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Una polémica muy poco cachonda

No hace falta giran esfuerzo investigador y analítico para comprobar que la justicia como objetivo del que habla el preámbulo de nuestra Constitución, o como valor superior del ordenamiento jurídico, según propugna el artículo primero, que se llena de contenido en el posterior artículo noveno y que se concreta en la enunciación de los derechos y libertades individuales y colectivas de los españoles, del título II, está aún muy pero que muy lejos de regir nuestros comportamientos e inspirar nuestros actos cívicos, políticos, sociales y culturales, para la consagración del Estado social y democrático de derecho en que esta comunidad, España, ha querido constituirse.La justicia, emanada del pueblo y administrada por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, está realmente golpeada y dolorida por las interpretaciones reduccionistas, cicateras, tecnocráticas y recelosas que sufre diariamente.

Si nadie puede hoy poner en duda la independencia de jueces y magistrados o, lo que es lo mismo, del poder judicial, no sólo se pone en duda, sino que se constata diariamente su falta de eficacia, no atribuible a quienes la administran, en su generalidad, dejadas de lado como lo que son, anécdotas, ciertas conductas que más que hacer dudar de la independencia hacen dudar de la capacidad técnica, del talante, de la laboriosidad, moderación y serenidad exigible de los jueces y del común sentir o sentido común de que deben hacer gala. En estas anécdotas hay frecuentemente más disparate que dependencia. y prevaricación.

Pero se puede y debe ponerse en duda la consideración político-social del poder judicial, en el fundamental papel constitucional que le ha sido asignado, en relación con los otros poderes del Estado. La suspicacia frente a su fortalecimiento aparece con cualquier pretexto y hace asomar la oreja de quienes para servir unos u otros fines desean una justicia descalificada y desprestigiada. Y lo logran plenamente.

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Algunos todavía quieren dudar de la independencia del Consejo General del Poder Judicial exhibiendo argumentos que el tiempo ha dejado bien claro que carecían de base, y prefieren mantener viva una falsa polémica porque así conviene a intereses políticos bien definidos, de concretas posiciones partidistas. Están en su derecho aunque no estén en la razón. Sería preferible que todos discutiéramos seriamente sobre lo importante, la eficacia, la responsabilidad, la modernización y, lo que aún es más, la necesidad social y política de una justicia de adecuación constitucional que merezca tal nombre.

Un Estado democrático y social de derecho no debe, pero se puede permitir deficiencias en muchas áreas de la vida ciudadana; nunca en el área de la justicia, porque esta área es precisamente la garantía final para la exigibilidad de la corrección de todas esas deficiencias, el límite a la arbitrariedad o el abuso, la tutela efectiva de nuestros deberes y derechos, de nuestra democracia y libertad.

Si no se pasa el test de la justicia, los otros test de pretendido país desarrollado, técnico económicos, que no sobran nunca, no son bastantes ni suficientes.

Este test hoy no lo soportamos. Y es lógico que algunos quieran que nunca lo superemos.

El servicio público de la justicia, entendido como la suficiencia de medios materiales y humanos puestos a disposición del poder judicial para que cumpla sus fines constitucionales, y concebido como la decidida acción de administración racional de todo ello, al servicio del pueblo del que emana, para hacer realidad la tutela judicial efectiva, a la luz de la cotidianeidad, del caso a caso y del día a día, es todavía una proclamación retórica.

Pues bien, en lugar de discutir, para hacer de verdad justicia, cómo se reforman las leyes procesales, cómo se hace realidad la participación del pueblo, cómo se racionaliza la oficina judicial y el lento trayecto de papeles en su seno, cómo se garantiza al intervención responsable de abogados, fiscales y demás operadores de la justicia, con la mirada puesta en el servicio público, en sus garantías, y cómo se alcanza su eficiencia y calidad, cómo se sensibiliza sobre su grave situación a la sociedad, al poder ejecutivo y al legislativo, cómo se hace realidad la a veces demasiado diluida responsabilidad del poder judicial ante ella, o cómo están las inhumanas cárceles, vamos a sacarnos de la manga una cachonda polémica terminológica que oculte los hechos y los problemas reales, los desvirtúe, frivolice y contribuya más aún a la confusión reinante.

Hay que preguntarse sinceramente si queremos un buen servicio público de la justicia, con lo que esto lleva aparejado para los grandes poderes económicos, para los profesionales del sectarismo político, para los defensores de muy variados totalitarismos, para las conductas impunes de hecho por razón de la ineficacia del derecho; en suma, para la real protección y auténtica progresión de los derechos humanos en la forma y en el fondo.

La situación de la justicia como valor objetivo de nuestro sistema político, del poder judicial como administrador de ella, de la soberanía popular que a través de la misma se hace realidad, del eficaz funcionamiento del servicio público como efectiva tutela, no es un cachondeo, es simplemente, hoy y aquí, una inocultable irresponsabilidad cívica, social, cultural y política.

Cuando alquien dice que "la justicia es un cachondeo" es casi seguro que lo dice desde la rabia y el dolor que produce el comprobar que unos y otros se están tomando a cachondeo la Constitución en pleno.

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