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A ver si acabamos de una vez

Félix de Azúa

En un artículo relativamente reciente (El caos de Venecia, EL PAIS, 11 de mayo de 1987), Alberto Arbasino exponía el catálogo de destrucciones y usuras que el turismo masivo inflige a los espacios histórico-artísticos. Todos hemos sido testigos, en alguna ocasión, de la payasada en que se han convertido las visitas a museos como el Louvre o el Prado, por no mencionar museos nacidos ya con alma de muchedumbre, como el extravagante Museo d'Orsay. A nadie escandaliza que algunos monumentos de Florencia, Roma o Brujas hayan sido sustituidos por copias para evitar la ruina del original. Y si los directores artísticos decidieran exponer 10 Mona Lisa en lugar de una, para descongestionar la sala, todos lo aprobaríamos.El criterio inmediato, pero algo ingenuo, frente al apocalipsis de la cultura cristiana es el que manifestaba Arbasino: protección, conservación, selección. El límite marcado por la alcaldía veneciana (50.000 turistas al día) es el equivalente de las colas controladas en las entradas de exposiciones artísticas espectaculares. En numerus clausus parece una fatalidad de los ámbitos culturales -Universidad, museo, sede de conciertos, monumentos-, en contraste con la ampliación colosal de estadios y polideportivos.Sin embargo, este criterio, cuya finalidad oculta es la de devolver los bienes histórico-artísticos a sus pretendidos propietarios, los ciudadanos cultos, no deja de ser antipático. Pero no es sólo antipático, es, sobre todo, inaplicable, impracticable, onírico. La devolución del pensamiento a quienes pueden garantizar una propiedad intelectual estaría muy mal vista. Algo así como los bancos, que sólo prestan a quien ya posee. Y además, indudablemente, alguien la calificaría de antidemocrática. Éste es el calificativo más temido por los profesionales de la gestión pública. A su eco, los gestores palidecen y corren a ocultarse bajo las piedras. Es una palabra, desde luego, vacía de sentido en el ámbito cultural, pero ha ocupado el lugar de la palabra infamia en la fantasía popular. "Lo antidemocrático es una infamia", así piensa la totalidad de la sociedad.

A la imposibilidad de mantener el sentido real del monumento (¡miseria del camposanto pisano!) se suma su sorprendente genitividad económica.Todos sabemos que los millones de mirones que desfilan ante Los fusilamientos, de Goya, sólo ven la etiqueta con el nombre y la fecha; pero también sabemos que esos millones de espectadores del rótulo suman una agradable cantidad de dinero. Para acabarlo de arreglar, son ellos (o, más exactamente, su cantidad) los que garantizan que el museo es una institución democrática. "Todo el munclo puede ver el rótulo de esta pintura, luego este museo es dernocrático", así piensa la totalidz.d de la población.

De manera que es inevitable acabar de arruinar Venecia, Orvietto, el Museo del Louvre, Goya y así sucesivamente. Arruinarlos risicamente, quiero decir, porque su destrucción intelectual ya se ha producido. La avispada Gea Aulenti, por ejemplo, actuando a favor del zeitgeist, ha reducido a un lugar secundario aquello que justificaba la construcción del Museo d'Orsay: la pintura. De nuevo, los cuadros ocupan una posición orinamental, sobre el piano o en elsaloncito, como signo sexual secundario del propietario. Porque la pintura -o la historía de la pintura- carece ya cle todo interés real frente a la potencia del espectáculo museístico.

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Del mismo modo, la Venecia monumental e histórica es una insignificancia si la comparamos con la Venecia espectacular y turística. De entrar en competencia con Disneylandia, tendria serias posibilidades de vencer. Y no nos engañemos: la verdadera cultura, la fáctica, la que mueve al mundo, es Disneylandia. Podrá estusiasmarnos o no, pero el espíritu del planeta ha elegido al Pato Donald, cuya presencia (antaño reservada, al morro de los Boeing B-29) ha desplazado por corripleto a la de su antecesor, Jesucristo.

El estado de cosas debe ser aceptado sin fantasear un falso mundo verdadero o sustancial que no existe fuera de las cabezas de los lectores de Juan Ramón Jiménez, allí donde Dios es azul, la flauta y el tambor, etcétera. El estado de cosas es por lo menos tan verdadero y sustancial como el ideal bello, o, mejor dicho, tan inverosímil y accidental como el ideal bello. El nuestro es, indiscutiblemente, el mejor de los mundos imposibles, y nosotros somos, mientras tanto, los mejores habítantes. de ese mundo.

Pero el estado de cosas tampoco debe admitirse como resignación o fátalidad, a la manera socialdemócrata. Debe más bien tomarse como un rechazo activo y feroz de los contenidos del falso mundo verdadero y sustancial (aquel en el que Dios es desconsideradamente azul); como rechazo del repugnante ideal bello. Las muchedumbres que simulan admirair Venecia, Goya, las pirámides o Plácido Domingo, pero que en realidad destruyen Venecia, Goya, las pirámides y no destruyen a Plácido Domingo porque es incombustible, deben ser tomadas totalmente en serio e interpretadas según su terrible destino. Hay que parar la oreja ante ese berrido.

Tras dos guerras mundiales, las muchedumbres entraron en una larga convalecencia conservadora. Cuarenta años llevábamos de conservación, protección, reconstrucción, preservación y demás ecologismos débiles. Pero los últimos cinco años alumbran una luz esperanzadora: las muchedumbres están destruyendo activamente lo conservado y lo hacen a más alta velocidad que los restauradores. Las muchedumbres están triturando las ruinas de una memoria elasicista, clasista y calquista. Quien no vea en ello el anuncio de una nueva era es que está ciego o es que es muchedumbre.

Cada nuevo graffiti en el culo del David es un grito de esperariza, cada desconchado en los frescos de Veronese producido por las sucias uñas de un turista es una arenga, cada bocadillo de calamares enganchado a un Goya es la aurora de un nuevo día. Y cuando Venecia sea abandonada a las enloquecidas hordas de unos deportistas universales arribados en autocares desvencijados, con una lata de cerveza en cada bolsillo; cuando en 24 horas Venecia se vea reducida al estado normal de una barriada o polígono de protección oficial, entonces podremos decir que la cultura occidental renace de sus cenizas. Porque lo otro, francamente, es de una hipocresía que no hay quien la aguante.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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