen estar sujetos con guirnaldas floridas. Pero la fuerza de Fragonard se halla en la cromática nueva, audaz y definitiva que recuerda determinados cartones de Goya, que, aunque mucho más joven, pudo conocer y admirar al pintor francés que murió en 1806.

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Aquellas locuras arcádicas que ignoraban el temblor de tierra de la sociedad en cambio que latía bajo el suelo de Versalles, de Saint Cloud o de las Tullerías, trajeron consigo los seísmos históricos de la gran revolución. En uno de los exquisitos paisajes que pinta Fragonard aparece junto a la belleza cortesana que vuela en el aire, mecida por su galán, que la observa, goloso, otra "preciosa ridícula" que mira a través de ¡in gran telescopio montado sobre un trípode, mientras un caballerito ilustrado le explica los misterios del universo. Es una escena que simboliza el progreso de la ciencia que invadía ya entonces los círculos del pensamiento dirigente: del reino de los Luises.

En la exposición, tras este derroche de coloridos y de paisajes que parecen escenarios de óperas cómicas italianas, surge una sorpresa grande para el visitante. La yuxtaposición de una veintena de retratos masculinos que producen asombro. Fragonard pintaba al parecer con Inusitada rapidez. Dícese que uno de estos cuadros tiene una inscripción que afirma haber sido realizado en una sesión de cinco horas. Y estos perfiles de hombres -probablemente amigos o modelos de su taller- son una galería extraordinaria de caracteres inconfundibles. Unos trazos largos, rotundos, llenos de vigor y decisión componen esta serie de análisis psicológicos, de factura tan moderna que parecen trazados por un maestro de la pintura contemporánea.

Es curioso leer los nombres que puso el autor a cada uno de los retratados: escritor, filósofo, anciano, pensador, lector, apóstol. Personajes que no venían del mundo bucólico, de la utopía ensoñada, sino de la realidad despierta de un inmenso proceso histórico que se ponía en marcha en aquellos años en Francia, en Europa y en América. Fragonard, comosu antecesor Boucher -tan criticado por Diderot-, no pintaba en sus cuadros mensajes morales, como iba a hacer muy pronto el romanticismo, sino instantes estéticos del placer, con un es pacioso paisaje de arbolados altísimos, como dando a entender que la naturaleza era capaz de comprenderlo todo y de con templar en silencio el desfile mutante de las generaciones.

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