MANUEL FRAGA IRIBARNE Sociedad abierta y sistema democrático
En el sistema de valores aceptado por la cultura política de los países desarrollados de hoy hay dos principios que no se discuten, independientemente de que en la práctica luego se cumplan más o menos (o, si se quiere, con sus más y sus menos).Los dos principios son la sociedad abierta y el sistema democrático. La primera hace referencia a un sistema de libertades reales, apoyado en la ley y, sobre todo, en la costumbre, defendido por los tribunales y, sobre todo, por la propia opinión pública. La experiencia demuestra que la apertura de una sociedad se apoya en un orden respetado por la mayoría, y que las libertades han de inscribirse en una atmósfera de mutuo respeto y de un engranaje institucional que nada tiene que ver con el anarquismo libertario, sino que están opuestos por diámetro.
El sistema democrático hace referencia a que las grandes decisiones políticas se tomen de acuerdo con la mayoría de los ciudadanos. Comoquiera que la vida política y administrativa exige numerosas decisiones, la mayoría urgente, la única manera de lograr un sistema democrático es un procedimiento que, en plazos razonables, obligue a los gobernantes a someterse a la posibilidad de un cambio por otro equipo alternativo. Obsérvese que en ese momento el equipo dirigente puede ser confirmado e incluso obtener perdón o indemnidad de sus errores, si ofrece un saldo razonable y credibilidad para el futuro.
Karl Popper [*], como Friedrich Hayek y otros centroeuropeos, comprobaron en su propia experiencia que el sentido pragmático de los anglosajones ha funcionado, en relación con ambos temas, mejor en la realidad concreta que ciertos dogmatismos progres y facilones del continente. Con menos enumeraciones de derechos y libertades, en el mundo británico la libertad es muy real; allí hay pocos marxistas, pero Marx y Engels pudieron allí desarrollar libremente su sistema ideológico, lo que no hubieran podido hacer ni en la Rusia de los zares ni en la de ahora (perestroika incluida). Y el sistema político permite gobernar, ganar (y perder) guerras y debelar al terrorismo, pero antes de cinco años hay que someterse a una elección general.
Y aquí entramos en el problema clave del sistema electoral. No tengo duda alguna de la superioridad del sistema electoral mayoritario sobre los diversos sistemas de representación proporcional. Las razones las he expuesto en múltiples ocasiones. En primer lugar, una razón de experiencia, siempre capital en política: los países que lo han mantenido se han defendido mejor, lo mismo en tiempos normales que en épocas de crisis. Los ingleses (que fueron también los inventores de sistemas sofisticados de representación limitada y proporcional) volvieron a lo tradicional y les fue bien. La historia política de Francia confirma que los regímenes más débiles han sido los que han funcionado con la proporcionalidad.
En segundo lugar, hay una clara diferencia entre la representación directa de un distrito por una persona concreta y la vaga relación de los miembros de una lista con una provincia entera. En el primer caso, no hay más remedio que ocuparse y pasar allí los fines de semana, en el segundo, la responsabilidad y el concepto mismo de representación se diluyen.
En tercer lugar, la relación del partido político en la doble dirección de los representados y los representantes es más correcta. La burocracia del partido no impone, sin más, sus listas; un diálogo triangular da lugar a una dialéctica más auténtica.
En cuarto lugar, se limita el margen de las aventuras personales y de las intrigas caciquiles. El que se descuide no sale, y hay que reunirse en pocas formaciones, grandes, estables y responsables.
En quinto lugar, se clarifican las relaciones entre Gobierno y oposición; el pueblo sabe lo que vota; no hay funambulescos cambios de pareja; la vida política se vuelve más estable, más segura y más digna.
En sexto lugar, así como es más fácil hacer una mayoría y, en base a ella, un Gobierno firme, es también más fácil cambiarla y poner otro Gobierno, si las cosas no van bien. Por otra parte, un Gobierno firme y una oposición responsable tienen menores tentaciones de demagogia y de manipulación.
Volviendo a la experiencia, las cosas que hemos visto en los últimos años en España, en la vida interna de los partidos o en las combinaciones municipales, distan mucho de ser ejemplares. No creo que sea el único factor, pero ciertamente el sistema electoral no ha sido precisamente un elemento positivo de la estabilidad ni de la ejemplaridad política.
Las instituciones democráticas se beneficiarían ampliamente de una legislación electoral que, en primer lugar, simplificara y redujera el número (hoy excesivo) de convocatorias electorales. Por otra parte, ello reduciría los hoy excesivos gastos de los partidos a un nivel razonable. Luego el sistema mayoritario haría más útil el voto, permitiendo pura y simplemente confirmar el Gobierno y cambiarlo.
En materia política no existe la frecuencia modulada. Hay que dar notas claras e identificables; hacen falta instituciones robustas y responsables. Los hombres y las mujeres distamos mucho de ser perfectos; cuanto menos se preste el sistema a la picaresca, mejor. Cuántas veces se ha visto aquello de "voy en la candidatura si colocas a mi hijo", y así sucesivamente. Un sistema claro y transparente de fuerzas políticas es la gran cuestión previa a todo perfeccionamiento ulterior.
Volviendo al punto de partida, sociedad abierta y sistema democrático son temas serios y complejos. Sólo funcionan dentro del orden y la paz, del mutuo respeto, de la buena educación, de lo que nos separa de la barbarie. No florecen en medio del griterío de la demagogia, de la pillería; son consecuencia de la seriedad, de la madurez, del civismo, de la responsabilidad, de la tolerancia, del sentido común. La guinda de todo ello es la moderación y un sistema político serio, basado en el equilibrio y en el deseo mayoritario de seguir adelante, sin exageraciones ni griterío. Ese es el fondo de la cuestión, y es hora de ponerse ya a tratar en serio de la misma.
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