La comedia de los despropositos
Desde que se abrió la carrera hacia las urnas se ha establecido una lucha sorda entre el transeúnte anónimo y el cartelero electoral. Éste multiplica en tapias y paredes los rostros de los políticos, mientras que aquél, movido más que nada por el tedio, hace lo imposible por ignorar que a su izquierda y a su derecha existen, efectivamente, tapias y paredes. La política oficial, la del Congreso y los mítines y las alocuciones televisadas de los políticos, ha adquirido en los últimos tiempos un tono de aburrimiento inédito. Todo cuanto se oye es ininteresante, al punto que la idea de acudir el 10 de junio al colegio más próximo, escoger las tres papeletas correspondientes, repasar la columna de candidatos, llegarse a la arqueta del voto, alargar el carné de identidad e introducir las papeletas por la ranura produce ya una sensación de cansancio anticipado, un agobio y como una tristeza del espíritu. Los que voten, votarán por sentido del deber y porque la patria lo pide, entendiendo la democracia un poco a la manera en que antes entendían la misa los fieles estrictamente domingueros: como una rutina y un acto de servicio incruento.Alguna gente se explica semejante fenómeno aludiendo a la crisis de las ideologías. Este profundo pensamiento, que ya fue apuntado por Gonzalo Fernández de la Mora, sólo resuelve la cosa a medias. De hecho, y afortunadamente, hace tiempo que el voto español -quitando al País Vasco- ha perdido urgencia ideológica. Se deposita el voto, o por cansancio del Gobierno vigente, o por desconfianza hacia el que pueda sustituirlo, o para vengarse, en lo político, de alguien cercano (por ejemplo, el padre, o el cónyuge, o quizá el vecino de enfrente). Pero no se vota un proyecto ideal de sociedad, o, tan siquiera, un proyecto de sociedad. En eso sólo creen los simples de espíritu o los muy contumaces. La causa de la indiferencia política del español contemporáneo habrá que buscarla entonces en otro sitio. Por supuesto, es fuerza que intervenga, y en no pequeña medida, el hecho de que nadie espera de la inminente confrontación electoral un vuelco dramático. Adarme más, adarme menos, seguirán mandando quienes ahora lo hacen, no quedando, por tanto, lugar para la emoción y la incertidumbre. Con todo, tengo para mí que un factor añadido, un factor más profundo y en absoluto coyuntural, está contribuyendo silenciosa, pero fundamentalmente, a enfriar el ambiente. Este factor es muy sutil, tanto que entra casi más en el orden de lo retórico que de lo palpablemente político. Para que el lector pueda apreciarlo voy a imaginar una especie de historieta, una historieta teatral con su correspondiente lista de personajes y el obligado reparto de papeles. Los actores se reclutarán, claro está, entre algunos de nuestros políticos señeros, y sus papeles serán coincidentes con los que ellos, en la vida política real, se asignan a sí mismos. Tendremos entonces: al hombre de Estado, a Mendès-France, a Azaña, al gran populista, a Melina Mercuri.
Ahora imagínese el lector en el patio de butacas, justo cuando acaba de alzarse el telón. Es inútil que aclare quién es quién en la nómina de actores, ya que sus nombres están cantados. Lo primero que cabe constatar es una cierta incongruencia entre lo que cada individuo es y su función dentro delescenario. Empecemos por el hombre de Estado. Éste, confundiendo la Moncloa con el Pueblo Español de Montjuïc, ha construido junto a su residencia oficial una bodeguita donde se pasa las horas muertas jugando al billar.
Mendès-France, es decir, el radical de Cebreros, atesora múltiples virtudes, entre las que no se cuentan, sin embargo, ni la del talento oratorio ni la de su elaboración intelectual. El hirsuto Azaña es un excelente católico de toda la vida. Al populista por antonomasia le asoman los botines de señorito por la boquera del pantalón. Melina Mercuri, en fin, la dorada y liviana Mercuri, lleva la rubia cabellera tiznada por un pasado no remoto de minero carballón. Nadie actúa según el papel que le ha caído en suerte, pese a lo cual la comedia sigue adelante.
¿Cómo reaccionará el espectador? El espectador está dispuesto a tolerar varias licencias, pero exige que la representación ofrezca, cuando menos, una cierta verosimilitud. ¿Podríamos, acaso, asistir seriamente a una escenificación del HamIet en que el príncipe estuviera representado por Alfredo Landa; Ofelia, por Emma Penella, y el rey traidor, por Pedro Osinaga? Es evidente que no. Por el mismo motivo, la comedia política no acaba de cuajar, ni consigue, por tanto, comprometer verdaderamente al espectador. Éste no podrá tomarse a pecho una función en que los papeles están distribuidos tan a tontas y locas.
Con ello no quiero decir, ¡cuidado!, que nuestros políticos sean deliberadamente insinceros. Quiero decir más bien que, acaso por falta de tiempo, se han fabricado una identidad provisional y quebradiza, un alias de circunstancias que obstruye cualquier ejecución política mínimamente elocuente. Tal vez sea este el precio que hemos debido pagar por nuestra transición, o, lo que viene a ser lo mismo, por nuestra revolución incruenta. Tanto UCD primero, como el PSOE después, se han tropezado con el poder antes de saber qué eran, o que querían ser. España ha estrenado la democracia con pocos dolores de parto, y, por ende, ha ido improvisándola sobre la marcha. No tenía a mano otra cosa que un largo pasado no democrático y algunas etiquetas de importación. Así que, aprisa y corriendo, se ha encargado una democracia prêt-à-porter. Por supuesto, no es cuestión de lamentar un hecho que ya no tiene solución, y para el que, bien mirado, no existían alternativas mejores. Pero no conviene tampoco dormirse en los laureles. Todavía está casi todo por hacer. Tenemos función, pero no guiones. No es bueno dar largas a nada; menos aún a lo que, por las trazas, va a tardar mucho tiempo en alcanzar su punto de cocción. Como cualquier empresario de teatro sabe, todo tiene remedio salvo una cosa: que se aburra más de la cuenta el personal.
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