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LA JORNADA DEL SÁBADO

Luis no rompió la mala racha del Barcelona

Santiago Segurola

El Barcelona no advirtió en San Mamés la labor terapéutica de Luis, firme partidario de la charla grupal como método curativo de choque. La crisis del Barça puede alcanzar un carácter histórico. Por la Catedral pasó un remedo de equipo, incapaz de hacer notar un detalle de grandeza en todo el partido. Más que charlas recuperativas, Luis tendrá que hacer uso del rito y el rosario. Muchas novenas harán falta para levantar a este equipo.

Luis dejó ver que el fútbol agradece los detalles de estilo. El taciturno entrenador colocó a Clos en la alineación y se guardó a Roberto. Colocó al rubio junto a Lineker, a batallar con los muchachotes bilbaínos, y retrasó levemente a Carrasco con la intención de sorprender en los contragolpes a la defensa rojiblanca. Tenía noticias Luis de la falta de personalidad de la zaga rival, todavía novel y sin cuajar.

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Todos los argumentos de Luis se desbarataron en el segundo minuto. Un balón que corría perdido hacia la línea de fondo fue perseguido por Gallego. El excelente interior tuvo la opción de dejar que la pelota saliera -hubiera significado el primer córner del partido-, pero prefirió jugársela y centró forzado ante la pasividad de la defensa barcelonista. El balón salió raso, al borde del área, listo para Joseba Aguirre, que enganchó un trallazo soberano.

El gol marcó el carácter del duelo. El Barcelona, que no está para aventuras, no pudo sobreponerse en todo el partido, por mucha voluntad y tozudez que pusieran sus jugadores. Más que nada, en las filas de Luis predomina la confusión. Nadie se hacía cargo del liderazgo en la hierba. Schuster, que volvía a su temida Corea, practicó un juego descafeinado. Muy retrasado, se sacaba el balón de encima sin demasiada enjundia. Parecía atenazado por el fantasma de Goikoetxea, el síndrome que le provoca el antiguo central bilbaíno, esté o no esté presente en San Mamés. Además, Kendall se empeñó en complicar la estrategia del Barça y situó una defensa con tres centrales -Salinas, Ferreira y Andrinua- y dos laterales adelantados -Ayarza y Urtubi- En el medio, un pequeño general Mac Arthur para Schuster: Elguezábal.

La ecuación se le atragantó al Barcelona, que tuvo que soportar el tremendo partido de Ayarza, Salinas, Gallego y Argote. El extremo estuvo fantástico hasta que se le acabó el oxígeno. En todo instante supo elegir la jugada que convenía. Su demostración le sirvió para mantener descontrolada a la defensa del Barça durante todo el primer tiempo.

Atacado por una pesadez de cemento, el Barcelona se movió sin recursos, corajudo, pero desinflado; trabajador, pero con escasísimas luces. Un equipo muy herido. Las penurias azulgrana sólo encontraban consuelo en las arrancadas de Carrasco, no siempre afortunado en sus correrías, pero siempre dispuesto a correr la banda y centrar al punto de penalti. Las acciones ofensivas del Barça fueron casi siempre muy desangeladas. Sólo un tiro de Schuster en el comienzo del segundo período, que Urtubi sacó a duras penas bajo el larguero, sobresaltó a la defensa vasca, en medio de la cual se elevó Salinas, que brindó una de las actuaciones más majestuosas que se recuerdan en la Catedral.

Cuando se agotaron las reservas del Athlétic, allá en la mitad del segundo tiempo, Salinas emergió como un coloso, bien ayudado por sus jóvenes compañeros de zaga. Sorprendentemente, el Barcelona fue incapaz de aprovechar los grandes espacios libres que dejaron los agotados centrocampistas del Athlétic.

Resulta que el Barcelona tiene un problema de terapia de grupo y un espantoso conflicto con la preparación física. Demasiado trabajo para un entrenador. Quizá haya llegado la hora de un mago.

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