Testimonio
Recibo una carta. Viene de la Costa del Sol, de esas mismas playas de las que usted quizá acabe de llegar, las maletas aún abiertas y escupiendo toallas arenosas, ropa sucia y desgana. La carta, digo, está escrita por una empleada de un hotel estupendo. Se dedica a limpiar. Es una de esas mujeres que usted no vio, que nunca vemos. Sombras en bata azul que recogen las basuras de nuestro ocio.Cuenta esta chica el inframundo que se esconde bajo los vestíbulos de mármol, las mullidas alfombras, las piscinas turquesa. Sueldos ínfimos, contratos salvajes. Un trabajo de sol a sol sin días libres. Cuartuchos insalubres y minúsculos en los que se hacinan seis o siete personas. Es la miseria de la escalera interior, la servidumbre.
Ahí están, aprovechando los meses de temporada, dejándose la vida para arañar algún ahorro cara al invierno. No hay seguridad en el empleo, y la continuidad depende de la docilidad, del embrutecimiento asimilado. Cuenta mi informante cómo las empresas tienden a contratar a las gentes más desprotegidas, personas procedentes de pequeños pueblos de Granada, de Jaén; de la hambruna andaluza, del analfabetismo. Para que trabajen como mulos de carga sin saber responder a los abusos.
Mientras el Estado cuenta con regocijo avaro las divisas que ingresan los turistas; mientras todos comentamos, fanfarrones, los millones que mueve nuestro sol, hay una legión de desposeídas que limpia, pule, rasca, friega y frota en condiciones inhumanas. Son las hacedoras del milagro turístico. Un ejército oscuro en el subsuelo.
Cuenta la mujer de la carta que, en los cinco años que lleva en el hotel, jamás se ha acercado nadie a inspeccionar oficialmente la situación en la que viven: el inmundo dormitorio, las duchas roñosas, las jornadas de trabajo agotadoras. Haga usted memoria: quizá viera a mi informante en sus recientes vacaciones, quizá fuera esa sombra imprecisa que se llevaba sus sábanas sudadas. Porque no las vemos y no las recordamos. Pero existen.
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