Posmodernismo y debilidad
La filosofía de Schopenhauer es una imparable resta ontológica que llega hasta la nada. Razones no faltan; nadie como este autor ha señalado la radicalidad del mal. Tanto las "almas atormentadas" como los "diablos atormentadores" se deben a una misma voluntad de vivir. "Vida" significa injusticia, crueldad y sufrimiento. No es menos cierto que tampoco se escatima pólvora a la hora de criticar la explotación; bastaría recordar el pasaje sobre el trabajo en las fábricas de tejidos "donde las personas son atrapadas desde los cinco años, primero 10 horas, después 12, hasta 14 horas ejecutando el mismo trabajo mecánico", para concluir: "He aquí lo que se llama comprar caro el placer de respirar".Las reducciones del ser comienzan ahí. Como el origen del mal está en la pluralidad de focos de apetencia de poder que, engañados, ignoran el fondo metafísico de su igualdad, se construye una escala de valores que impele desde la "virtud" a la "estética" para triunfar en el "ascetismo" porque aquéllas no desindividualizaban bastante. Esta solución "nihilista" venía a ser, precisamente, la finalidad real de la vida: la insuperable maldad y la reflexión que ella origina muestran la razonabilidad del dejar de ser. La contra dicción de esta filosofía (otro día hablaremos del piadoso ascetismo del autor al ofrecer sus anteojos de teatro para que se disparara mejor desde su balcón contra las barricadas en los acontecimientos de 1848) está en el oscilante estatuto que se le da a lo individual: mera apariencia. Pero si el mal es tan radical, ¿por qué los individuos son meras ilusiones? Contradicción que gana en interés cuando en su giro nominalista niega rotundamente la pretendida "unidad de marcha" de la historia.
Este problema no es ajeno a la ontología / teología que pretende defender al individuo mediante la idea general de la ascesis. Pues toda ascética -decía Nietzsche- significa "una crianza para la impersonalidad, para olvidarse-a-sí-mismo". ¿Será la "ontología débil" la fuente donde los nuevos mandarines de la ascética de la época de la técnica nos mandarán beber para luego redimirnos por el "olvido"? Pero lejos está Nietzsche de escapar del dilema. Porque es innegable que desde 1878 y frente a la explotación del trabajador no proponía la debilidad, sino la acción: "No eludir la aventura, ni la guerra, y tener preparada para las contingencias más graves la muerte, con tal que cese esta servidumbre indecente, este volverse agrio y rencoroso y subversivo".
Ahora bien, junto a esto aparece la contradicción que tenía que aflorar desde el mítico origen del mal. Pues, tras exhortar a la "rebelión" y a la "salida" de Europa y hacer de la pérdida del miedo a la muerte (Hegel) el auténtico umbral de la emancipación, acaba afirmando que, además, ¡qué importancia tiene la escasez de la mano de obra... si todavía están los chinos!
Se necesitaría ser nietzscheano de comunión diaria para ocultar estas cosas y poder presentar la cara liberalizadora del vilipendiado Nietzsche. Afortunadamente, G. Vattimo está en las antípodas. Sin embargo, en la radicalidad y sinceridad de tales contradicciones estriba la diferencia irreductible entre discípulo y maestro. Porque el desconsolado, pero noble, anacoretismo al que se somete desde el Zaratustra -y que puede confundirse con la prédica de la ascesis schopenhaueriana- es fruto de la impotencia a que el fracaso de la idea de Comunidad, nada raro entre los humanistas alemanes, le ha obligado. Desde esa atalaya creyó realmente que "el despreciable sistema capitalista caerá con sólo despreciarlo".
Lo que se olvida es que a Nietzsche no sólo lo salva esta bendita ingenuidad, sino también su falta de compasión. "Nihilismo" significa políticamente desvelamiento de las raíces identificadoras, entre razón y dominio, lo que implica que el hombre sea el único animal capaz de decir "¡no!". Por lo que no es el ascetismo, sino esta capacidad para negar, lo que devuelve la confianza en el hombre.
Frente al posmodernismo que propone la interpretación del "final" de la filosofía como el toque de queda para dejar de pensar, acaso quepa reflexionar aún sobre el origen de su propia debilidad en relación, con el ocultamiento radical del proyecto de subjetividad de la modernidad.
Kant pensaba en 1784 (Qué significa orientarse en el pensamiento) que el abandono de la máxima sobre la "independencia" de la razón, renuncia que denominó descreimiento racional, no podía ser histórica ni, por tanto, "imputable". Pero la debilidad que hace gala de la llamada "cura de adelgazamiento del sujeto" ¿no acabará transformando este descreimiento, que sólo debía ser producto "pasajero" del estado penoso del ánimo humano, en historicismo? Si esto llega a cristalizar la "tarea" al "final" de la filosofía estaría bien clara: no se trataría de abandonar un "criterio de opción" por otro, sino por ninguno. Contra esto se proponía el Sapere aude, que no implicaba tanto una autotransparencia social absoluta como valor para llevar a cabo lo que sólo podía ser una tarea infinita. Consciente de la debilidad congénita del hombre -verdadera opacidad frente a todo ideal-, se nos insta a que tengamos resolución para servirnos de nuestro propio entendimiento contra la "pereza" y la "cobardía" que anclan en la "minoría de edad". Y no caben dudas hipócritas. El "uso público" de la razón tenía para Kant a los mismos detractores que en el "final" de la modernidad: el militar, el banquero y el pastor para quienes podemos "razonar" de todo lo que queramos, pero siempre que se acabe obedeciendo. ¿Cómo explicarles a éstos la postura "debilista"? ¿No se está confundiendo nuestra general falta de ánimo con la necesidad urgente de desarticular del todo el proyecto de la Ilustración? ¿Es de extrañar, como comentaba Habermas, que los neoconservadores reclamen la necesidad de una política orientada a quitar la espoleta del contenido explosivo de la modernidad cultural?
Lo que había comenzado como una oportuna crítica a la subjetividad del modernismo academicista está acabando en un desmantelamiento de la subjetividad e individualidad frente al sino de la técnica. Por ejemplo, las posmodernas teorías sobre la escritura que con el ánimo de entrada de reconducir el tema de la relación ontológico política de la multiplicidad / unidad, fragmento / todo, hacia una liberación de la escritura frente a la momificación del concepto, puede concluir en que todo es Gramática-de-la-máquina-de-escribir-de-El-Corte-Inglés. El autor ya no es autor, ni el lector es ya lector. Vale. Pero mientras alcanzamos un nuevo tipo de subjetividad, no sólo para leer, sino para vivir, el mundo tecnocrático anda frotándose las manos: ahí tienen el sustituto de la ilustración que andaban buscando, perfecta adecuación para la abstracta uniformidad que se impone. ¿No tiene esto relación con la llamada -justamente al levantarse acta de la defunción de la modernidad- hacia el ascetismo y la desindividualización? ¿Y qué decir del socialismo (posmoderno) que remite a la eterna paciencia (¿de quiénes?) para resolver los conflictos?
Es por lo que pienso que la "ontología débil" potencia la realidad social del mal que, conocedora del nihilismo piadoso del "final" de la filosofía (a mí me suena que Nietzsche pedía desesperación antes que resignación), se atrinchera de nuevo entre la apocalíptica imposibilidad de ir construyendo una sociedad más razonable y nuestra propia renuncia.
Y estoy convencido que nadie menos que un profesor tiene derecho a jugar con las apologías de la desesperación. Se puede ofrecer la otra mejilla. Siempre y cuando, como explica Borges, no nos mueva a ello el temor.
Julio Quesada es profesor de Filosofía en la universidad Autónoma de Madrid.
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