Mariposa
A esa hora de la mañana en la ciudad cantaban muchas sirenas y todas las ambulancias iban en la misma dirección. Los furgones de la policía y los coches de bomberos pululando lograban abrirse paso con dificultad en medio del atasco hacia aquel punto indeterminado, donde tal vez había sucedido una gran tragedia. En las esquinas, los mendigos cesaron por un momento de pedir la limosna preceptiva e incluso los navajeros se habían paralizado. En los corros, la gente hacía comentarios de una desgracia, según distintas versiones, aunque la mayoría apuntaba a un nuevo caso de sangre masiva que había embadurnado una encrucijada entera. En realidad eso había acaecido exactamente en nombre de un lejano dios vengador. Una bomba acababa de reventar a una docena de ciudadanos, pero a esa misma hora de la mañana un joven poeta caminaba por la acera, pensando en los ángeles. Sin duda existían ángeles azules, dorados, verdes, blancos, con estrellas de plata en las alas, los cuales poblaban no sólo el espacio sino el asfalto de la ciudad putrefacta y también volaban alrededor del corazón de los hombres. El joven poeta pensaba en esos seres puros que condensan la belleza invisible, mientras sin darse cuenta se acercaba al lugar del atentado. Llevaba aún en el cerebro una danza de espíritus celestes, cuando de repente se encontró con aquella carnicería humana.Las ambulancias se estaban haciendo cargo de los heridos y los bomberos metían en sacos de plástico trozos de cadáveres que pertenecían a cuerpos distintos y en ciertos escaparates las vísceras habían sustituido a los rótulos. La policía tenía acordonada la calle. El joven poeta, con la cabeza llena de ángeles, era uno más entre los curiosos. Ante la crueldad de semejante espectáculo, los ángeles desaparecieron de su memoria, pero entonces sucedió algo imprevisto. Desde el fondo de la matanza surgió una mariposa amarilla con pintas negras. Voló hacia el poeta. Dio varias vueltas en torno a su cráneo y se le detuvo en la frente. Y allí quedó para siempre estampada.
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