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Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
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El guiño de los Barrantes

IEn mi última novela contaba yo un sucedido, una especie de inocentada que le habían hecho a Oswaldo Madriz Barrantes. Me propongo retomar el hilo del cuento porque, contrariamente al resto de aquel relato novelado, esta anécdota es absolutamente verdadera. Y como todo autor que se precie, recordaré al lector que es bien cierto que hay veces, las más, en que la realidad deja pálida a la ficción.

Decía así un personaje de mi historia que la casualidad literaria había querido que fuera nada menos que presidente de la República de Costa Rica (un presidente compendio de los varios linces que he conocido desempeñando tan alta magistratura):

"-¿Sabes la última, Beto? Armé una carajera que ya no sé como parar. Hace un par de meses -se inclinó hacia adelante y colocó los dos codos sobre las rodillas- se me ocurrió contarle a Oswaldo Madriz, y ya sabéis cómo es de correveidile, que yo era el heredero por séptima generación de la fortuna de un virrey de Perú. Abrió mucho los ojos, el hijoeputa." ( ... ) "Bien. Le expliqué que yo, que soy de cuna noble y extremeña...."

"¿Vos? -interrumpió uno de los catedráticos- Pesebre guanacasteco y medio indio es lo que llevás en la sangre..."

"Dejáme, Luis, no me interrumpás ... Yo, que tengo la cuna que queda dicha, tuve un antepasado que fue virrey de Perú a principios del siglo XVIII. El ilustre prócer -le expliqué a Oswaldo- había amasado una considerable fortuna en plata, oro y joyas. Pero su más preciado tesoro no era aquella fortuna, sino su hija de 16 años, doña Dolores, rubia y esbelta, con la tez de porcelana. Virtuosa y amante del hogar, doña Dolores era una niña inocente y pura. Pero, hete aquí que un maldito día se presentó en el palacio virreinal un indio pelón y miserable, patizambo y agujero, lleno de malas artes y enamoró a la dulce Dolores. Una noche fatídica la raptó y se la llevó al Macchu Pichu. El virrey, loco de dolor y de furia, montó una expedición de busca y castigo y, tras meses de persecución y batalla, encontró a la niña de sus ojos... casada y con un rorro renegrido y chaparro en brazos. Si no es porque le detuvo su lugarteniente la hubiera atravesado allí mismo con su espada. Lleno de tristeza y pesadumbre, el virrey regresó a Lima y decretó que su descendencia no heredaría el tesoro en plata, oro y joyas hasta que no se le - hubiera purificado la sangre. Es conocido el principio científico -le dije a Oswaldo, que es más bruto que un hato de bueyes-, es conocido el principio de que la sangre se renueva cada siete generaciones; por ello el virrey redactó solemne testamento estableciendo que el tesoro debería ser entregado a quienes demostraran pertenecer, por línea directa, a su séptima generación. Envió el testamento a la Casa de Contratación de Sevilla y el tesoro, un enorme y pesado baúl, fue depositado en manos y custodia del gran maestre de la Soberana Orden de Malta tras un arriesgado viaje a lomo de mulo por la China continental, que por entonces andaba mucho corsario inglés, hijo de mala madre, suelto por el Caribe y no podía fiarse uno de las rutas establecidas."

Ése fue el momento en que Oswaldo Madriz se descubrió un segundo apellido Barrantes idéntico al del presidente de mi imaginaria historia y se apresuró a convertirse en entusiasta y esperanzado coheredero.

Desde entonces, por alguna misteriosa razón, por algún malhadado encantamiento, me ha tocado sufrir directamente el paso de la séptima generación por este valle de lágrimas, y la espléndida fortuna del virrey de Perú se me ha paseado insistentemente del brazo durante los últimos 25 años. Hoy me empieza a parecer que, con un poco de suerte, pronto le ha de llegar el turno a la octava generación y la familia Barrantes me dejará en paz.

Hace muchos años, recién terminada la carrera de Derecho, entré de pasante en un célebre despacho madrileño de abogados, por ver si con ello se me quitaba la manía de no opositar, adoptada por llevar la contraria a mi augusto padre. Casi no viene a cuento mi fugaz temporada de leguleyo si no fuera porque en las interminables horas de oficina leí mucho la prensa, y ello tiene consecuencia para mi anécdota. Concretamente, una mañana de aburrimiento y lluvia me entretenía yo con el periódico (para que quede a salvo la ética profesional me apresuro a aclarar que los célebres abogados en ningún momento de los pocos meses que pasé con ellos pagaron mis servicios o manifestaron intención alguna de hacerlo jamás), me entretenía yo con el periódico, digo, y aün recuerdo, sin que se me pase detalle, un suelto aparecido en las páginas interiores cuyo tenor era casi exactamente como sigue:

"Fabulosa herencia para los descendientes de un virrey."

"Londres, 27.-Un virrey español de Perú dejó, a finales del siglo XVIII, una fabulosa fortuna de plata, oro y joyas, con la única condición de que no podría ser heredera hasta que sus descendientes fueran los de la séptima generación. Según parece, el tesoro está depositado en, las famosas cajas subterráneas del Banco de Inglaterra, en el centro de la city londinense, en espera de que lo reclamen sus legítimos propietarios."

Ahí quedaba eso. Ni una sola explicación para el ávido lector de loterías, ni indicación de si le había llegado la hora a algún afortunado, ni su nombre si tal era el caso, ni si la noticia la provocaba una reclamación ante la reina; nada. Apenas una sugerencia en el aire, que a buen entendedor, supongo, bastaba.

Imagino que me fijé en la noticia porque entonces, como ahora, envidiaba inmensamente, de forma totalmente malsana, a quienes pudieran ganar enormes cantidades de dinero sin comerlo ni beberlo.

II

Dos o tres años más tarde, ya flamante diplomático, fui destinado a la Embajada de España en Costa Rica. Nada podía sentarle mejor al alevín que una temporada haciendo de chacha para todo: secretario político, vividor, representante comercial, consumista, cónsul, bebedor, conferenciante, diletante cultural y meritorio antifranquista (un poco de juerga esto último, bien es cierto, porque la colonia española exiliada en la que yo entrenaba mi rebeldía llevaba un cuarto de siglo ablandándose al sol del trópico y acudía casi en masa, sin mala conciencia, a las fiestas de la embajada de Franco). De todo hubo en aquel tiempo, pero más que nada aprendí tolerancia y compasión hacia las ansiedades del prójimo. Ahora las huelo a una legua, y aun así, tal cordialidad mía lleva años jugándome malas pasadas.

Una mañana de mayo, recuerdo que era una mañana de mayo porque hacía calor pero aún no habían empezado las lluvias y la sabana estaba seca; sólo los cafetales de los barrios extremos de San José daban contrapunto verde oscuro y pastoso a la luz cegadora del verano. A lo lejos, acercadas por el prisma de la claridad del aire, se erguían las masas sombrías de los volcanes que rodean a la capital; tal es el contraste, tan oscuro el índigo del trópico, que sus moles resultan casi imprecisas en el horizonte: en silencio, enmarcan el colorido del altiplano con amenaza.

En mi despacho, por el contrario, hacía fresco. Una buganvilla de flores violeta crecía desde el jardín y se mecía silenciosamente frente a mi ventana. Aquellos días siempre han sido para mí como de once de la mañana: una corriente de aire, un trino, un olor a café recién colado y el distante renqueo de la guagua que se bambolea por el paseo de Colón en dirección al centro.

Mi secretaria, como lo han hecho todas a partir de aquel primer día, me coló una visita. "Oiga, don, este señor que viene desde Guanacaste a verlo. Pobretico, me lo tiene que recibir". Hoy la habría mirado con alguna concupiscencia, lo sé, pero hace 20 años era demasiado joven para entretenerme en contemplar. "¡Marta, hombre, vaya por Dios, hombre, caramba! ¿Y cómo dice que se llama?".

-Oswaldo Madriz Barrantes.

Don Oswaldo Madriz Barrantes era (y es, supongo) hombre de media edad, bajo y gordo. Llevaba la camisa blanca incómodamente abrochada sobre una tripa distendida por años de cerveza y siesta. Mal afeitado, debía de tocarle ir pronto al barbero, pero aun así se le adivinaba un bigote enrecano, no excesivamente fiero. Era bastante calvo. Tenía los ojos saltones y enrojecidos, y en uno de ellos se adivinaba una angustia que imagino nacida de vivir constantemente al borde de la desesperación, como en la España de los años cincuenta, la de después del hambre, cuando los maridos pluriempleados se preguntaban cómo costearían las vacaciones de su familia en la sierra. El otro ojo, blanqueado por una catarata, miraba fijamente al noroeste y, si se me permite la broma fácil, no dejaba traslucir nada.

Me dio la mano con solemnidad, murmurando "ecselensia", y se sentó en el silloncito que le señalé. Tampoco es que hubiera muchos más en mi minúsculo despacho.

-Señor secretario -me dijo-, sólo hasta hoy he tenido ocasión de venir a presentarle mis respetos -lo que en Costa Rica significa que había acudido a verme a la primera oportunidad- y quiero que sepa cuánto agradezco la honra con que me distingue.

Estas cosas son inevitables en nuestro trato de allende los mares, y me arrellané en mi silla a esperar con paciencia a que Oswaldo Madriz revelara el objeto de su visita. Tras una prolija introducción durante la que me explicó que era maestro de escuela en Guanacaste, me dijo que acudía a mi despacho portando la representación de toda, la rama costarricense de la familia Barrantes, ilustre apellido de rancio abolengo. Mirándome casi sin pestañear, añadió:

-Somos, señor secretario, la séptima generación de descendientes de un ilustre español que fuera virrey del Perú...

En aquel momento se me encendió una pequeña e incierta luz en la memoria, y si hubiera tenido una chispa más de previsión y de prudencia me habría levantado de la silla y habría expulsado a mi visitante del despacho utilizando, sin retenerme, cajas destempladas.

Algo debió de ver en mi cara, porque de repente se calló. Mientras su ojo me miraba fijamente, asentí lentamente tres o cuatro veces y dije:

-¡Claro! Espere, espere un momento, señor Madriz. Espere... Verá: me parece recordar que hace tres o cuatro años, en efecto, algo leí en un periódico español... Pero -sacudí la cabeza-, no... no me... -mi interlocutor me miraba con expectación, como quien espera que le digan la cuantía del premio mayor que le acaba de tocar- ¡No! -¡Sí que me acuerdo! Era, efectivamente, un pequeño artículo, nada..., unas líneas en las que se anunciaba lo que usted me ha dicho, pero nada más... Sólo que un virrey de Perú había dejado una gran fortuna, pero nada más, no...

A don Oswaldo no le faltaba más que aplaudir; tal era el entusiasmo que mis palabras habían despertado en él. Se levantó de su asiento y, perdido todo recato, me agarró las manos.

-¿Ve? ¿Lo ve? -exclamó- Lo decíamos siempre -cerró el puño sobre mi mano con apretón enérgico- En la embajada lo saben.

-Bueno... la verdad es que yo...

Debatiéndome entre la obligación de decirle que yo no podía confirmar nada tan impreciso y el deseo de no matarlo del disgusto, le pregunté:

-¿Y ustedes cómo lo saben?

-Pues verá, señor secretario -me contestó, soltándome las manos y volviéndose a sentar-, ésta es una vieja leyenda familiar, transmitida de generación en generación -sonrió anchamente- Esto lo tenemos confirmado por el mismísimo señor presidente de la República, y ahora ¡la prensa de la madre patria.!

-Bueno, yo...

Me interrumpió:

-Señor secretario, usted ha sido el instrumento que ha dado la felicidad a muchas gentes pobres, y eso nunca lo podremos olvidar.

Intenté señalarle que no había hecho nada, pero Madriz no me dejó hablar. Luego, recordando repentinamente que había venido a visitarme para gestionar la toma de posesión de su tesoro, se puso muy serio e inclinándose hacia adelante me preguntó:

-Y ahora, ¿qué hacemos?

Carraspeé.

-Yo creo que primero de todo debe usted asegurarse de la existencia del testamento. Eso antes de poder reclamar la herencia, para lo cual, además, tendrán que demostrar previamente que son ustedes verdaderamente los herederos. Luego habrá que localizar el famoso depósito... Todo eso toma tiempo, mucho tiempo, señor Madriz. -Tanto que, con un poco de suerte, para entonces yo estaría bien lejos de este loco. Pero si creía haberle desanimado, me equivocaba.

-¿Y entonces?

-Bueno..., esto..., pues me parece que antes que nada deberá usted irse a Sevilla -aquí, de

El guiño de los Barrantes

golpe, se le iluminó la cara-, a la Casa de Contratación, ¿me entiende?, a localizar el testamento. Pero eso cuesta dinero, yo creo que bastante dinero, amigo mío.-No se preocupe, señor secretario, que toda la familia Barrantes ha de aportar su sacrificio a esta causa común y sagrada: entre todos pondrán la plata para que yo me desplace a Sevilla.

El tono era serio y decidido, pero la insólita alegría del ojillo le traicionaba; me pareció que se le vería con más frecuencia en la calle de las Sierpes que en la Casa de Contratación.

Oswaldo Madriz Barrantes se levantó de su asiento con más decisión que agilidad. Ahí iba un hombre imbuido de fiebre santa.

Diez minutos después lo había olvidado. Oswaldo Madriz nunca más volvió por la embajada.

III

Unos años más tarde quisieron la casualidad y mi buena estrella que mis jefes me destinaran a la Embajada de España en Londres. Iba a realizar un trabajo ciertamente más especializado, puesto que mi nuevo título era el de cónsul. Pero al menos en dos cosas mi situación profesional no había cambiado: seguía siendo la chacha para todo y seguía siendo el último mono del lugar (lo que en Costa Rica era relativamente poco importante, ya que en aquella embajada éramos solamente dos, el embajador y yo; en Londres, en cambio, éramos el embajador, otros 21 funcionarios y yo).

Me ocupaba de mis compatriotas, lo que hacía de mí un alcalde, un jefe de caja de reclutas, un notario, juez y comisario (un comisario algo sui géneris, porque allí dábamos pasaportes sub rosa a estudiantes huidos, a políticos de contubernio y hasta a algún revolucionario con nombre supuesto). Pero, sobre todo, pasé cinco años enterneciéndome con los disparates de mis gentes, sufriendo con sus tristezas, abrazándome a sus tragedias y enfadándome con las niñas bien que robaban en Marksand Spencer.

Una mañana apacible entró mi secretaria en mi despacho para anunciar con tono indiferente:

;Excelencia -casi siempre me llamaba excelencia; sólo cuando mis tonterías eran verdaderamente mayúsculas me llamaba "señor obispo"-, que está don Fausto.

La cosa me pareció tan notable que dije: "Que pase don Fausto". Y entró un hombre pequeño, de aspecto nervioso y cabeza diminuta. Llevaba gafas de concha, redondas y anticuadas, y vestía, lo recuerdo muy bien, pulcramente de marrón claro. En las manos traía una caja de cartón, como las de zapatos. Más tarde, mi secretaria me contó que don Fausto era de Bilbao y que había huido o había venido, no sé bien, a Londres después de la guerra civil; durante años, hasta su jubilación, había sido empleado de Correos. Estaba, a sus 92 años, hecho un pimpollo. Hablaba deprisa y, como mucha gente del norte, manejaba el castellano con precisión y hasta con belleza.

Se sento frente a mí y sin darme oportunidad de saludarle o incluso de inquirir el motivo de su visita me espetó:

-Aquí -levantó la caja de cartón y me la mostró- traigo los títulos que lo avalan.

-¿Que avalán qué, don Fausto?

-Pues eso, señor cónsul -y tras depositar la caja sobre la mesa, le quitó la tapa. Dentro, que yo pudiera ver, había algunos papeles, dos o tres documentos, un estuchito de terciopelo, un escudo de chapa y un pequeño puñal- ¿No le ha dicho la secretaria? -Hice que no con la cabeza- Hace años vine a Londres para localizar un tesoro, un tesoro, ¿eh?, que me corresponde.

Repentinamente, aquello me sonó a conocido y me parece que fruncí el ceño intentando hacer memoria. Impertérrito, impávido, don Fausto, sin embargo, enderezó la cabeza y prosiguió solemnemente:

-Yo, señor cónsul, soy el heredero directo del virrey de Perú.

Carraspeé igual que años antes en mi despacho de San José, Costa Rica.

,¿De qué virrey del Perú estamos hablando, don Fausto?

-El virrey de Perú, señor cónsul, el único que hay, ¿cuál va a ser?

Acabáramos. Por fin, tras años de angustiada incertidumbre, habíamos Regado al fondo de la cuestión; aquí, finalmente, estaba la piedra filosofal: la fortuna de mi famoso virrey era fruto exclusivo de la imaginación calenturienta de un enérgico vejete de 92 años. ¿O no? Porque, aun partiendo del principio general de la inconsciencia de la prensa de entonces (lo que, bien es cierto, rebajaba considerablemente los baremos racionales de cualquier explicación), ¿cómo era posible que una historia como la del virrey hubiera llegado a las Páginas de un periódico español?

-Don Fausto, verá, yo esta historia la había oído hace ya años y...

-¡Claro! ¿Lo ve? Ya lo decía yo...

-No. Verá, no me entiende, don Fausto: lo que quiero decir es que hace años algo de esto se publicó en un periódico de Madrid y que me pregunto por qué fue.

-¡Tomal Porque se lo conté yo.

Cuando el río suena no lleva agua; me relajé y volví a recostarme contra el respaldo de la silla.

-Y llamó usted al corresponsal de la agencia Efe y tal, y, vamos, se lo contó y ya, ¿no? -le pregunté.

-Exactamente, sí señor. Verá -se inclinó hacia adelante-, cuando llegué a Londres yo ya sabía que el virrey era hijo de santa Teresa...

-¿Hijo de quién?

-...Híjo de santa Teresa, sí señor...

-¿De cuál de ellas?

-De la de Jesús, sí señor, y de san Juan -me miró y sonrió, apenas un ligero movimiento de la comisura de los labios- ...de la Cruz, claro. Aquí tengo la partida de bautismo.

Rebuscó en la caja de cartón y extrajo un documento. Lo examino un instante y. luego, estirando un brazo más delgado que una cerilla, me lo dio. La partida de bautismo era indudablemente antigua y se refería a la cristianización en Almería de un tal Abundio Barrantes García, el 2 de junio de 1814. Aparte de los datos usuales y otras fruslerías que resultaban, como de costumbre, ilegibles, nada aclaraba sobre la progénesis de los santos místicos, sobre el virrey o sobre la parentela de don Fausto (que, además, según me enteré luego, y para colmo de incongruencias, se apellidaba García Sánchez).

Totalmente entregado, dije:

-Don Fausto, está partida... Esto... no tiene nada que ver con santa Teresa o con san Juan de la Cruz.

Me miró con impaciencia.

-¡Cómo va a haber partida de bautismo de santa Teresa o de san Juan! -rió- Sería ya millonario si la tuviera. Señor cónsul, esta partida es del heredero de la quinta generación. Antes, ¿me comprende?, no había partidas, ni certificaciones, ni nada. Y es este heredero el que es el descendiente directo de santa Teresa y de san Juan -me pareció superfluo preguntarle cómo lo sabía- ...Y yo soy, a su vez, su heredero.

-¡Ah! Ahora comprendo. Don Fausto, y el tesoro, ¿dónde está?

- En Malta. Sí señor. Al principio creí que estaría en el Banco de Inglaterra, pero después de muchas vueltas -me las imagino- en el banco me acabaron informando de que lo habían enviado a Malta para custodia en las arcas de la soberana orden. Aquí está el recibo del gran maestre. De la caja de cartón sacó el estuche de terciopelo y confieso que me latió el corazón un poco más deprisa. Apretó el muelle y se levantó la tapa: el estuche estaba vacío. Bueno, la verdad es que no está. Lo perdieron en Correos... Pero la caja era muy parecida a ésta.

Don Fausto tenía la extraordinaria capacidad de descartar detalles esenciales como si fuera cosa nimia e irrelevante.

Suspiré.

-Y ¿entonces?

_Bueno, pues entonces, al enterarme de que el tesoro del virrey estaba en Malta, le escribí una carta reclamándolo.

-¿A quién le escribió usted una carta reclamándolo, don Fausto?

-Pues, ¡a quien va a ser! A Dom Mintoff.

Tragué saliva.

-¿A Dom Mintoff, el primer ministro de Malta?

- ¿A Dom Míntoff, sí señor. Y me contestó, ya lo creo que me contestó.

Yo ya sabía lo que venía después: "aquí tengo la contestación". Hurgó en su caja de cartón y extrajo de ella una carta. La examinó brevemnte y me la entregó sin decir nada.

Era absolutamente genuina. En la esquina superior izquierda del papel había un membrete que: decía "El Primer Ministro de Malta", todo en inglés, y a la derecha, escrito a máquina, en el mismo idioma, ponía: "La Valetta, 26 de abril de 1968". El texto que seguía rebajaba considerablemente la emoción del momento, puesto que se limitaba a acusar recibo de la carta de don Fausto, asegurándole que había sido leída con interés y que el asunto estaba siendo examinado atentamente. Don Fausto recibiría una respuesta a la mayor brevedad posible.

Levanté la vista; don Fausto me miraba con expresión triunfante.

-¿No le han vuelto a escribir?

-¿Le parece poco? -recogió la carta, la partida de bautismo y el estuche y los metió en la caja sin dejar de mirarme. Finalmente dijo:

-Bueno.

-Bueno- contesté yo. ahora, ¿qué hacemos?

En ese momento, creo, me dio finalmente la locura. Me froté las manos.

-Ahora,don Fausto, tenemos que luchar. Con los datos de que disponemos vamos a elaborar un árbol genealógico de su familia para así establecer claramente la continuidad de sus derechos.

-¡Estupendo,señor cónsul! ¿Y después?

-No nos precipitemos. Venga usted a verme dentro de una semana. Tendré preparado el árbol y entonces discutiremos de la estrategia posterior.

Para hacerlo más oficial y solemne descolgué el teléfono interior, y llamé a mi secretaria: "Pilar, don Fausto le va a dar al salir los datos de sus padres y abuelos. Me son necesarios para la confección del árbol genealógico de su familia...,".

-Sí,señor obispo -contestó mi secretaria. Menos mal que don Fausto no lo oyó .

Y para allá se fue el buen hombre, más feliz que unas pascuas, supongo que, entre otras cosas, por haber encontrado un alma gemela.

Compré papel de barba, palillero, plumín de calígrafo, tinta china y un cartón con modelos de letra gótica. Y pasé la mayor parte de la semana dibujando un árbol y colgándole de cada rama la más extraordinaria colección de personajes que pudiera darse. Me produjo especial felicidad

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El guiño de los Barrantes

Viene de la página anteriorreseñar el matrimonio de santa Teresa de Jesús con san Juan de la Cruz y el nacimiento del hijo de ambos, que aparecía en letra roja como el Virrey del Perú.

Cuando llevaba mediado el árbol, Pilar, mi secretaria, se contagió de la locura y pasó el resto de la semana sugiriendo los nombres más estrafalarios de antepasados de don Fausto. Al final, cuando estuvo listo el papel, compró cinta de seda roja y la pusimos al solemne documento, fijándola con lacre y el sello en seco de la notaría del consulado.

Don Fausto, cuando tuvo en sus manos el árbol genealógico de la familia Barrantes, se quedó sin habla. Levantó la vista. Me dio un vuelco el corazón: sus ojos estaban anegados en lágrimas.

-Gracias -me dijo, por fin, con un hilo de voz. Yo no sabía qué contestarle, y confieso que me entró una crisis negra de mala conciencia. Creo que en ese momento decidí amparar a don Fausto mientras le hiciera falta y en lo que le hiciera falta. Ampararía sus ilusiones, protegería sus sueños. Era lo menos que merecía un mago así a sus 92 años.

-Nada, don Fausto, no ha sido nada. -Carraspeé.

Sin añadir palabra, enrolló el documento, se levantó de la silla y, tras apoyarse en ella para recuperar el equilibrio, salió de mi despacho.

Me quedé inmóvil, con las manos juntas y la barbilla apoyada en los dedos, como si me dispusiera a rezar. Esperando.

Al cabo de un par de minutos se a6rió la puerta y asomó la cabeza de don Fausto. Levantó la cejas y le hice señal de que pasara. Entró en la habitación y se quedó de pie frente a la mesa.

-Señor cónsul.

-Don Fausto.

-¿Y ahora, qué hacemos? Suspiré.

-Ahora, don Fausto, primero hace usted una fotocopia del árbol. Después se la manda usted a Dom Mintoff con una carta en la que le señala usted lo justo de sus títulos de herencia, tal como lo avala su genealogía, y le solicita usted audiencia...

-¿Y qué le digo cuando me reciba?

-Un momento, don Fausto. No se anticipe a los acontecimientos. Esperemos a que el Gobierno de Malta le fije una fecha y luego decidiremos los puntos fundamentales de nuestra argumentación.. Porque aquí de lo que se trata es de que regresemos de Malta con el tesoro, ¿eh?

-Sí señor, ya lo creo... Me voy a escribir la carta.

Nunca más volví a verle. Pobre don Fausto.

Una semana después de nuestra conversación última, confiado en que la respuesta de Malta tardaría en llegar pero ilusionado con la semicerteza de que Dom Mintoff citaría a don Fausto, me fui de vacaciones.

Tuvo mala suerte mi anciano amigo: durante un mes me sustituyó interinamente un hombre sentato, un funcionario dé pro, y una mañana don Fausto fue a visitarle armado con su caja de cartón y su árbol genealógico. Pilar, mi secretaria, tampoco estaba, y desgraciadamente no pudo prevenir a uno y a otro de lo que a cada cuál se le venía encima.

Tras leer atentamente las irrefutables pruebas de la maravillosa historia, mi sustituto miró al heredero del virrey y con gran paciencia y aplastante lógica procedió a demoler sus fundamentos, explicándole convincentemente cómo todo aquello era la invención de algún loco.

Don Fausto debió de seguir aquel discurso con la muerte en el alma, y como no era ningún tonto, igual que Don Quijote, comprendió que el cónsul interino aquel tenía más razón que un santo y recuperó la cordura.

Murió tres días después, del disgusto, como el hidalgo de La Mancha.

Sobre la mesa de Pilar quedaron la caja de cartón y mi árbol genealógico. Me los entregó, sin decir palabra, cuando regresé de mis vacaciones.

Durante semanas tuve ambos testimonios de nuestra locura colocados sobre la repisa de la chimenea de mi despacho. Se me partía el corazón de sólo pensar en contemplarlos de cerca, en manosearlos, en violar los secretos que guardaran.

Un día, finalmente, me acusé de ridículo y le quité la tapa a la caja de cartón. La verdad es que había visto casi todo lo que había dentro; solamente en el fondo quedaban dos papeles cuyo contenido ignoraba.

Uno era el testamento del virrey de Perú. Sí señor.

Era un viejo pergamino encerado. Por los bordes le faltaban trozos y una parte del documento resultaba casi ilegible: el paso de los años había difuminado la escritura. Pero la historia estaba ahí, toda entera. Ahí estaban el virrey y su virtuosa hija, doña Dolores. Y el indio y el rorro. Ahí quedaba consignada la maldición hasta la séptima progenitura. Y se describía el tesoro: doblones y perlas y maravedís; títulos de tierras, límites de ríos, rubíes y esmeraldas. Era sencillamente fabuloso.

El segundo papel era una carta dirigida a don Fausto. Decía así:

"Estimado don Fausto:

Espero que al recibo de ésta se encuentre usted bien. Concluidas sin éxito nuestras investigaciones en la Casa de Contratación de Sevilla, donde tuve el gusto de conocerlo a usted, me regresé a Costa Rica, ya sin dinero y sin atreverme a volver a visitar al señor secretario de la Embajada de España, no se fuera a molestar por el exceso. Quiso, sin embargo, la fortuna que volviera un servidor a tener ocasión de platicar con el señor presidente de la República. Y al explicarle lo poco afortunado de mis pesquisas en la Madre Patria, me dijo, con grandes señas de alborozo, que acababa de recordar que tenía entre sus papeles algunos documentos viejos, en los que acaso pudiera estar alguno relacionado con el testamento del señor virrey del Perú. Me recomendó que esperara algunos días y, efectivamente, a las pocas fechas tuve la felicidad de que me entregara nada menos que el original del testamento del señor Virrey. Me quedé tan anonadado que perdí el habla. Sabiendo que solamente usted se encuentra en Europa, cerca del mismísimo tesoro, decido enviarle el testamento por correo certificado. Usted sabrá gestionar mejor que nadie, don Fausto, los intereses de toda la familia. En espera de sus gratas noticias, queda de usted afectísimo y seguro servidor. Firmado: Oswaldo Madriz Barrantes."

Escribí una breve nota diciendo que lamentaba tener que comunicar el fallecimiento de don Fausto y, adjuntándole el testamento, se la mandé a Costa Rica a don Oswaldo Madriz.

FIN

En el correo de esta mañana recibo dos cartas.

La primera dice así:

"Almería, 25 de junio de l987."

"Excelentísimo señor: Esperamos que, al recibo de la presente, se encuentre Su Excelencia disfrutando de buena salud y mejor fortuna. Nosotros, gracias a Dios Ntro. Señor, nos hallamos bien de la primera, que es lo importante."

"Servidor de Ud. soy párroco del Buen Señor de la Templanza de esta capital y escribo a S. E., en nombre y representación de un numeroso grupo de feligreses que consideran a S. E. la única oportunidad de acceder a los bienes materiales que Dios Ntro. Señor ha decidido poner legítimamente a su alcance. Se trata de que tales fidelísimos feligreses han constituido la Asociación de, Herederos del Virrey y la integran 46 familias de esta localidad, todas originarias y descendientes, en última instancia, de don Abundio Barrantes García, ilustre hijo de Andalucía, nacido en esta capital almeriense el 25 de mayo de 1814."

"La asociación ha sido constituida ante el notario de esta capital don José López García y López de Andresí y Martínez de Barrantes, y se ha decidido encomendar a mi humilde pluma la redacción de esta misiva, al figurar en los archivos de esta parroquia la partida de bautismo de don Abundio Barrantes García. Debo, además, confesar a S. E., que, entre mis apellidos, aunque algo lejanamente, también se encuentra el de Barrantes."

"Para no cansar a S. E., básteme decir que un virrey del Perú dejó en herencia un cierto tesoro con el codicilo de que sólo lo heredaría la séptima generación. Nuestras 46 familias lo son, y una representación de ellas, con mi humilde persona a la cabeza, querríamos visitar a Ud. para exponerle nuestros títulos."

Mucho agradecería a S. E. se sirva fijarnos día y hora de la obtención de la merced de referencia. Es gracia que espero conseguir de la reconocida benevolencia de V. E., cuya vida en Cristo guarde Dios muchos años. Fdo.: Manuel Romerales, Pbtro."

La segunda carta, recibida esta mañana, lleva el siguiente remite: "Oswaldo Madriz Barrantes. Caja Postal 7371. San José, Costa Rica".

Para qué nos vamos a engaflar, la he tirado a la papelera sin abrir.

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