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Tribuna
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Que veinte años no es nada

Ésta ha sido una semana para la nostalgia de las revoluciones pasadas. Esta visita a lo que ocurrió hace 20 años ha sido agitada por el recuerdo del último héroe moderno, Ernesto Che Guevara, asesinado en Bolivia el 8 de octubre de 1967. Pero en estos últimos 20 años ése no fue el único mito. Loque ocurre es que su figura se ha tomado como emblema de los deseos que le fueron contemporáneos. Pero hubo muchas más cosas en esta época. El autor, editorialista y crítico de teatro de EL PAÍS, analiza el efecto que esos hechos han tenido en la vida de hoy.

A las cinco de la madrugada -era viernes-, la muchacha salió; cerró con mano suave la puerta de la alcoba, bajó cuidadosamente las escaleras hasta la cocina -apretujaba el pañuelo en una mano-, dejó allí una nota en la que hubiera querido decir muchas más cosas, abrió la puerta trasera de la casa y se fue. Ya era libre.En el mismo momento caminaba por la selva de Bolivia, ahogado por su asma, harapiento y cercado, Ernesto Che Guevara. Probablemente en la alcoba que ella abandonaba para siempre estuviese el retrato del guerrillero, el gran poster del iluminado, hirsuto, con los ojos febriles. La canción no lo dice. Sólo cuenta que, en la casa, los padres se preguntaban qué habían hecho mal, cuál había sido su error, mientras ella se iba por nuevos y largos caminos.

En Bolivia, el Che escribía en su dietario (30 de abril) las impresiones de la lucha. "El aislamiento sigue siendo total; las enfermedades han minado la salud de algunos compañeros, obligándonos a dividir fuerzas, lo que nos ha quitado mucha efectividad; todavía no hemos podido hacer contacto con Joaquín; la base campesina sigue sin desarrollarse; aunque parece que mediante el terror planificado lograremos la neutralidad de los más, el apoyo vendrá después. No se ha producido una sola incorporación". "Escribía", comentó después Fidel Castro, al presentar el diario, "con letra menuda y casi ilegible, de médico". En otro cuaderno llevaba versos copiados por su mano, algunos recordados de memoria, que leía de cuando en cuando. Le gustaba, sobre todo, Baudelaire, y lo comentaba por las noches, cuando el asma y los mosquitos no le permitían dormir: un matin nous partons, le cerveau plein de flammes / le coeur gros de rancun et de désirs amers.

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EL CEREBRO EN LLAMAS

"La muchacha también partió con "el cerebro en llamas". La cantaron los Beatles -She is leaving home, de John Lennon, años más tarde asesinado, y Paul McCartney, en el disco de aquel año: Sgt. Peppers Loneley Hearts Club Band-. se hablaba entonces de la juventud errante. Salían del norte de Europa, llegaban a Afganistán, Nepal, la India. Por la ruta del Sur, por la Costa del Sol y Marruecos, los países del norte de África, el Oriente árabe... En ese momento -cuando el Che jadeaba por las pendientes bolivianas- se calculaba que podía haber 10.000 muchachos europeos -en torno a los 20 años- en esa vía, huyendo de sus casas. Pantalón vaquero, sweater amplio, zamarra, sandalias. Se intercambiaban las ropas a medida de sus necesidades mutuas. No buscaban una estética externa, sino -decían ellos- una armonía interior. En muchos hogares los padres se preguntaban -como en la canción- por qué sus hijos viajaban, como por un tropismo inverso de aves migratorias, de la riqueza a la pobreza.

En Estados Unidos les llamaban beatniks; beat, por la generación batida -golpeada- de Kerouac, que acaba de publicar Ángeles de la desolación; el sufijo de niks venía del yidish y tenía un sabor ruso-comunista, para teñirles de bolchevismo: una forma despectiva, como el ucho del castellano. Se les confundía a veces con los hippies, o los chicos de las flores; Henry Miller -golpeado en una generación anterior- decía de ellos: "Algunos de estos hippies parecen chicos maravillosos, otros son o parecen almas perdidas. Pero no quiero hacer juicios. Creo que esta revuelta es necesaria, porque la sociedad está podrida y sus fundamentos se resquebrajan. Los jóvenes siempre han sido crucificados".

Claro que la droga -el LSD, anagrama de otro himno generacional de los Beatles en el mismo disco: Lupy in the Sky with Diamonds- ya estaba en todo, aunque entonces no tenía el carácter trágico de ahora. Era un movimiento parecido a otro anterior, el de los existencialistas de la posguerra. El viaje de éstos fue más corto: de los distritos burgueses a los barrios latinos. Aquellos harapos sí buscaban otra estética, y la filosofía pretendía ser la de Sartre. En este 1967, Sartre había perdido ya su profetismo: sin embargo, unas obras suyas se estrenaban en la retrasada, hibernada España por primera vez: La respetuosa -la censura había hecho desaparecer el putain del título original- y Huis clos, traducidas por otro revolucionario temperamental, Alfonso Sastre. Los libros de Sartre llegaban a España clandestinamente, y en la clandestinidad vivía su aventura revolucionaria la juventud. Muchas veces animada por la palabra y la figura de Federico Sánchez, vuelto luego Jorge Semprún. Nadie ha escrito bien -ni siquiera él mismo- la influencia apasionada que tuvo en los universitarios españoles. Pero ese mundo que parecía abrir era antibeatnik, antihippie. En la teoría, era el socialismo científico: en la práctica, un movimiento romántico, con su héroe que sonreía en la sombra: un héroe doble que podría pensar en sí mismo como protagonista y como escritor de una novela, y se jugaba la vida por ello. Un hombre en Madrid, otro en París.

En París, en aquellos momentos, se estrenaba una obra de Aimé Césaire. Poeta negro, antillano; con el poeta-político africano Sedar Senghor habían acuñado el término negritud. Y en Estados Unidos se decía ya que black is beautiful. La obra de Césaire se titulaba Una temporada en el Congo, y su personaje central era otro revolucionario sacrificado, otro héroe perdido en la jungla unos años antes: Lumumba. Hay muchos rasgos parecidos entre Lumumba y Guevara. El retratoque hace Aimé Césaire puede aplicarse a cualquiera de los dos: "El verdadero revolucionario no puede ser más que un vidente. Yo soy de los que integran la utopía a la revolución, y no quiero caer en el esquema que separa a los revolucionarios. Mi concepción del revolucionario es la de alguien que está siempre por delante. Hay, por tanto, un profetismo que es el primer paso revolucionario". A Lumumba le habían matado -Chombé y sus gendarmes, después de arrastrarle por la selva- seis años antes que al Che. Era el profeta no sólo de su país, el Congo, al que había levantado para la independencia, sino de toda África, como Guevara quería serlo de toda América. Tenían los dos una imaginación literaria. Césaire escribía: "Lumumba es el hombre que tiene una sola arma, y es la palabra. Pero una palabra mágica. Es su grandeza y, al mismo tiempo, su debilidad. Por consecuencia, rechazo la antinomia revolución y utopía, praxis e imaginación". Atención a estas palabras: en ellas comienza a definirse algo que está presente en todos los movimientos de esa época, casi precisamente de ese año importante: la separación de la idea de revolución de la de comunismo o de socialismo científico, y que irá cuajando después. Se irá viendo.

LOS AVENES ERRANTES

Lumumba también pasó al poster. Eran, por entonces, tres héroes en las habitaciones de los jóvenes errantes, de los ángeles de la desolación o de las almas perdidas: Lumumba, Che Guevara y Ho Chi Minh. En España, un artesano hizo pirograbados de los tres: maderas quemadas con los rasgos proféticos y profundos. Se vendían de casa en casa de los iniciados, por un dinero que iría a parar a la buena causa. El estilo del dibujante y su material les unificaba, les daba rostros gemelos, disolvía lo que había de Africa, América y Asia en sus rasgos para diseñar la imagen única, insomne y misteriosa, del revolucionario.

En Estados Unidos, el rostro mártir de Lumumba se había engrandecido y multiplicado: era negro. En aquel momento se realizaba una gran fusión de ideales: la lucha contra la guerra de Vietnam, la revindicación de los derechos civiles -el poder negro- y la guerra contra la pobreza: lo que se llamó la nueva izquierda. Un hombre dio la señal de unificación, y fue Martín Lutero King. Recorría el país preparando una marcha de los pobres sobre Washington. El 4 de abril de 1967 estaba en Memphis colaborando en la preparación de una huelga cuando le mataron: seis meses antes que a Guevara. Otro hombre quiso capitalizar todo ese movimiento, ponerse al frente de la protesta, legalizarla desde la presidencia de Estados Unidos: el candidato Robert Kennedy. Le mataron de un disparo en la cabeza ocho meses después que a Ernesto Guevara.

La sociedad de Estados Unidos estaba profundamente herida. La guerra de Vietnam había coagulado todo el malestar; los jóvenes quemaban públicamente sus cartillas militares, huían a Canadá o a Estocolmo, y millares de personas se manifestaban contra la guerra injusta: se les llamaba vietniks, por la misma figura lingüística antes descrita. Mientras, el camino del Che -la corta y dolorosa marcha- tenía un objetivo declarado: "Crear dos, tres... muchos Vietnam es la consigna". Era el título del mensaje que dirigió a la Tricontinental. Había comenzado a escribirlo varios meses antes en La Habana; lo terminó en el pudridero boliviano, cuando el mundo no sabía todavía dónde estaba. En el exordio, una cita de José Martí: "Es la hora de los hornos, y no se ha de ver más que la luz". Había escrito también la carta de despedida para sus padres -no les fue entregada hasta varios meses después-: "Queridos viejos: otra vez siento bajo mis talones el costillar de Rocinante. Vuelvo al camino con mi adarga al brazo". Hay en estas palabras como una contradicción: el quijotismo, la aventura imaginaria junto al manual de marxismo-Ieninismo que llevaba -con los versos- en su mochila, y que había estudiado antes profundamente. "Muclios me dirán aventurero, y lo soy; sólo que de un tipo diferente y de los que ponen el pellejo para demostrar sus verdades". Se lo dijeron: los partidos comunistas, a partir de la Unión Soviética. Partidos avezados en descubrir las contradicciones internas de los demás no podían dejar de encontrar las de este personaje. Tenían sus motivos: la desconfianza en todas las revoluciones que estaban sucediendo y que no eran la suya. El miedo al espontaneísmo -aunque Guevara no había levantado espontáneos en la selva: los campesinos pasaban junto a él sin mirarle, y muchas veces contaban sus movimientos a los militares- y a todo aquello que no hubiera alzado su vanguardia política. Se lo dijeron, y el Che les contestó en una nota de su agenda: "Un diario de Budapest critica al Che Guevara, figura patética y, al parecer, irresponsable, y saluda la actitud marxista del partido chileno, que toma actitudes prácticas frente a la práctica. Cómo me gustaría llegar al poder, nada más que para desenmascarar cobardes y lacayos de toda ralea y refregarles en el hocico sus cochinadas" (8 de septiembre: un mes antes de su muerte). Su minúscula revolución era romántica e iluminada, pero necesitaba una teoría: se la puso Régis Debray.

Por las noches, bajo el mosquitero -no había más que uno para todos los guerrilleros errantes-, comentaban juntos a Baudelaire, y Guevara le contaba a Debray lo que había aprendido de quie:ii llamaba maestro: el comandante Bayo, conocido como héroe de la República Española.

Siendo niño veía yo a Bayo, con su corpachón inmenso metido en el uniforme de aviación. Se contaba que a veces agujereaba una pared de un puñetazo, y yo esperaba siempre el suceso que nunca va. Le recuerdo en el cine Rialto de Valencia, donde proyectó para mi padre las imágenes de su desembarco en Baleares, y comentaba que había tenido que retirarse por orden del Gobierno, que temía las represalias. Esa experiencia fue su única y gran guerrilla (había luchado contra ellas, como aviador españoI, en la guerra de Marruecos). El exilio le llevó a México y a Cuba: fue profesor de teoría y práctica de la guerrilla, y Ernesto Guevara era su discípulo. Probablemente le impresionaba más aún que su estrategia ese otro penacho romántico que llevaba y que se llamaba España.

Todas las revoluciones se enzarzan -se enzarzaban- entre sí, se transmiten -se transmitían- sus leyendas, sus mitos, sus aureolas. Y Guevara y Régis Debray hablaban de Bayo, de Ho Chi Minh, quién sabe si de Lumumba -España, Vietnam, el Congo-, en las noches de Bolivia en que el asma y los mosquitos -y el miedo a ser descubiertos- les dejaban sin dormir. Debray escribió con ello un gran libro de la época, Révolutiori dans la révolution?, que fue declarado también heterodoxo y culpable por los comunistas: cambiaba el sentido clásico de la revolución, discutía las viejas y fijas pases. Debray había ido a Cuba en 1965, como profesor cooperante en la universidad de La Habana; fue amigo de Fidel Castro, se unió a la guerrilla de Bolivia y le capturó el enemigo: ante el tribunal militar, se declaró "revolucionario intelectual" y explicó que no llevó nunca armas ni participó en la guerrilla. La opinión internacional tuvo suficiente fuerza como para que no fuese muerto; le condenaron a 30 años. Fue liberado un año después. Debray tiene ahora sólo 46 años, y es como un antepasado: busca su fe por otros caminos. El tiempo devora sus hijos.

Ya otros intelectuales estaban tratando de hacer revoluciones diferentes. En Francia estalló el estructuralismo: Sartre debía quedar destruido por la explosión, y también los marxistas. Las ideas venían de lejos -de Saussure, de Jakobson, de Lévi-Straus-, pero la explosión la produjo Michel Foucault con su libro Les mots et les choses, publicado en 1966 pero discutido durante todo 1967. El mundo había soportado con cierta facilidad la muerte de Dios; le costaba más trabajo -se debatía, se defendía- aceptar la muerte del hombre. El humanismo, decía Foucault, sólo ha sido capaz de estudiar los límites del hombre: como el psicoanálisis y la misma etnología. "El hombre no es el problema más antiguo, ni el más constante, de cuantos se plantean al ser humano ( ... ). El hombre es una invención; la arqueología de nuestro pensamiento nos muestra que su fecha es reciente. Y puede que nos enseñe, también, su fin próximo". Desde las revistas filosóficas del partido comunista -Pensée, Nouvelle Critique-, el marxismo se defendía número tras número, pensador tras pensador, contra aquello que atacaba su raíz, y Sartre dedicaba un número especial de Esprit, con su dictamen: "El estructuralismo es la última aventura de la filosofía burguesa".

Todo ha pasado. Sartre, el estructuralismo, el marxismo... Foucault murió sombríamente en 1984; de lo que preconizaba ha quedado un método, una forma de escritura, relevante sobre todo por los hombres que han seguido utilizándolo, y tanto Lévi-Strauss como Roland Barthes lo han devuelto a las ciencias humanas.

Otros intelectuales inquietaban más a la ortodoxia marxista (y a su praxis): los 239 que firmaban en Praga un manifiesto a favor de la libertad en el mes de septiembre de 1967. Sus argumentos estaban centrados no en combatir el comunismo, sino en interpretarlo: empezó a hablarse del socialismo en libertad, a lo cual el partido respondía con sus amenazas, con censuras: después, con tribunales y condenas (Jan Bénès, cinco años de cárcel), con exclusiones. Pero el impulso hacia adelante era ya irreprimible. Y en 1968...

En 1968, muerto ya Che Guevara -le asesinaron literalmente en la escuela de un pueblo donde le habían encerrado después de capturarlo: después de una primera ráfaga, dos sargentos dispararon sucesivamente a la cabeza del guerrillero herido, casi inconsciente, atado-, afloraron todas las nuevas y heterodoxas revoluciones, todo lo que se había ido acumulando en 1967. La protesta en las universidades de Estados; Unidos -Brandeis,Harvard, Cornell- contra Vietnam y la pobreza, donde los hijos de la sociedad opulenta se volvían contra ella; contra ella se volvieron en el mayo de París, y las imágenes del Che estaban presentes en los estados mayores juveniles; en la plaza de las Tres Culturas de México. Antes había sucedido la primavera de Praga. Los tanques soviéticos la aplastaron; y los soldados mexicanos mataron a los estudiantes; la Guardia Nacional de Estados Unidos intervino en las universidades americanas durante las manifestaciones por los derechos civiles; el general De Gaulle voló hasta las guarniciones francesas de Alemania Occidental pidiendo su ayuda y su consentimiento para que el Ejército sofocase la revuelta de los jóvenes en las calles de París (no hizo falta; se extinguió en sí misma). La sociedad desplegaba sus grandes medios; los partidos comunistas los refrendaban.

LOS REBELDES, INSTALADOS

Poco a poco, todo volvió al orden. La guerra de Vietnam la Perdió Estados Unidos -la conferencia de paz se celebraba en París cuando los estudiantes levantaron las barricadas-, los renovadores checos fueron, poco a poco, absorbidos por la sociedad comunista. Del mayo de París no queda nada: los rebeldes fueron instalándose en la sociedad y hoy son ejecutivos, prefectos o directores de departamento, que sonríen con indulgencia para con ellos mismos cuando evocan las noches en que estaban cambiando el mundo. Vietnam ha pasado de ser el pequeño pueblo heroico y valiente admirado por el mundo a convertirse en un imperio trágico del que los ciudadanos huyen en frágiles juncos, aunque les cueste perder la vida en el mar.

La sociedad norte americana pudo volverse de nuevo conservadora, gracias a perder una guerra: rebotó hacia Reagan -después de presidentes episódicos- y piensa ahora en el neofascismo de Oliver North (condenado probablemenle al olvido). El comunismo cayó, dejó pasar las revolucones y se enfrentó a ellas, porque en su entraña era ya pactante. Y hoy Estados Unidos y la Unión Soviética deciden el futuro de una Earopa que ha perdido ya su pensamiento y su inventiva, y es una masa para, vivir con áurea mediocridad. Toda América está en la ruina, toda África está poscolonizada, toda Asia vive en la miseria.

Y ya no hay posters en las habitaciones de los jóvenes; si acaso, el de algún cantante ruidoso y efímero, que deja el hueco para otra efigie en cuanto la moda lo reclame. Las fugas de los menores son asuntos sórdidos que suelen terminar en el juzgado de guardia. Otras más románticas se han convertido en tragedias estúpidas y sin sentido: la droga callejera, el crack que mata en las esquinas frías sin brío y sin aureola, o los desafíos de carreras de automóviles en sentido prohibido, o el revólver -reliquias de papá, que guardaba por si volvían los rojos: ¿de dónde van a volver?- para la ruleta rusa en la madrugada de vodka de una discoteca.

La segunda vuelta al orden de este siglo (la primera vuelta al orden fue la de los realismos 1919-1939) no es desdeñable: tiene, o apunta, sus propios valores. Pero parece que no tenía por qué ser triste o desengañada. Las vanguardias se acaban; los dandies intelectuales cubren velozmente un camino de regreso; la revolución sexual -el nuevo descubrimiento de la mujer, los anticonceptivos, la ruina de los pecados- se ha ido acabando, primero, por un juego de desganas, y ahora, por la miserable peste del SIDA. Su lugar de encuentro, hoy, es la planta 13 del hospital de La Paz. Lejos del poder negro, de la nueva izquierda, del socialismo en libertad o de los ángeles de la desolación; lejos del Che y del pelotón de asesinados de 1967.

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