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El caos de Venecia

El alcalde de Venecia cierra la ciudad a los visitantes, pasado cierto númerus clausus. ¿Noticia trágica o amenaza semiseria? Sobre eso se discutía desde hace años con creciente preocupación porque, según las autoridades venecianas, "existe un límite de cabida, superado el cual no hay más que caos y destrucción de la ciudad'.Durante todo el Renacimiento, la Serenísima fue el mito de la metrópoli-laberinto, donde los forasteros podían vagabundear hasta el infinito y perderse entre los desmesurados arabescos de calles y callejas, desde las comedias del siglo XVI hasta los cuentos de Hugo von Hofmannsthal. Pero los trenes abarrotados, los barcos de las playas vecinas y las colas de automóviles que cruzan el puente sobre la laguna vuelcan ahora cientos de miles de personas diarias, en los períodos turísticos más infernales, sobre el pequeño centro histórico de una ciudad de menos de 100.000 habitantes. Y todos se concentran y amontonan entre la plaza de San Marcos y el Rialto, infligiendo gravísimos daños a monumentos y obras de arte, mientras los otros barrios, semiabandonados y despoblados, permanecen desiertos, irreales, metafísicos.

El Ayuntamiento anuncia, pues, en contra de los intereses de los comerciantes, que pasado el fatídico umbral de 50.000 visitantes, el puente se cerrará, debido también a que sería humanamente imposible encontrar aparcamiento u hotel, para quien no haya reservado con anticipación. A los grupos turísticos y escolares se les orientará ala "temporada baja" invernal. Además, los vaporetti del servicio público ya no pueden soportar más tráfico y van hasta los topes en los fines de semana, cuando siguen llegando 600 autobuses cargados en unas cuantas horas. Y en las calles habrá que establecer direcciones prohibidas peatonales para evitar que los visitantes queden bloqueados en embotellamientos y revienten las cristaleras de los bares o se caigan a los canales.

Hace 20 años, después de las desastrosas inundaciones de 1966, Florencia parecía una ciudad herida, y Venecia, una ciudad muerta. Como cuando Voltaire la llamaba "un adorable absurdo, no una ciudad", y Byron ya lloraba por sus murallas que se hundían en las aguas, y Goethe comparaba las góndolas con ataúdes... Incluso con buen tiempo, a las nueve de la noche las ventanas del canal Grande estaban apagadas. En los canales laterales, muchas ventanas ya ni siquiera existían. Y a las diez se veían poquísimas personas por la calle. Las construcciones menores estaban en ruina y había un gran porcentaje declaradas inhabitables, porque los problemas de restauración y de servicios resultaban terribles, con las estructuras empapadas de humedad. Por eso los dueños trataban de especular con obras ¡legales abandonando los pisos inferiores de casas y casitas para ascender cada vez más hacia la luz y lo seco. Y los inquilinos solían mudarse a tierra firme, a la zona de Mestre, que se hincha ba como una megalópoli de película del Oeste y se volvía mucho mayor que Venecia.

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Para explicar el deterioro hidráulico de la ciudad es preciso comparar la Laguna con un pul món que respira con las mareas con un sistema fisiológico de hinchazones y tumefacciones que ha alcanzado cierto equilibrio espumoso tras siglos de cautos y sagaces experimento de sapientísimos ingenieros de la República Véneta, en la época de los dux. El problema era doble. Había que evitar que la laguna se convirtiese en estanque, en pantano cenagoso, como tantas riberas del Adriático bizantino. Pero también había que impedir que las olas demasiado fuertes barrieran la ciudad durante las borrascas.

Se desviaron entonces, por un lado, los ríos que amenazaban con rellenar los cauces, como ya había ocurrido alrededor de Rávena y de su antiguo puerto. Y, por otra parte, se protegió toda la laguna con una serie de diques, los famosos murazzi, construidos con enormes gastos en el siglo XVIII para completar el cierre del litoral hacia el Adriático. En toda la barrera sólo seguían abiertas y siguen aún hoy tres salidas: Lido, Malamocco y Chioggia. Por allí han pasado siempre los barcos y el comercio, y también el intercambio diario de agua marina -sístole / diástole-, para ¡m pedir con un drenaje ecológico y rítmico la putrefacción de todo el pulmón, y su transformación en cañaveral lleno de mosquitos y de gatos muertos.

Este equilibrio fue la última obra de la República, que murió de cansancio a finales del Rococó, en la época napoleónica Pero en el siglo XX, cuando se crearon las refinerías de Morghera para dar trabajo a los em pobrecidos venecianos, de la zona industrial de Mestre empezaron a llegar peligros y ame nazas para la ciudad histórica Desciende el nivel de Venecia como un blando almohadón que se asienta sobre porosidades tenebrosas, a causa de enorme drenaje que las fábricas hacen en las capas freáticas; y se hunde el valle del Poo a causa de los asentamientos geológicos debido a la extracción del metano, al mismo tiempo que sube el nivel del Adriático, como en todos los mares del mundo. Los canales de las in dustrias continúan devastando con excavaciones, obstrucciones y remolinos el equilibrio de la laguna, creando problemas para la organización de los murazzi, haciendo pasar los petroleros a unos metros de San Marcos. Pero la tierra firme agrede sobre todo a la ciudad antigua con las miasmas industriales que corroen a los agonizantes monumentos, y con la violencia sociológica de la superpoblación de las excursiones cotidianas que trituran mosaicos, mármoles, frescos, y desmenuzan y pulverizan los agotados pavimentos.

Hoy, en carnaval, Venecia puede hasta dar miedo. Basta con pasar una hora en la estación de Mestre, adonde llegan continuamente los trenes locales de la populosísima provincia véneta, cargado cada uno con centenares de máscaras, con pesados abrigos porque aún hace frío y a menudo hay aguanieve. Las columnas de trenes llevan a muchos miles de máscaras hacia la estación veneciana, donde es imposible subir a vaporetti y motoras, a rebosar. Todos se dirigen entonces a pie hacia la plaza de San Marcos, adonde no consiguen llegar, sin embargo, porque está abarrotada, y para recorrer unos cuantos metros se necesitan horas, ya que los puentes están atestados de personas bloqueadas que tropiezan en las dos direcciones, y que no pueden avanzar ni retroceder a causa de la gente que hay en las calles, a uno y otro lado.

Todos los bares están cerrados, asustados, y es imposible conseguir bebidas o ir a un retrete. En la plaza de San Marcos se bebe en las latas traídas de la estación, y más tarde se encienden hogueras. Al día siguiente, los periódicos hacen el horrorizado balance de los daños -capiteles rotos, mármoles ahumados, letreros con pintura índeleble sobre ilustres muros- y los funcionarios de bienes culturales se disponen a redactar nuevos informes sobre las irreparables pérdidas, que hay que sumar a las de la inundación.

Éstos son los dramas sobre los que se injertan los males de un turismo ya desastroso, tanto para el patrimonio artístico como para la vida de los exasperados ciudadanos. El alcalde de Venecia da la alarma y trata de adoptar medidas dificiles, mientras todos los periódicos italianos enumeran desastres y destrucciones anticulturales, en una cultura que ha trastrocado los principios urbanísticos del siglo XX: desbloquear los centros antiguos, descentralizar los atractivos y la calidad de vida también hacia las periferias. Muy al contrario: durante años y años de desarrollo insensato,

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El caos de Venecia

escritor italiano, es en la actualidad crítico cultural del diario romano La Repubblica y autor de los libros Fantasmi itafiani, Grazie per le magnifiche rose y Un Faese senza, entre otros.

Traducción: Carlos A. Caranci.

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