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Tribuna
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LECTURAS DE VERANO

Manuel de Lope (Burgos, 1949) es uno de esos escritores transeúntes cuya obra refleja la visión del que ha visto el mundo. A partir de la década de los sesenta, sale de España y viaja y se establece en distintos países europeos, en los que realiza diversos trabajos. De esa pulsión itinerante no ha regresado todavía. Actualmente vive en Provenza (Francia). Su última publicación, Jardines de África, fue una sorpresa para el lector español, que se encontró ante una obra donde la comicidad estaba lejos del casticismo habitual. En La fortuna del Tigre se cuentan los desastres de un hombre cuyos empastes dentales funcionan como transmisores de radio.

La fortuna del Tigre

Mi amigo Julio, a quien llamábamos el Náufrago, comentaba la suerte diversa que puede correr la fortuna de un hombre sin principios. Le dije al Náufrago que el hecho de hacer fortuna no traía aparejada una claudicación de la persona, y que otras facetas podían considerarse, tales como el amor, la generosidad o la capacidad de admirar paisajes desconocidos. No excusaba tampoco los deseos de paladear nuevas bebidas. Yo siempre he soñado con un viaje. El Náufrago, por el contrario, sostenía que el mundo es un salón. Entre el dilema de cambiar de butaca o salir a pasear, intenté convencerle con la historia de otro amigo.Conocí al Tigre en París, poco después de que una mujer le hubiera hecho perder la razón, poco antes de que otra mujer, en todo similar a la primera, le hiciera perder el sentido, y entre ambas demencias, que el Tigre soportaba con la impaciencia de un viajero entre dos trenes, un dolor de muelas no le dejaba dormir. Era un riojano fornido, alto y pechudo, con una sonrisa llena de iniciativas y un bigote que, como la sonrisa, actuaba de instrumento de seducción. Tenía una bondadosa manera de cruzar las manos, en lo cual se notaba que había sido seminarista. Este detalle le interesó al Náufrago, que me pidió una demostración pastoral de la forma que tiene el clero de ensamblar los 10 dedos. En el caso del Tigre, sin embargo, eran manos que mejor que el cáliz hubieran alzado un copón de 10 kilos, y mejor que la custodia, una portería de baloncesto. En La Rioja los seminaristas le dan fuerte a la pelota y de ello resulta, si se ordenan, párrocos de manazas descomunales y temibles sacerdotes capaces de tumbar una fila de confesonarios de una sola bofetada. Pero esas manazas calludas, hechas para dar la comunión a una bandera legionaria, en sus momentos de asueto tejen una pacífica cestilla sobre el vientre con la misma unción que lo haría un doméstico de la Curia Romana. El Tigre cruzaba las manos para explicar, balanceando con melancolía la cabeza, que sin una mujer, la vida, aunque mucho más sensata, carece de sentido, y que el dolor de muelas, de todos los azotes de la humanidad, es el más implacable.

Vivía entonces en la Rue Dupleix, no lejos de la Torre Eiffel. El lugar estaba muy bien emplazado, pero era su tortura. Un empaste de plomo y plata que le habían hecho le mantenía en vela desde hacía una semana. Aquella aleación, por razones que no acertaba a comprender, funcionaba como un transistor, y captaba de forma débil pero precisa (como el ensayo de una orquesta microscópica) las emisiones musicales en frecuencia modulada del repetidor instalado en la torre. El radio de acción de su mandíbula era de unos 1.200 metros. La frecuencia, de unos 92 MHz. Para explicarlo mejor abría la boca y pretendía que escucháramos. En el silencio absoluto sólo se oía el palpitar de su corazón y el lejano rumor del tráfico sobre la oquedad del puente de Iena. Probablemente hubiera sido necesario acoplarle un amplificador. Su caso no me extrañaba. Una tía mía, que tenía un puente, podía escuchar bajo ciertas condiciones meteorológicas las comunicaciones militares de la base de Torrejón de Ardoz, y eso la mantenía constantemente en estado de alerta, y cuando yo le dije que su caso podía interesar a alguna potencia del Este guardó la dentadura postiza en la caja fuerte de un banco y comenzó a fumar larguísimos cigarrillos con boquilla dorada. Alguien le dijo al Tigre que se hiciera otro empaste simétrico al primero, para captar las emisiones en estereofonía. No sabía si considerarse a sí mismo un prototipo de nueva tecnología en ortodoncia o un miserable golem controlado por altas potencias radiofónicas. Luego optó por fingir un aire ausente. Quién sabe si la mística primitiva del riojano no encontraba materia de meditación en esas voces interiores, y esos húmedos conciertos a capella, y esa recurrente actualidad que cada hora, con los noticiarios, le recordaba como un memento mor¡ la inevitable fatalidad de la vida humana, "holy void of uncreated emptiness".

TARDES Y NARANJAS

El Tigre, como yo, era un gran devorador de fruta. Pasábamos las tardes delante de una cesta de naranjas, el Tigre escuchando.música, y yo leyendo unas memorias. En aquel tiempo yo leía memorias de gente con futuro, siempre escritas, como decía Vittorio Gassman, cuando ya el futuro se hallaba a sus espaldas. Más tarde me fue dado leer las memorias de gente sin futuro, que también hay quien considera necesario dejar por escrito la futilidad de su pasado. Comparando he llegado a la conclusión de que las experiencias valen por sí mismas, y la no-experiencia tiene incluso la propiedad maleable, orgánica y viciosa de todo lo que no es trascendente. Lo más interesante de Rousseau no es El contrato social, sino la forma que tiene de -contar en las Confesiones sus problemas de vejiga.

Así pues, el problema dental del Tigre consistía en no poder cambiar de emisora. Por las noches, dando un largo paseo, nos llegábamos hasta el Arco- de Triunfo, donde ya su empaste perdía la sintonía. Allí, entre los grandes reflectores que hacían levitar el pesado monumento unos palmos por encima del nivel de la calzada, leíamos los nombres de las grandes batallas de Napoleón. Nos enternecía encontrar sobre el mismo mármol el nombre de Astorga tan cerca del de Austerlitz. Aquello era una guía Michelin de todas las campañas del emperador, de Vigo a los Urales. Si Napoleón hubiera dispuesto del ferrocarril hubiera logrado la unificación de Europa, lo que Hitler no logró ni con el ferrocarril. Por los azares del orden alfabético el nombre de Gamonal aparecía grabado entre dos batallas rusas. Le expliqué al Tigre que Gamonal era un pueblecito cercano a Burgos que yo conocía bien, y en el atrio empedrado de su iglesia formaban dibujo, intrustadas en el diseño de los guijarros, las vértebras de los franceses muertos en la batalla. "Pero la derrota fue nuestra", dijo el Tigre. No importa, dije yo, los huesos de los franceses allí están para que todo el pueblo los pise al entrar a misa. "Somos un país que no perdona", dijo el Tigre. Sobre todo a Napoleón, dije yo.

Luego volvíamos a casa, donde nos esperaba el aroma de las cáscaras de naranja, y al Tigre las noticias de medianoche. Con el cierre y fin de programa llegaba la hora de las confidencias.

Yo no sabía lo que habían sido aquellos años de su adolescencia en un seminario húmedo donde se escatimaba el pan, donde hasta los santos en sus hornacinas eran gente flaca. Cuando colgó la sotana hizo la mil¡. Nunca el Tigre había estado ,en contra del servicio militar, porque dígase lo que se diga, en el Ejército la comida siempre ha sido sana y abundante, y no puede decirse lo mismo de la Iglesia. Eso sí, quien mejor vive en una brigada es el capellán castrense, añadía señalando una posible síntesis del sable y la sotana. Pero él nunca hubiera podido ser capellán castrense por culpa de las mujeres.

LA MUJER IDEAL

Pasaba entonces a describir la mujer ideal, formada por todas aquellas que se habían cruzado con él durante el día. A todas ellas les hubiera pagado con gusto una cerveza, por averiguar algo más, por añadir una suma integral de comentarios a su descripción muda y algo estática. "A mí lo que me falla son las primeras palabras, mademoiselle...". "Es algo tan ridículo". "Dices mademoiselle y parece que se te corta todo".

Se detenía un instante. "Escucha".

Le llegaba una frecuencia pirata. Levantaba los ojos al techo con un dedo suspendido en el aire.

"Creo que era un radioaficionado", concluía.

Otra característica del Tigre, que nada tenía que ver con su

La fortuna del Tigre

paso por el seminario y mucho, me sospecho, con la frecuentación de ciertos burdeles en el barrio adecuado de Logroño, era la necesidad inmediata de dinero, de dinero en fuertes cantidades, cuando se trataba de seducir a una mujer. Yo estaba leyendo entonces las memorias de un gentilhombre veneciano de quien no sabía decir si era hombre de importancia o un intrascendente botarate. Intenté sacar de aquellos volúmenes alguna conclusión que pudiera servir al Tigre de línea de conducta, es decir, que resolviera esa feroz alternativa entre no tener dinero y buscar el amor. Pero parece que los tiempos han cambiado, y lo que hace dos siglos necesitaba sutiles estratagemas, hoy día lo resuelve un riojano en un plazo más breve, y sobre todo en muchas menos páginas, que Casanova. El Tigre cambió su habitación por otra que no estaba en sintonía con su empaste. Se instaló en el distrito XIV, no lejos del Observatorio. Tras una semana de ansiedad en la cual le pareció captar el bip-bip de algún satélite, se dispuso a dar un sentido a su vida. "Ya sabes lo que quiero decir". Me figuré que lo que quería decir estaba relacionado con su miseria sentimental y económica. Nos quedaban muchas cestas de naranjas por pelar. "Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados", decía el Tigre desovillando naranjas. Tanta vitamina C no podía ser buena para la salud. "Casanova", dije yo, "comía docenas de huevos". Pero tampoco el abuso de huevos podía ser bueno para la salud.DISTANCIA

Así quedaron las cosas, indecisas en lo referente a la alimentación. En cuanto al sentimiento, el Tigre y yo nos distanciamos. Con las páginas de Casanova rellené un sofá al que faltaba borra. Resultó más confortable. Luego llegó a mis manos el diario de una cortesana japonesa en edición británica, y mis noches con ella fueron dulces, y sus confidencias me ayudaron a pensar las cosas de otro modo. De otro modo. En Oriente el sentimiento es una exquisita descripción. La gata de la emperatriz se llamaba Lady Myobu. En un hombre es adecuado saber tañer la flauta. Y muchos cerezos. Muchísimos cerezos.

Durante algún tiempo circularon entre el Tigre y yo amplias corrientes de aire, quiero decir que llegaba a transcurrir un mes sin que nos viéramos, y a continuación una semana, o dos sin recibir noticias. Las estaciones se suceden, y otra fruta madura en los frutales. Todos sabemos que la memoria está compuesta por igual de espacios compactos y de tenues e insensibles oquedades. Un escritor español de renombre no duda en afirmar que el tiempo es discontinuo, como la materia, "y en su seno existen vacíos cerrados e incomunicados como las burbujas en el líquido". Digamos que el Tigre frecuentaba burbujas diferentes de las mías, o estando yo encerrado en una bola de cristal no advertí cómo el Tigre se sumergía en aguas más profundas, y remontaba ala superficie traficando con perlas y corales para quien yo por entonces ignoraba.

Pero si se trata de saber el origen de la fortuna del Tigre, eso no tiene nada que ver con la pesca submarina. Yo trataba de explicar que la fortuna era injusta, o al menos parsimoniosa, y el Tigre se impacientaba. No basta con,sobrevivir, decía, y en eso se notaba que era un verdadero hombre de negocios. ¿Y la revolución? No se puede hablar de revolución con un capitalista in péctore. Se hacía, pues, el silencio durante una semana más. También puede ser, pero eso debería decirlo de otro modo, que me intrigara el aspecto que podía ir tomando mi propia vida. Eso es algo que sucede cuando los vacíos se encadenan de tan alarmante manera que ya parece que no queda tiempo por perder.

Descubrí en el Jardín de Aclimatación la galería de las Osamentas, de las que cabe preguntarse qué durísimo proceso han sufrido hasta ser de ese modo aclimatadas. Eran grandes construcciones que un día soportaron carne de elefante o de jirafa. ¿Qué relación podía existir entre mis lecturas y aquel polvoriento paraíso de la Radiografía? Una osamenta de ballena del tamaño de un tren de mercancías flotaba en el espacio ceniciento, suspendida bajo la cúpula, rescatada de un océano de ácido sulfúrico. Un famélico lagarto antediluviano, reducido a la más extrema necesidad, fingía alcanzar las ramas de un baobab de cartón. Fueron unas semanas turbias. Los cerezos en flor de las laderas del Fusiyama se transformaban en sólidas prótesis de monstruos extintos. No hubiera podido comer fruta con el Tigre sin que habláramos de la decrepitud y la muerte.

Otros pensamientos menos destructores me guiaban al Invernadero tropical. Quizá en el Japón imperial y en la memoria de mi cortesana florecía el tiempo perpetuo de los cerezos, pero en un París de marzo, con ráfagas de viento que parecían acudir a una reunión de metales oxidados y cuchillas de afeitar, se agradecía el tibio y húmedo esplendor de aquel salón translúcido que encerraba tanta jungla domesticada. Se respiraba un aroma de lujo ecuatorial que despejaba la ceniza del cerebro. Acabé preguntándome cómo traducir con delicadeza y precisión la palabra sassafras (suponiendo que fuera flor que yo pudiera llevar en la solapa).

"There in the sky / Wheré the paths of summer and autumn cross, / A cooling wind will blow from many sides / Combing the sassafras".

Es de imaginar que con semejantes nostalgias, perdido en un laberinto de cocoteros en maceta, el riojano decerebro pragmático me aconsejaría salir a tomar unas cervezas.

EN EL INVERNADERO

Aquella tarde dejé una nota en casa diciendo al Tigre que me encontraría en el Invernadero. Como todos los buenos amigos, el Tigre me consideraba objeto de atención, y me reducía al mismo tiempo al estado de arpillera. Debe funcionar un mecanismo de compensación. Apareció detrás de un aguacate haciendo ostentación de un fajo de billetes tan tupido com.o la vegetación que nos rodeaba.

El Tigre comprendía las razones, melancólicas y meteorológicas, que me llevaban a buscar refugio en aquel lugar. Lo comprendía perfectamente, dijo evitando un sospechoso rincón donde crecía una interesante especie de inflorescencia fétida. Pero desde que había conocido a Jane, Jane, ángel, no podía compartir comnigo esos extremismos sentimentales casi adolescentes (los de la soledad), o francamente misóginos (nunca arreglaría yo mi situación entre un almacén de huesos y un vivero).

"Pero yo no tengo ninguna situación que arreglar".

El Tigre se encogió de hombros precediéndome por el semillero de plantas carnívoras.

"Allá tú". Pero me advertía, a la vez que tropezaba con una palmera enana de la variedad Chamoerops humilis, que yo no podía seguir siendo toda la vida un asistido en todos los órdenes.

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La fortuna del Tigre

Viene de la página anteriorY cuando mi padre, ese bendito, se enterara de que perdía el tiempo memorizando nombres de estúpidas palmeras en lugar, como suponía, de estar convirtiéndome en hombre de provecho, corría el riesgo de que me cortara los víveres, ocasión también para que yo me cortara la coleta y me pusiera a trabajar. Y cualquier mujer que supiera mi afición casi enfermiza por las osamentas, a pesar de que el amor perdona muchas excentricidades, me volvería los omoplatos. Mientras que él, el Tigre, podía permitirse el lujo de llevarme en coche a tomar una copa donde quisiera. Y pasarme un par de billetes si los necesitaba. Y se acabó la fruta. Odiaba la fruta. La sola mención de la huerta de Valencia le hacía vomitar. En Hippopotamus, dijo juntando las manos, servían unos filetes del espesor de dos manos ensambladas.

Un buen mazo de carne me dejaría como nuevo, dijo subiendo al coche. Luego puso el contacto mirando el reloj. Dentro de hora y media tenía que estar en Orly. El Tigre no iba a tomar el avión, pero Jane trabajaba en una agencia de viajes.

TIBIA DE MAMUT

En la galería de las Osamentas una mujer marcó la estatura de su hijo con un lápiz de labios en la tibia del mamut, y allí estará ese trazo, siendo ese niño quizá ahora ingeniero. La desmesura del gesto me sorprendió, como si Hamlet, delante del cráneo de un iguanodonte, meditara sobre eras geológicas, en lugar de limitarse al efímero espacio de una vida. Para resumir la angustia existencial se necesitan tres cosas: un niño, un mamut y una barra de carmín. "Sobre todo una barra de carmín", dijo el Tigre, a quien encantaba ese detalle. "¿Puedes imaginar desafío más elegante que el de marcar la estatura de un mocoso sobre un hueso milenario?". "Busca, busca y hallarás".

"¿Elegante?". El Náufrago, al escuchar esta anécdota no creyó que yo había acertado con la palabra precisa. En primer lugar porque la importancia simbólica de un gesto no se mide por esas frivolidades, y en segundo lugar porque le parecía un acto de vandalismo ir causando desperfectos, por elegantes y metafísicos que fueran, en un material de propiedad colectiva destinado a la instrucción pública. Y no sólo eso. Hamlet, que en cierto modo también pudiera considerarse propiedad colectiva, no ganaba nada con ser colocado ante el dilema existencial de un saurio.

"¿Era guapa la mamá?", preguntó el Tigre mientras nos dirigíamos a Orly.

"No estaba níal", concedí.

El Tigre era un vividor y el Náufrago un moralista. Así que el Náufrago jamás lograría hacer fortuna.

Nadie puede suministrar una receta esencial de vida. Ni nadie posee una patente de ingenio que le permita decir, como la estatua de la Libertad sobre un islote, aquí he llegado yo. El Tigre conducía rumbo al aeropuerto como si hubiera tendido un puente sobre mundos inferiores, olvidados purgatorios alejados de la luz, donde la gente escuchaba demasiado la radio y donde se comía demasiada fruta. El atardecer abría delante de sus ojos rutilantes perspectivas de extrarradio. Me preguntó: "¿Tú qué harías en la vida si te cayera de repente un buen paquete de dinero?". Era ésa una cuestión que muchas veces me había planteado. En el cine los gánsteres y gente de pasta aparecen a menudo tomándose una sauna o en una sesión de masajes. "Afeitarme", dije al Tigre, siendo mis pretensiones más modestas. El Tigre me miró la barba de dos días.

Por supuesto. Precisamente se le había olvidado decirme, entre sus reproches, que no me sentaría mal una ducha, costumbre pequeñoburguesa, irritante a veces, húmeda siempre, de eso también él estaba convencido, pero que hubiera complementado admirablemente el filete de tres cuartos de kilo que acabábamos de comer, por esa sutil relación que existe entre la higiene, la buena comida y (apurando la lógica) las corbatas de seda. Jane acompañaba al Perú una excursión completa de viajeros de la tercera edad. "Y esos ancianos, figúrate, han comprendido con la jubilación que no se vive por una idea, ni por un oficio, sino por un filete de libra y media y una corbata de seda". Le dije que exageraba. Retiró lo de la corbata de seda. En todo caso se vive por cosas sustanciales, añadió, y no por sombras que habitan en los libros.

"Acabarás como Rocinante".

"Como Don Quijote, querrás decir".

"No es una cuestión de nombres".

Llegamos al aparcamiento y me dijo que me quedara en el coche. No quería que Jane me viera sin afeitar.

NEGOCIOS DE JANE

Durante un mes se me quedó grabado en la cabeza que la obligación de mantenerse presentable tenía algo que ver con los negocios de Jane. En toda lógica, si uno se dedica a embarcar jubilados, transportarlos por dos hemisferios, ocuparse de sus hoteles, contando y recontando abuelos como en una pesadilla genealógica, tan demente situación debería producir un tipo de mujer apática, desengañada. "Nada de eso", dijo el Tigre.

"Yo no podría acompañar a un cargamento de ancianos a orillas del lago Titicaca como no fuera por razones de eutanasia", dije yo.

"Tú no, pero puede haber ,otras razones", dijo el Tigre. Con lo cual quedé convencido de que esa mujer viajaba por bondad de corazón.

"Compréndelo", dijo el Tigre. "A Jane no le gusta la gente con pinta de chorizo".

No hizo falta que me lo repitiera. Esperé en el aparcamiento a que terminaran sus abrazos y despedidas, y los abrazos y delicadas palmaditas en la espalda a los ancianos que no querían morir sin saber lo que era un inca, y los pequeños regalos sorpresa por cuenta de la agencia antes de emprender el vuelo, y deseos de que todo pasara bien y a disfrutar de la excursión.

Alguna vez acompañé al Tigre a la vuelta del avión, y también le esperaba en el coche, hasta que el Tigre regresaba cargado de maletas. Así me enteré, y también por otros comentarios relacionados con la tercera edad, de que el amor había despertado en el Tigre unos sentimientos de respeto por las personas mayores de los que antes carecía. Yo nunca le había visto avasallar a un anciano, era otra cosa. Los ancianos simplemente no existían, o existían como existen los gorriones, es decir, con sus miguitas de pan, sus jardines públicos y sus pequeños problemas. Pero ahora se enternecía al pasar por delante de un hospicio o despotricaba contra una sociedad poco agradecida al ver la fachada decrépita de algún hogar del jubilado. Porque las personas mayores necesitan cariño y excursiones. Y nada enriquece tanto el espíritu como conocer otros pueblos y otras razas. Aquella noche, tras exhortarme a que escribiera a mis abuelos si aún vivían, me dejó en casa. No quiso subir a que le preparara un zumo. Desapareció y no le volví a ver durante un par de meses. Luego, cuando al fin se manifestó (estando yo entregado a la absorbente tarea de buscarle adjetivos a Panonia con vistas a un relato geográfico), fue para anunciarme que se marchaba a América.

"Indómita región", dije yo.

Venía a despedirse. No, no se marchaba acompañando a una excursión de ancianos, gente rencorosa. Quería darme un abrazo de amigo y decirme, desengañado de esa porción de humanidad que rebasa los 60 años, que si alguna vez necesitaba de él, en Los Ángeles lo podría encontrar, o en Nueva York. Me dejaba las llaves de su coche. ¿Y Jane? Ella se había ido unos días antes. Me pareció impertinente indagar más detalles. No había comido. Le metí en los bolsillos del abrigo dos naranjas y se fue sin dilación.

Yo ya había conocido otros casos de gente que cambia de opinión súbitamente. En el caso del Tigre, el hecho de que cambiara también de continente, aunque añadía un factor de dimensión superior, no constituía verdaderamente un rasgo preocupante. Podía tratarse del inicio de una nueva aventura, como sucedía en las historias por entregas de mi infancia. Podía ser también que yo no comprendiera, sumergido en mis lecturas (y ese maldito interés por encontrar una descripción acertada de Panonia). Por una vez quise ser otro. Bastó la ausencia del Tigre para que el Tigre fuera yo. Fui a buscar su coche al aeropuerto, y entonces agradecí de verdad no ser el Tigre, porque el coche ya lo había sellado la policía, y el empleado del aparcamiento me pidió la documentación, y todo el mundo quiso saber más, y me fueron necesarios tres días para convencer a mis interlocutores, a veces escépticos, a veces iracundos, de que mis relaciones con el propietario del automóvil habían sido muy versátiles en los últimos tiempos, incluyendo las visitas históricas a monumentos reputados, un afán no compartido por la radiofonía y confidencias sentimentales. Nada de ello materia delictiva. ¿Sabía yo su paradero? Lo ignoraba. Panonia es una región situada al norte del Danubio. Famosa por sus pastos, sus atardeceres y sus veloces caballos.

LA FORTUNA

Resultó que la fortuna del Tigre no era ningún misterio. El mecanismo de acumulación de capital, con ser complejo, funcionó correctamente, de lo cual pudiera extraerse alguna enseñanza, mejorando el ingenio o la precaución. La agencia organizaba el viaje, cargaba su charter de pensionistas y los llevaba a subir y bajar escaleras a Machu Picchu, y a cuidarse posteriormente los juanetes en algún hotel internacional (y ahí podía imaginarse el solícito papel de Jane, encargando té para 50 personas, atendiendo mareos y despejando sospechas sobre la presunta falta de higiene de los cuartos de baño del Perú). En cada viaje se sorteaba un juego de maletas, y una pareja de abuelos regresaba con equipaje nuevo, maleta, maletín y estuche de tocador, hábil artesanía nacional donde los lagartos amazónicos dejaban el pellejo, bella factura, sólidas conteras, y entre kilo y medio y dos kilos de cocaína distribuidos por los forros. ¿Quién era el funcionario descastado que iba a sospechar en Orly del retorno de una excursión de abuelos felices? Sólo faltaba que ese equipaje, una vez cumplidas las pintorescas formalidades aduaneras se extraviara. El negocio quedaba concluido. Lo importante era no perder el control.

POSTALES

Un año más tarde recibí una postal del Tigre. Worthy Falls, Grand Canyon. Deduje que los tiempos había mejorado, y no quedaba rastro de la última precipitación. Otro automóvil, y Jane, habían conducido al Tigre a las alturas. La pausada escritura, apenas alterada por la infinita obra de la naturaleza que le rodeaba, transmitía los mejores deseos, alzando los ojos al cielo, bajando la mirada al profundo rumor. Me aconsejaba que no abusara de mis convicciones. De igual modo debía vigilar mi alimentación. ¿Cuándo leeríamos juntos los nombres de los muertos en la Conquista, archivados en el corazón de aquella tierra? Añadía otros recuerdos de California. Y una dirección: Sierra Way.

"En alguna parte debía haber un fallo", dijo el Náufrago.

Y lo había. Parece que los viejos son gente muy legal. Y a pesar de la indemnización que la agencia les pagaba presentaban denuncia por robo de equipaje. La policía empezó a interesarse por esos viajes que siempre terminaban con robo de maletas.

¿Por qué desconfiaba Jane de los chorizos?

Porque no se adelantaran al Tigre que era el chorizo de la agencia.

Algo me dice que la experiencia se puede aprovechar, dijo el Náufrago.

Demasiado tarde, dije yo. En los aeropuertos registran especialmente las maletas de los jubilados.

Se puede sortear un anorak en una excursión de colegiales.

Eso es cierto.

Sí lo es.

Pero éramos gente destinada a la inactividad. Y sólo nos quedaba admirar los recursos ajenos, la movilidad de los principios, y la sincera emoción de un riojano que descubre el Gran Cañón. Yo le debo algo al Tigre. Después de aquello leí muchos libros de viajes. La aventura de Hernando de Soto, Pájaros de Norteamérica, So vast so beautiful a land.

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