El farero de Marina
El escritor Raúl Ruiz (Badalona, 1947), una de las jóvenes promesas de la literatura española, autor de El tirano de Taormina y Hay un lugar feliz lejos, muy lejos, falleció el pasado día 18 tras una larga enfermedad. El texto que hoy publica EL PAÍS es inédito y pertenece a un libro de relatos inconcluso, dedicado al pueblecito de Golcona, donde el autor pasaba varios meses al año. La pasión por el mar es el tema de esta historia de un farero que muere mirando el horizonte de agua que han pintado los niños en un muro de hormigón.
El camión llegaría a las diez de la mañana. Se lo enviaba su hijo. Parecía, pues, inevitable el traslado a Rocabruna.Desde que murió su esposa y -más aún- desde que recibió oficialmente la notificación de desalojo, había vivido como si todo fuera provisional: el faro mismo, el mar, el horizonte, su propia vida. Pero, incluso así, habría preferido quedarse, construirse una choza en las proximidades, pedir una prórroga a la Comandancia de Marina..., o cualquier cosa que lo retuviera, que hiciera necesaria su presencia allí. La cuestión era no abandonar el fragor del mar, sus olores, sus colores.
Pero su hijo ya lo había decidido: tenía que dejar el faro e irse a vivir con él a Rocabruna. ¿Cómo podía negarse?, ¿cómo podía oponerse a la fuerza y empuje de su propia sangre?, ¿cómo podía enfrentarse a esa decisión razonable? Lo que más le había dolido, sin embargo, había sido la mezquina amenaza de no bajarle los nietos..., "si persiste en esa locura de vivir aquí solo".
"¿Aquí solo? ¡Pero si aquí es donde estoy más acompañado!".
Y pensaba en los recuerdos de cuarenta y cuatro años, deambulando a su alrededor como gatos siameses; pensaba en las tormentas, en los relámpagos y truenos, en la lluvia queriendo entrar por las ventanas; pensaba en las lucecitas de alta noche, aquellas luciérnagas marinas de sus amigos los pescadores; pensaba en todas las macetas con que su esposa había inundado el faro, y pensaba en la soledad, en la tristeza de una casa sin horizonte, sin mar, sin recuerdos que iluminaran rincones.
"Allí tendrá agua corriente, ropa limpia, comida caliente, gente de su edad con la que pasear, charlar, jugar una partida de dominó... Allí, al fin, podrá descansar".
"Descansar ¿de qué?".
No había concebido nunca su dedicación como trabajo. ¿Cómo podía sentirse cansado de lo que había sido una ilusión distendida, alargada, gozada, disfrutada día a día? Desde que, a los siete años, sus padres lo bajaron de Rocabruna para que se bañara por primera vez en el mar, ya no había querido separarse jamás de aquel enorme misterio, de aquella pasión por lo ilimitado.
Primero se imaginó pescador, como los de Marina; después, ballenero en los mares del Norte. Hubo épocas en que se veía en un transatlántico, haciendo escalas en países exóticos; otras, se figuraba navegante solitario. Llegó incluso a pensar que todos los galcones hundidos del mundo estaban esperando que él los rescatase.
Pero, al principio, tuvo que ayudar a su padre en el campo: se necesitaban todos los brazos de la familia para sacar adelante los viñedos. A sus catorce años, ya hacía las labores propias de un hombre.
En verano -sólo en verano- podía escaparse alguna que otra vez a Marina. Le emborrachaba aquel olor a peces recién pescados, le encantaban las voces aguardentosas de aquellos "lobos de cabotaje"; se extasiaba con la subasta del pescado en el depósito. Cuando acababa aquella feria de luz -el sol rielaba en las escamas de los peces-, dejaba el pequeño puerto, corría hasta la playa, se descalzaba, se arremangaba los pantalones y andaba y andaba, chapoteando por la orilla y escuchando atentamente el rumor del agua como si de allí -de entre las piedras, redondeadas y saladas, batidas por las olas- nacieran todos los vientos, los rumores, los silbidos y los gemidos de la naturaleza.
Tenía dieciséis años cuando vivió su más excitante y peligrosa aventura con el mar.
Antes del amanecer, había salido sigilosamente de su casa y se dirigía hacia Marina. Por miedo a que alguien lo descubriera, dejó el camino y bajó por la rambla: enormes peñascos, árboles desgajados y arrastrados por la corriente de invierno, restos de animales putrefactos, alguna rueda de carro, hierbajos y cañas, formaban el entramado de aquella vía natural, de aquella calzada de estío.
Llegó a la playa; pero, en vez de ir hacia el puerto, se quedó embelesado mirando la lejanía: un semicírculo anaranjado se empezaba a vislumbrar por entre rasgadas nubes cárdenas, rosas y grises. Todo estaba en suspenso: no había olas, ni gaviotas, ni respiración siquiera. Lenta, casi inverosímilmente, todo fue cambiando de color: las nubes se iban haciendo blancas y grises, el mar adquiría tonalidades de vino, el sol ardía hasta ponerse amarillo... En un instante -acaso la visión apenas se podía medir con el tiempo-, el cielo se puso azul pálido y limpio, se rehizo la línea del horizonte, el sol amarilleó la calma superficie y el mar tomó un indescriptible verde con reflejos de azul metálico.
Notó el agua en las rodillas. Como arrebatado, volvió a la arena seca y se desnudó. Con la majestad del hombre que ha sorbido el mundo por los poros, que lo ha aferrado con las manos, que lo ha hecho suyo y lo retiene en sus pupilas, se introdujo en el mar. Sintió el agua en su cuerpo como espejo que se fuera haciendo añicos: el frío era un acicate para nadar y nadar, bracear hasta el agotamiento, hasta ese momento en que se rebasa el cansancio y se sigue nadando y nadando, porque ya nada importa más que el agua y la luz, esa luminosidad que ciega los ojos y hace de la sensatez un bártulo abandonado justo al comienzo.
LA MAR ES MUJER
Apenas podía tenerse en pie cuando llegó de nuevo a la orilla. Sin duda, ya no era el mismo: era otro ya el que dejaba rodando su cuerpo por la arena, el que sentía irreprimibles ganas de gritar y bailar, el que reía al pensar en el mar como una mujer...
"Cualquier noche de estas viene un turista borracho o drogado y le desvalija... Aquí no tiene seguridad. En casa, todas las ventanas tienen rejas".
"¿Para qué quiero yo una cárcel?".
No acababa de entender lo absurdos que eran su hijo y su nuera, lo absurda que podía llegar a ser la gente: cada vez oía hablar más de libertad y cada vez veía más obstáculos, más límites, más rejas, más corazones encarcelados. "¡Qué racional, qué animal es este hijo mío!". Y, sin embargo, de pequeño no había sido así. De pequeño amaba también la inmensa libertad solitaria del faro y sus alrededores. Con arena mojada, hacía fortificaciones interminables en la playa: multitud de torreones y murallas almenadas, con su foso circundándolo todo. Desde lo alto, sus padres lo miraban con esa sonrisa alelada, arrobada, desbordante de paternidad gratificada.
Se habían casado tres años después de haber ganado él las oposiciones..., pero se conocían de toda la vida -en Rocabruna es imposible no conocerse de toda la vida-. Cuando él marchó al servicio militar, ella le estuvo escribiendo -ininterrumpidamente- unas cartas maravillosas en las que le iba contando todo lo que ocurría en Rocabruna y Marina, todo lo que acontecía entre sus habitantes, todo lo que pasaba por su corazón. A cada carta adjuntaba una hoja de olivo o algarrobo, una amapola seca, un mechón de sus cabellos o unos granos de arena... "El mar no cave enel sovre", le escribía con adorable heterografía.
En su destino, él aprovechó para aprender todo lo que el maestro de Rocabruna no pudo llegar a enseñarle: cuatro años en la escuela son pocos para el que quiere ser farero... Y es que, allí, en el cuartel, se había enterado de la posibilidad de ganar unas oposiciones y vivir, con un sueldo mínimo -pero suficiente- junto al mar. "Por las noches bigilaremos las estrellas y las varcas", le escribió ella cuando él se lo comunicó en torcidos renglones que subían, se empinaban hacia la derecha, con el entusiasmo de la pluma que comparte el alborozo de la mano.
¡Ya se imaginaba dueño absoluto de todo el mar que podían ver sus ojos! ¡Amo y señor de todo el mar contemplado! Ya no eran figuraciones infantiles, sueños, ilusiones, espejismos de su deseo: ya no sería pescador o ballenero, navegante solitario o pirata. Ahora sería farero, farero en Marina de Rocabruna.
"No insista, padre, por favor".
"Por lo menos si vivierais en Marina".
"Comprenda que nos es más cómodo vivir en Rocabruna".
"Si ya lo entiendo, hijo, si ya lo entiendo".
Pero ¿por qué tenía que irse a vivir con ellos, allá arriba? Hubieran podido hacerse una casa en Marina, pero el negocio estaba en Rocabruna y su hijo había preferido aceptar del suegro una antigua casa de dos pisos a la salida del pueblo. Suponía que mucho había tenido que ver su nuera y -no poco- lo que se ahorraba. Antes, no era así; pero desde que había montado el supermercado, no hacía más que hablar y hablar de dinero... Antes, cuando regentaba el pequeño colmado de su suegro, era un mocetón desprendido y amigo de la juerga; pero se casó muy joven, empezó a tener niños y se vio en la necesidad -eso decía él- de trabajar más y más. Añádase -si se quiere- el ansia de su mujer por figurar entre las familias importantes del pueblo. De esta manera, trabajando duro, agriándosele un algo el carácter, había llegado a ser considerado como medianamente rico.
OJOS DE ELISA
"Míreselo de este modo: en casa podrá cuidar de los niños y, si quiere, le daremos una asignación por ello. ¿Qué le parece?".
"¿Qué me va a parecer? Una cochinada. ¿Cómo voy a cobrar un sueldo por estar con mis nietos?".
"Pues bueno: se mira la televisión... ¿Qué quiere que le diga?".
¿La televisión? ¡Qué estupidez ver el mundo tan pequeño, tan encogido, tan cerrado! ¡Qué maravilla irreproducible era el mundo sin límites! ¡El mar, la noche, los ojos de su Elisa ... ! Y se sonaba para recordar -sin húmedas cursilerías- aquellos años tan felices con su esposa, aquellas noches -por ejemploen que subían a la veranda y él le cubría los hombros con su brazo y ella -mirando las estrellas y aguantándose la risa- le decía: "Mira, las barcas han pasado el horizonte y están subiendo". A él le gustaba callar, escuchar las frases que Elisa emitía casi sin sonido,asi como aliento, como destilando una rara poesía que naciera en los mismos labios -sin raciocinio apenas-, como besos... "¡Otra estrella que naufraga!", exclamaba al sorprender una estrella fugaz. "Al mar ya le salen canas, como a ti", susurraba cuando el mar empezaba a picarse. "La noche de alta mar acaba de poner otro huevo de oro", murmuraba al amanecer...
Hacía cinco meses ya que vi
El farero de Marina
vía solo: Elisa murió dulcemente, como se pasa de la noche al día, como oscurece, como crepúsculo que no supiera cuál es su meta y se entretuviera en el camino. Tomás giró ciento ochenta grados la luz del faro para avisar a Rocabruna entera de que algo extraño estaba ocurriendo, para avisar al médico y al sacerdote. No hizo falta ni galeno ni confesor: el tránsito se efectuó sin ellos. Allí estuvo él toda una madrugada, siendo lo que siempre había sido: amante, amigo, amado... "La muerte es azul, Tomás", fue lo último que dijo."Pues diga lo que diga, usted se vendrá a vivir con nosotros... Mañana le envío un camión para la mudanza... No quiero pasar, cualquier día de estos, la vergüenza de ver cómo la guardia civil lo echa a la calle como a un perro... Pero ¿es que no piensa en los demás? ¿Qué diría de nosotros la gente?".
¿Echarlo la guardia civil? ¿Cómo iban a atreverse? En noches de frío intenso, de encrespado mar, pasaba la patrulla por la playa y alguien gritaba: "¡Eh!, Tomás, ¿hay café?". "Para vosotros siempre hay... y una copa con permiso del sargento", les contestaba desde lo alto. Y Elisa recalentaba el que había hecho para la cena y, cuando llegaban -ateridos- al comedor, se encontraban su taza de café y su copa de coñac a punto. Se quitaban sus capotes, sus tricornios y siempre había alguno que sacaba una cajetilla de tabaco rubio requisado y se la ofrecía a Tomás. Sentados en torno a la mesa mientras fumaban y bebían, hablaban de esas importantísimas cosas sin importancia. Elisa era feliz mirando a Tomás, viendo cómo lo respetaba y quería todo el mundo.
Pero el camión ya se veía venir por la carretera: era tiempo de pensar en lo que había de recoger. ¡Qué despilfarro, un camión! ¿Qué iba a llevarse? Por un instante imaginó la cara de su hijo al verlo llegar sin... ¡Sí, llegaría a Rocabruna en la cabina de un camión vacío! Ni muebles, ni ropa, ni vajilla...: tan sólo se llevaría su anticuado catálogo de barcos, su extravagante cuaderno de bitácora y la maceta de Elisa en la que, año tras año, plantaba la albahaca.
Al principio, la vida en Rocabruna se le hizo soportable. La parte que correspondía al desván fue adecentada y adecuada: lo que originariamente había de ser -y había sido- trastero hizo las veces de "habitación del abuelo". Esto no incomodó a Tomás, antes bien lo agradeció, pues desde allí podía ver el mar.
Se levantaba temprano y abría la ventana. La Casa del Indiano -en ruinas- se le ofrecía como una visión de fantasma grato, de deteriorada instantánea de una historia que sonaba a ultramar, que olía a mulata, a ron y café..., y que tenía la cadencia de una habanera.
Por encima de la Casa del Indiano, contemplaba el azulado horizonte, al tiempo que pasaba la mano por la albahaca para que desprendiese aquel profundo olor, aquel perfume que -indefectiblemente- estaba unido a su más querido pasado. Después, bajaba y despertaba a sus nietos, quedamente, como arrullo que viniera de muy lejos, de alta mar o de lejanas islas. Cuando comenzaban a entreabrir los ojos, cuando empezaban ya a sonreirle, les decía: "Antes de partir el barco, la sirena sonará tres veces... Pffffuuuu...".
La segunda señal -aquella onomatopeya que olía a salitre y que evocaba bandadas de gaviotas- la emitía Tomás desde la cocina, bajo la escandalizada mirada de su nuera... Pero ya bajaban los niños, atropellándose, tratando de no perder aquel maravilloso barco del abuelo.
Desayunaban Tomás y los tres niños. Su nuera y su hijo lo habían hecho antes. Los niños sorbían la leche, se miraban entre sí e intercambiaban risitas, al acecho, como agazapados a la espera de una señal que -de improviso- sonaría estentórea. El abuelo miraba de reojo las tazas de sus nietos y, cuando comprobaba que ya se habían vaciado, se levantaba y hacía que la sirena provocara nueva algarabía, nuevos reproches y una nube de vapor que sólo veían los niños.
Zarpaban los cuatro y navegaban hasta la escuela. Luego, Tomás -como un náufrago- se dejaba llevar por corrientes desconocidas que -inevitablemente- lo llevaban al camino de la ermita. Desde allí, por encima de las copas de los árboles, de los tejados de Rocabruna, más allá de los campos cultidos, divisaba Marina y el faro, miraba -húmeda y amorosamente- la costa inasequible.
Por las tardes, cumplía religiosamente con su siesta. A él no le apetecía ir al casino y jugar interminables partidas de cartas o dominó. Prefería tenderse en la cama y sumirse en un duermevela dominado por sus recuerdos, sus querencias, sus imaginaciones. No llegaba a dormir nunca, pero eso exactamente era lo que pretendía: una somnolencia dirigida, un caliginoso paisaje en el que confluyeran imágenes pretéritas y sombras del porvenir.
A primeras horas de la noche, salía Tomás con su silla de enea y se sentaba frente a la casa. Tomaba el fresco, mientras hojeaba su catálogo de barcos y su cuaderno de bitácora. No tardaban mucho en acercarse sus nietos y, con ellos, los niños de la calle... Y Tomás esperaba a que le preguntaran, se hacía de rogar, exigía de sus pequeños amigos un interés, un entusiasmo, una verdadera devoción. Cuando veía las caras ansiosas, suplicantes, dispuestas a la credulidad total, Tomás les enseñaba los santos de su catálogo y les daba nombre, les señalaba las características de cada uno, les hacía fijarse en las diferencias.
Otras veces, les leía anotaciones de su curioso cuaderno de bitácora: "Ha sido un día de calma absoluta. Nos hemos mantenido al pairo, mientras tratábamos de recomponer los desperfectos que había causado la tormenta de la noche pasada. Mantenemos el rumbo para que mañana sea un día tan agitado como el de hoy... y poder gozarlo". "Tampoco hemos recibido mensajes en botellas. A la orilla sólo llegan desperdicios o botellas vacías. ¿Cómo salvar a alguien si no se pone en comunicación con nosotros?". "A lo lejos vimos una escuadra turca, pero no osó atacarnos. Quizá los turcos ya no sean nuestros enemigos. Habrá que esperar para confirmarlo. Elisa no lo duda...".
SECAR ESTRELLAS
¡No había día en que -Para terminar- no les instruyera en cuanto a la fabricación de pipas y cañas de pescar, o les enseñara cómo secar estrellas de mar, o cómo hacer dibujos con pechinas, o cómo profetizar el tiempo.
A lo largo de noches y noches, los niños y muchachos de Rocabruna se fueron enterando de que "el mar es bueno y malo, apacible y terrorífico, azul y gris..."; de los distintos vientos que afectaban a la comarca, "Fundamentalmente, tramontana -que viene del Norte y es frío-, terral -que viene del Oeste, es seco, unas veces caliente y otras frío-, levante -que viene del Este, es húmedo y templado y trae la lluvia-, aljamal -que viene del Sur, es cálido y húmedo y trae los ensueños- y écigo -que es un viento burlón que borra los malentendidos y viene de arriba o de abajo".
De este modo discurría la vida de Tomás: sus nostalgias sólo lo herían levemente. Pero, a principios de septiembre, cuando las tormentas anuncian el cambio de estación, ocurrieron dos hechos de fatales consecuencias. Sin duda, nada tenía que ver una cosa con la otra pero sabido es que los sentimientos buscan -y encuentran- otra cadena de relaciones.
El primero de los acontecimientos lo sorprendió en su misma casa: la albahaca se estaba secando. En rigor, nada de extraño había en lo que pasa año tras año, con una puntualidad que la naturaleza repite amorosaraente. Sin embargo, Tomás intuyó que aquella vez era diferente.
La confirmación de sus fúnebres augurios vino de fuera.
La Calle Nueva partía del arco de Santa Clara y se alargaba justo hasta su casa. Enfrente, la Casa del Indiano -abandonado edificio de dos plantas, ruinoso, con restos de azulejos multicolores y enmarañados Jardines- había servido, durante estos últimos años, para que los muchachos saborearan el misterio (del lugar prohibido, maldito; para que los muchachos hicieran de aquellas ruinas el templo de sus escondites, de sus juegos; para que los muchachos disfrutaran los primeros y secretos placeres de la piel sobresaltada, los primeros temblores y escalofríos porcariciar un muslo o sentir el latido de un cuerpo inacabado.
Es el caso que -no se sabe cómo- la Casa del Indiano fue vendida, se construyó una valla de obra y se procedió a la demolición, allí se iba a levantar un edificio de cuatro pisos.
Desde el momento mismo en que Tomás se enteró, ya no hubo día que no fuera un martirio para él: dejó de acompañar a sus nietos a la escuela, trató de dormir horas y horas, olvidó su cuaderno y su catálogo... Vivía con el terror de abrir un día la ventana de su habitación y no poder ver ya el mar...
Por fin, la albahaca se secó totalmente.
LA CARACOLA
A la mañana siguiente decidió no levantarse de la cama. "¿Para qué, si lo peor puede ocurrir de pie, en la ventana, frente a lo que fue la Casa del Indiano?". Otro día se obstinó ya en no comer. "¿Para qué. alimentar el cuerpo, si no puedo alimentar mi alma?...". Y es que se iba imaginando la progresiva construcción del inmueble: "Ya han terminado los cimientos". "Ahora estarán haciendo el esqueleto". "Habrán acabado las paredes". "Estará ondeando la bandera en el tejado...".
Inevitablemente, cayó enfermo: lo que -para todos- había sido una tozudez senil se convirtió en innominada y verdadera enfermedad. Nada podían hacer por él ni su hijo, ni su nuera, ni los nietos, ni el médico: Tomás no respondía a los estímulos familiares o medicinales. Solamente hizo un amago de sonrisa cuando su hijo -otra vez niño- le dijo: "Padre, ya tiene teléfono: hilo directo con el mar...". Y le acercó una caracola.
Sin embargo, el proceso era ya irreversible y sólo cabía esperar que, de un momento a otro, Tomás culminara su sosegado suicidio.
Pero en Rocabruna había aún quienes trataron de jugar una última baza.
"Levántese. Tiene que ver algo".
"Sí, abuelo, levántate y ven a la ventana".
Aunque hubiera querido, le resultaba ya imposible mover un solo miembro. A duras penas abría y cerraba los ojos. Susurraba interrogantes o desdenes. Su cara era un desgastado mascarón de proa.
Entre su hijo y su nuera lo llevaron a la ventana, donde lo esperaban sus nietos, sonrientes, con un alborozo travieso y expectante.
Allí estaba -a punto de ser inaugurado- el edificio excesivo, aquellos cuatro horrendos pisos, aquel horrible mastodonte de cemento y aluminio. Pero, bajando la mirada, dirigiéndola hacia la valla de protección, un estallido de colores sorprendió a Tomás, el moribundo farero de Marina.
Los niños y muchachos de Rocabruna -los mismos que cogían gatos, los ataban y los echaban en las albercas; los mismos que quemaban lagartijas; los mismos que cazaban ratas con varillas de paraguas como arcos y flechas; los mismos que robaban nidos de gorriones para usar los huevos como proyectiles; los mismos que saqueaban árboles frutales; los mismos que empezaban a ver la televisión- habían pintado la parte frontal del muro, habían plasmado una panorámica de la costa, que incluía pinos, mar, faro, gaviotas, bañistas, estrellas, sol, luna, velas y vientos.
Dos lágrimas descendieron por las arrugadas mejillas: eran lágrimas lucientes, como gotas de mar reflejando rayos de sol.
"La vida también es azul, Elisa", fue lo último que dijo.
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