Cela, minero de la realidad
Camilo José Cela se nos aparece siempre -en la obra y en la vida- como el gran imaginativo. Es aquel que acierta a unir y amalgamar entre sí elementos dispares e imprevisibles. Cela extrae del mundo de lo que se ve el mundo de lo que no se ve. O, lo que es lo mismo: atina a combinar, en hermosa armonía, lo antagónico. Hace, de lo que sustancialmente se repele, unidad de ligazón con arreglo a una lógica que no es estrictamente racional. Por eso este escritor, tan funambulesco y contra toda apariencia, respeta profundamente la realidad en torno. Esa realidad que es su punto de partida y en la que, indefectiblemente, se apoya. La realidad realidad, esto es, la realidad cotidiana y consabida. La del tunante Doolitle y la del estudioso Higgins: "¿Es usted un hombre honrado o un granuja?". "Mitad y mitad. Como todo el mundo", contesta el primero. Porque Doolitle, que está instalado en el ámbito abierto de la existencia, acepta las presiones morales un poco sub conditione, mientras que el profesor las acoge por modo absoluto, esto es, incondicionado. En el fondo, el pícaro es un aceptador universal de lo que hay, de la vida sin más, de lo que es razón y de lo que no lo es. En el truhán hay, pues, acomodo y reverencia. En el intelectual, exigencia.La mezcla sabia de ambos estratos es el secreto de Camilo José Cela. De ahí ese aire entre pícaro e ingenuo que los decires del novelista ofrecen. Son sus ocurrencias salidas de tono, es decir, disonancias. Afirmaba Baudelaire -grande y exasperado imaginativo- que "la imaginación es el reino de lo verdadero, y lo posible, una de las provincias de ese reino". Pues bien, Cela es un decidido y audaz explorador del mundo de lo posible que arranca, incontenible, del horizonte de lo verdadero. Dicho de otro modo: Cela extrae de lo que es real, complicadamente real, -le vrai de Baudelaire- todas sus posibilidades de imaginaria existencia y, a fuerza de perforar en esos túneles, obtiene de la oscura materia, de la negra veta, fulgores espléndidos: los diamantes de sus hallazgos literarios -o los codazos sorprendentes de sus personales figuraciones: Camilo José Cela es un minero de lo real.
En eso consiste, según yo pienso, la específica creación celiana. Que desemboca, finalmente, en un afilado diagnóstico del mundo. A través de lo verdadero, Camilo José Cela diagnostica lo posible. Y todo es posible: el crimen atroz, la aberración absoluta, en suma, lo inconcebible, esto es, la fauna abigarrada y desconcertante que por la vida pulula. Y toda, radicalmente toda, queda atrapada en forma inmisericorde en el cedazo imaginario del arte de escribir y del arte de vivir de nuestro hombre.
¿Y cuál es la consistencia de ese cedazo? Pues, sencillamente, el mundo de las palabras. Pero las palabras nacen por invención popular o por el trabajo de los escritores. Por eso, la libertad imaginativa -la provincia baudelariana de lo posible- anda obligada a reconocer ciertos límites infranqueables: justo, los del lenguaje. Las palabras son la herramienta del picador en la mina. Las palabras ejecutan su oficio comunicador, pero el oficio obedece, por pura necesidad interna, esto es, por la específica estructura de la herramienta, a energías que, nada más nacer, ya imponen determinadas inhibiciones. Las palabras trabajan y no se cansan. Mas, con todo, no les es posible traspasar el horizonte de lo inefable. Después de las palabras está el silencio. O quizá fuera más exacto afirmar, con Merleau-Ponty, y a través del eco de la intersección de lo que no son palabras, es decir, en los silencios. Entendemos a través de silencios. Entendemos a través de lo que Ortega denominó "lo inefado".
Pero, a pesar de todo, cuando el escritor lo es de verdad, no puede resignarse a ser encorsetado. Por eso retuerce las palabras, las deforma, las inserta-en contextos inesperados, o las saca de los usos nefandos y logra, merced a tales expedientes, que ellas mismas se tornen más expresivas, más convincentes, más sugeridoras. En último análisis, también las palabras están al servicio de la libertad imaginativa. Si Esquilo bautiza a la llama como "tirabuzón de doble filo", está usando las palabras con absoluta libertad imaginativa, porque así ellas se encaminan al juego cambiante del fuego y de él obtienen algo que solidifica la dinamicidad ígnea y, al tiempo, respeta su constante movilidad. De ese modo queda apresada, en la bella metáfora, la esencia misma de los dominios de Hefesto. El tirabuzón de doble filo convierte en intemporal lo transitorio, lo fugaz en permanente. La realidad es la misma, pero su manifestación comunicativa difiere. Y así, uno de los cuatro elementos clásicos se nos presenta, gracias a la literatura, como lo apresable, como algo que podemos tocar y gozar. En definitiva, algo de lo que podemos tomar posesión, posesión parsimoniosa y sugeridora. Mas antes fue menester considerar la realidad objetiva del fuego. La que en forma de llama ante nuestros ojos oscila, incontenible, devastadora, hipnotizante. Fue necesario, pues, atender con todo respeto al entorno para superarlo sin anularlo. Para darle consistencia más allá de todo devenir concreto. Así penetra la llama en nuestra intimidad, incitándola sin destruirla.
Por este camino de atención a la realidad van los pasos de nuestro novelista. Cela consigue concertar una curiosa danza entre las palabras y las situaciones a las que sirven, las situaciones en las que se insertan, de tal forma que, al finial, ya no sabemos a ciencia cierta lo que es encanto textual y lo que es encanto argumental.
Las palabras, las duras palabras de Camilo José Cela, forman matrimonio indisoluble con los aconteceres del relato. Y éste es el camino en el que el escritor, nuestro escritor, convierte lo posible en verdadero. Estamos ahora en el reino de la creación, esto es, en el reino de las epifanías que nos muestran súbitamente algo distinto a lo de siempre. Que suscitan ante nuestros ojos lectores capas nonatas de la existencia. En las que Cela ni dice, ni deja de decir. Simplemente, "indica por medio de signos", como acontecía en Delfos. Como acontece en todo auténtico escritor. ¿Por qué? Pues porque en la espalda de sus drásticos decires está lo que importa, a saber, el silencio expresivo. El aura de la literatura.
Pero aquí, en el reino de la imaginación, en el reino de la libertad creadora, hay que pagar quiñón a algo profundamente, conmovedoramente humano. ¿Qué es? La decisión, es decir, aquello que más de raíz define la nobleza de la criatura humana. Pues para llegar a los extremos de la expresión literaria, para llegar a esas extremosidades, ha sido necesario, antes, decidirse a escribir, decidirse a bajar a la mina. Tarea nada cómoda, ni fácil. Escribir de verdad, esto es, huir del remedo y de lo que es moda, o simple facilidad de oficio, exige un grado fuerte, y también heroico, de vocación y, cómo no, de convicción. Pues hay vocaciones que se frustran por falta de fe, ya que a lo que es llamada, a la vocación, debe seguir la ascesis del trabajo diario. A la inspiración, al estro, al tábano aguijoneante, sólo se le neutraliza en la labor cotidiana y callada de la que poco a poco emerge la obra literaria. Es el trabajo en el túnel, a solas, en la oscuridad cruel apenas tanteada por un hilo tenue de esperanza. En Camilo José Cela hay un esforzado y sistemático trabajador que tiene la virtud de no trasparentarlo.
Y he aquí cómo un hombre contradictorio, brillante y locuaz, se transmuta en una persona firme, rectilínea, esforzada y silenciosa. ¡Quién lo diría! Pero si nos sumergimos en sus libros, y pasadas las iniciales emociones lectoras nos dedicamos a escudriñar con calma en las entrañas de lo leído, inmediatamente nos sorprenderá la evidencia de ese doble proceso creador: de una parte, la desbordada imaginación, y de otra, la exuberancia léxica. Camilo José Cela imagina. Imagina constantemente, no para de imaginar. Tanto y tan a fondo lo hace, que bien se ve cómo su lenguaje es, básicamente, su nuevo producto imaginario. Un producto imaginario que salta por encima de todas las convenciones, que las anula y las borra del mapa. Que es lo que, en última instancia, hacen los verdaderos creadores.
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