Desorden
Los propagandistas científicos, los profetas sociales y gran parte de los medios de comunicación que tienen poco o nada que decir sobre el presente, tratan de convencer a los que les atienden con la cabeza puesta en otra cosa, de que dentro de poco la gente tendrá que fichar hasta para poner la ropa en el tendedero. El mundo es un reloj siniestro cuyas manecillas cuentan con silencio de alguacil los pasos de nuestra vida. En las naves de esta sociedad tardo-industrial parece alojarse, bajo la arquitectura de conglomerado y cañerías de vapor, la amenaza de un futuro riguroso entre cuyos barrotes asomaremos el gesto de una multitud cibernética. Todo será orden y la libertad quedará reducida a un recuerdo del que nos separa el espesor de un muro diseñado por expertos en la organización del trabajo.Esa amenaza, si se piensa un poco, no es más que una campaña de publicidad lanzada por los amos actuales de este caótico panorama en el que nos movemos. Todo el reglamentismo contemporáneo encubre descaradamente uno de los períodos históricos más destartalados que se conocen. En lo general, los programas espaciales se cancelan porque los operarios no aprietan las tuercas, las escuadrillas de helicópteros que van a rescatar rehenes en algún punto de Oriente se estrellan antes de llegar a su destino, los particulares se hacen con bombas de hidrógeno para uso doméstico, los pequeños grupos de salteadores se convierten en los dueños del terror, etcétera. En lo privado, todas las ordenanzas sobre el trabajo y la obligación de fichar a las ocho en punto, no han sido más que el primer peldaño de una escalada hacia la desidia total en la que el orden más riguroso se acompaña de la más resuelta ineficiencia. Es cierto que el orden extiende como nunca su campo de influencia, pero es igual de cierto que ese campo se amplía en proporción directa al desorden creado con la expansión. El mundo del futuro, de ser algo, será un cuartel atestado de órdenes donde cada cual hará lo que le venga en gana. El resto es publicidad.
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