Matrimonios
Las repetidas noticias sobre las dificultades que algunos homosexuales españoles encuentran para poder casarse por la Iglesia o por el Estado me entristecen por un doble motivo. Ante todo, porque no entiendo cómo una sociedad democrática puede oponerse a la homologación administrativa de parejas homosexuales. Pero también me entristece que gente tan luchadora, tan humillada y ofendida, tan fuera del juego de la moral convencional como suelen ser los homosexuales, caigan en la trampa del matrimonio.En un momento en el que el matrimonio se muestra como un vínculo afectivamente obsoleto y administrativamente peligroso, parece un empeño prehistórico el querer convertirlo en una reivindicación de la libertad sexual. Se me hace difícil imaginar a muchos de los sensibles, inteligentes y cultos homosexuales que conozco pasando por las horcas caudinas matrimoniales y prestándose a una ceremonia que en realidad sólo sirve, y no siempre, para que las empresas te concedan unos días de vacaciones. Todas las rutinas que dan sentido a la convivencia de una pareja, desde pagar los plazos de la máquina lavaplatos hasta adquirir un nicho en propiedad, están al alcance de un dúo homosexual, incluso la peripecia procelosa de una luna de miel en el Monasterio de Piedra o en Palma de Mallorca. Claro que si estás casado legalmente puedes meter a tu pareja en la Seguridad Social, pero tal como se está poniendo el Estado asistencial, empieza a ser más una amenaza que un factor de seguridad.
Como me resisto a creer que los sensibles, inteligentes y cultos homosexuales que conozco estén interesados realmente en el turbio negocio matrimonial, presumo que su reivindicación es meramente provocativa y que quieren casarse para permitirse la gozada del divorcio. ¡Cuidado! No es tan fácil. Luego hay que repartirse el tresillo y el tú y yo, y pocos, muy pocos, homosexuales o heterosexuales, saldan el pleito generosamente diciendo: "Devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo demás".
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