Unesco, la crisis que no cesa
Lo que en estos días está ocurriendo en París, en la sede de la Unesco, para elegir a su director general evidencia una crisis difícil de resolver y un futuro incierto: falta de coordinación de los países comunitarios europeos (no apoyo al candidato español), endogamia tradicional de los países africanos (continuismo conflictivo al querer mantener al actual director general), pretensión norteamericana desde fuera de instalar un candidato asiático (pero de un Gobierno militar-dictatorial: un general-director general), actitud distante de los países del Este, amenazas de nuevas retiradas de la organización. Aspectos personales (geográficos, étnicos, religiosos) se entremezclan con intereses políticos y económicos: todo se mezcla en el marco de interpretaciones y discusiones estatutarias, como un son caribiano de Nicolás Guillén o de Palés Matos: la burumbanda de una canción festiva para ser llorada.¿Por qué esta crisis permanente? La actual situación caótica no nace con la retirada de Estados Unidos, a finales de 1984, pero sí la acelera: no tiene sentido que en una organización universal esté ausente nuestro imperio, como tampoco sería razonable que no estuviese el imperio del Este. Tampoco creo que haya que enfocar el problema unidimensionalmente desde una óptica personalizada en el hasta ahora director general, señor M'Bow: hasta ahora y, eventualmente, por más tiempo si sale reelegido. Pero sin duda la fuerte personalidad de M'Bow, carismático y controvertido, ayuda a esta aceleración de desgaste de la Unesco. La crisis actual es un resultado de un largo proceso, con múltiples causas, externas e internas, que vienen provocando paralización, hibernación y desacuerdos.
En otras ocasiones, y aquí reitero, he señalado que fundamentalmente la devaluación de la Unesco se apoya en tres motivaciones: a) La actitud de las grandes potencias. b) La beligerancia de los medios de comunicación internacionales; y c) Cierto cesarismo interno unido a un deficiente funcionamiento de la organización.
La naturaleza de la Unesco se basa en dos factores interdependientes: ser un organismo de transferencia de medios e intentar compatibilizar, en sus fines y programas, las diferencias existentes en la comunidad internacional: hacer convivir sistemas sociales distintos. Ambos factores descansan, en síntesis, en la necesidad de desbloquear la polarización y el antagonismo en las relaciones internacionales. Es decir, la distensión aparece como un presupuesto para que esta cooperación multilateral (educación, ciencia, cultura) sea eficaz; en otras palabras: lograr que, por vía indirecta, se consiga que los países desarrollados aceleren el progreso en los países no desarrollados. Cooperación, distensión y solidaridad son, así, principios que forzosamente tienen que definir la naturaleza de este gran foro de vanguardia cultural y educativa. Al cuestionarse estos fines y objetivos se cuestiona la propia Unesco. El criterio de rentabilidad, por ejemplo, para algunos sectores conservadores es prioritario con respecto a los principios de solidaridad internacional. Indudablemente, no puede prescindirse de la rentabilidad (en cuanto eficacia), pero no elevarla al único objetivo. Rentabilidad y control ponen en peligro de esta manera a una organización que tiene que ser pluralista, tolerante y abierta. En gran medida, por una u otra razón, pero sobre todo por querer mantener las grandes potencias su eje bipolar, la Unesco se debilita y se devalúa.
Por otra parte, la Unesco recibe en estos últimos años un ataque frontal de los grandes medios de comunicación. En principio, como se sabe, la Unesco concentra su actividad -y con resultados muy positivos- en la educación, la ciencia y la cultura: planetariza el encuentro de culturas y es un eficaz instrumento de apoyo educativo. Pero a partir del Informe McBride, polémico documento, y el intento de crear utópicamente un nuevo orden mundial de la comunicación (NOMIC) hay una guerra declarada por parte de los grandes medios internacionales. Dejando al mar en la oportunidad de esta iniciativa y también las consecuencias dudosas de su viabilidad y objetivos, el hecho es que la Unesco aparece no ya como un organismo educativo y cultural y, con declaraciones genéricas sobre la paz y el desarme (más educación y menos armas) y entraba en los mares competitivos de la información y comunicación.
Finalmente, otra causa que ha coadyuvado a su devaluación ha sido la deficiencia burocrática y un comportamiento discutido del actual director general. La personalidad de M'Bow domina, en efecto, la dirección de la Unesco: más de 20 años son muchos años, y desde 1974, que sale por unanimidad, marcan un estilo personal indudable. Muchas de las críticas a M'Bow son ciertas, pero otras están cargadas de intencionalidad política no correcta. Creo, en efecto, que existe un cierto cesarismo, que frustra innovaciones imaginativas y excesiva discrecionalidad: más aún, una pesada burocratización que en su descargo es normal en casi todos los organismos internacionales o intergubernamentales. Pero no es exacto decir que M'Bow sea un prosoviético beligerante, explícito o solapado. El actual director general es, obviamente, un tercermundista y un progresista, pero que utiliza métodos que chocan con muchas de nuestras convenciones políticas. Hay así, a mi juicio, críticas justas y críticas interesadas.
¿Cuál puede ser el futuro de esta organización? La crisis de la Unesco es una crisis política que tiene, que resolverse políticamente. Esto significa dos cosas: que está en función de los parámetros de la política internacional hoy dominantes y que su normalización pasa por una reordenación de su naturaleza y fines, por una revisión profunda de su organización y de sus estatutos. En este sentido, los Estados miembros tienen que asumir un protagonismo activo y una voluntad política de cambio si se quiere mantener esta organización. Los años cuarenta están ya muy lejanos.
Sin duda, salir de la actual hibernación, que se produce ostensiblemente desde 1984, y evitar su desaparición, puede resolverse ahora si aparece un candidato a la dirección general que, manteniendo una actitud progresista y dialogante, aúne a la mayoría mecánica (Tercer Mundo), a los países occidentales y a los países del Este. Es impensable que, para un futuro renovador, un candidato triunfador, pero no consensuado, pueda levantar la Unesco. Éste es el grave inconveniente que tiene M'Bow: es cierto que puede ganar y renunciar en un período corto de tiempo, pero esto o alarga el problema o, más probablemente, lo hace inviable. Sería también una paradoja que el triunfador fuera un representante de una dictadura (Pakistán). El criterio geográfico (Asia no ha tenido nunca un director general) no es un argumento sólido: de igual modo se podía proponer un representante de los países socialistas, que tampoco ha ostentado la dirección general.
España, con el profesor Mayor Zaragoza, o América Latina, con el ministro uruguayo Iglesias, dan los perfiles -personales, geográficos y políticos- necesarios para conseguir una cierta salida de consenso: desde su fundación sólo ha habido un director general de habla hispana (México). Son nacionales de Estados democráticos y progresistas y tienen personalmente en su haber un currículo científico y técnico muy importante. La no presentación de Iglesias, en parte debido a que ya dirige la ONU otro latinoamericano, y es convención internacional aceptada no reiterar puestos, permitiría que, desde estos supuestos, la candidatura española hecha por el Gobierno podría ayudar a desbloquear una difícil situación casi agonizante.
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