Un eslabón perdido en la barbarie
Para Mircea Eliade sólo existe una sola, única e intransferible posibilidad de ser caníbal sin perder la "dignidad humana": convertir el proceso del canibalismo en rito sagrado. Despojado de esa magnitud sagrada, es decir, del vínculo con los dioses, el espanto moral conforma el sentido final del acto.
El terrorismo -como "error" y "horror", por recuperar el lenguaje de un editorial de EL PAÍS- no es pensable y, por tanto, no es hacedero sin una mutación psíquica inicial: la transformación de la barbarie individualizada o indiscriminada en rito, en acto sacralizado, desde una "explicación superior".El terrorismo, individual o indiscriminado, es hoy, en su sentido profundo, el terror de la historia para la mayoría absoluta de los hombres y de las sociedades contemporáneas. En otras palabras: inaceptable e incomprensible. Gravita sobre sí, más allá del fanatismo (relativo al templo, fanum) y, seguramente, más allá del asesinato y el canibalismo rituales. El terrorismo aparece, desde esa versión, como el eslabón ideológico perdido, es decir, emerge como un eslabón autoritario, totalitario, que arranca, en tanto que hipótesis para la acción, de la presunción de una ejemplaridad imposible, inaceptable e intolerable. Ejemplaridad que se expresa, conceptualmente, como si estuviera exenta de los vínculos entre realidad y responsabilidad. El acto, aún en el error, se excusa y autodefine, finalmente, en el cuadro de un "proyecto superior", abstracto. Separado, pues, de la existencia humana, del humanismo y la libertad.
La tragedia del terrorismo y del terrorista (las connotaciones personales son trágicas) no consisten en su indisputable irracionalidad, sino en la certidumbre de que se puede matar, como en el canibalismo, sin perder la "dignidad humana" y, por tanto, la "racionalidad política". El horror no está, finalmente, en la acción en sí, sino en su concepción, esto es, en su "teoría de la justificación". Es esa teoría de la justificación la que permite matar.
El terrorismo individualizado, como el culpable personalizado -el chivo expiatorio, el capro emissarius-, asume la tentación más alta y terrible del hombre: vincular el rito del asesinato, de un lado, a la ejemplaridad, y del otro, a la justicia.
El terrorismo indiscriminado (una bomba en un mercado) transciende el rito de la muerte a las más antiguas simbolizaciones de la "regeneración del mundo". Da igual unos que otros; es lo mismo hombres que mujeres o niños; culpables o inocentes. Todo ello se aclarará a la hora de la llegada del imam oculto, es decir, del dios ideológico oculto, a través del cual el hombre asumirá la última liberación.
Esa implicación de lo ritual -los terroristas ritualizan en sus actos la muerte como ejecutores- es indisociable de las concepciones políticas totalitarias. En todas ellas, en esencia, se sacrifica el presente por el milenarismo: por una justicia última, religiosa. En suma, por la aparición final -como en el caso de los shiíes que pueblan de terroristas el mundo actual- del imam desaparecido.
En todo totalitarismo, la justicia, el cambio absoluto se entiende como la perfección, voluntarista, de la humanidad y, por tanto, no se percibe su enorme contrasentido político, su connotación de fin de la historia. El terrorismo es la negación dialéctica de la transformación, permanente e irreprimible, del hombre y las instituciones. Postula lo absoluto; muere en ello.
Agonía moral
Esa contradicción relevante explica, como el huevo de la serpiente, el terrorismo. Ninguna ideación política del mundo -dialécticamente- permite pensar en una perfección tal -porque implicaría el fin del mundo- de los sistemas políticos. No existe, históricamente, el fin de la historia. La supresión de la lucha de clases ha generado, invisibles-visibles, otros combates.
De ahí, por consiguiente, la agonía moral que transporta consigo todo terrorismo y, sobre todo, el terrorismo que cree estar defendido, escudado, por la política.
Esa agonía moral, insuperable dialécticamente, radica en su inevitable vinculación a un ritual primitivo, sagrado. Cabe decir que es imposible aceptarlo no sólo para la sensibilidad contemporánea, sino para el hombre verdaderamente religioso de nuestro siglo. Para este último, la revelación y la razón conforman una unidad lógica, progresivamente indivisible, coherente. Ése es otro drama conceptual. Tenemos que vivirlo; no terminarlo con el baño de sangre.
Por esto mismo, el terrorismo requiere, sin duda, cabezas autoritarias que piensen -es inevitable- en la autonomía moral de sus actos, es decir, en la imposibilidad de tener que someter esos actos a ninguna norma ética.
Es patente, y en ello no hay dudas, que la democracia, como posibilidad ética del consenso -que no siempre, y cada día menos, se expresa en la mayoría- no puede ser separada de la existencia humana.
Nadie puede asumir ya, en nuestros días, que el terrorismo -inclusive contra la tiranía- puede ser un arma exenta de la responsabilidad moral de sus actos. Éstos tienen que pesar como la condición esencial de la vida humana. Al contrario, el canibalismo no ritual, esto es, exento de la implicación sagrada, representa ya, sin ritos, la negación plena del ascenso hacia la libertad y la liberación. Lo mismo ocurre con el terrorismo. Su única razón sería el fin de la historia. Es, pues, una negación; un contrasentido.
Es indispensable, por tanto, descarnar, evidenciar y revelar que el terrorismo no tiene, ni como acto ni como vía hacia la explicación, ninguna acepción sagrada; excluyente, pues, de la corresponsabilidad con los demás. Por esto mismo, el debate político del siglo, desde la bomba atómica a la autodeterminación de los pueblos, descansa hoy en la posibilidad de la negociación. En ningún caso se podrá aceptar que el terrorismo individualizado o indiscriminado puedan funcionar sin el peso imperioso, inexorable, de la asunción moral de los actos. No existe la menor posibilidad de incluir, por vía de lo sagrado, por el mecanismo ideológico-político del fin de la historia, la inhumanidad en lo humano, en la humanidad. Al hombre le espera, irremediablemente, la historia.
es profesor de Historia Económica Mundial y Sociedades Políticas de la Universidad Autónoma de México.
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