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El cantar de los cantares

Fernando Savater

De cuando en cuando, un amigo me regaña con benevolencia por mi anticlericalismo. No vale la pena dar lanzadas al moro muerto, me dicen: hay que reservar las fuerzas para el auténtico enemigo. Como tengo mi ramalazo nietzscheano y creo que a lo que cae hay que ayudarlo a caer aún más deprisa, esta argumentación en ningún caso sabría convencerme, pero resulta además que tal decadencia resulta en este contexto por muchos motivos dudosa. ¿No será la unción clerical algo tan poderosamente arraigado todavía qué extender su certificado de defunción sirva de truco defensivo -quizá involuntario y, por tanto, más eficaz- para conservarla? Creo que el moro muerto aún rebulle no poco -que me perdone Juan Goytisolo la utilización de esta expresión demasiado campeadora- y que por ello no es ocioso insistir en la lanzada. Pero en esta ocasión no hablaremos sólo de los aspectos cómodamente reaccionarios de la Iglesia, sino también de sus flecos, digamos, progresistas y de las nostalgias que despiertan en ciertos intelectuales como ideal de acción comprometida.Las vicisitudes del ya casi permanente calvario turístico papal son una fuente de entretenimiento periodístico que incluso sus más acerbos detractores le agradecemos. Wojtila se ha empeñado en ser más Papa que lo que el guión parecía requerirle: plástico y gigantesco, es el auténtico superpapa, un enorme papanuncio como esas desmesuradas hamburguesas y hotdogs de reclamo que tientan al viajero en las autopistas norteamericanas. Incluso ha dado lugar a toda una industria de derivados papales, que a los aficionados al comic nos recuerdan un poco los adminículos profesionales de Batman; el papamóvil, la papacueva, los papanatas... Nada de malo hay en la papafición a la literatura sobre los papaviajes, rama de la antropología folclórica al alcance de quienes no sabríamos emular las gestas descriptivas de Malinowski o Evans-Pritchard. Pero lo peligroso comienza cuando la maliciosa y saludable delectación humorística cede el paso a valoraciones serias de lo que el Papa ha dicho o ha dejado de decir, como si además de hacer de Papa dicho caballero tuviese otras noticias que darnos. Fenómeno inquietante que se prolonga a veces en la sesuda consideración de tal o cual mensaje de los obispos, éste avanzado o aquél retrogrado, como si ser obispo no fuera ya bastante calificación. Hasta hay bellas almas que se indignancon el pobre Marzinkus, pasando por alto que éste cardenal borgiano (de Borgia, no de Borges) entronca a la manera más filial y piadosa con la historia vaticana de mejor casta...

El Papa bendice a Pinochet, como ayer -no lo olvidemos- bendijo a Videla, y después bendice a Alfonsín. No problem, en buena ortodoxia paulina sabemos que todo poder viene de Dios. Que la mayoría de los hombres nos intriguen un tanto los gustos políticos de Dios no es cosa que el Papa, profesional del misterio, tenga obligación de resolvernos. En Alemania beatifica a una monja de origen judío que fue entregada a los nazis por la superiora de su convento; por lo que cuentan de la actuación pontificia frente al nazismo, lo más lógico hubiera sido beatificar a la realista superiora, pero sabido es que Roma no paga a los traidores, por bien que le vengan. El Papa se indigna de que alguien asemeje el régimen de Pinochet al de la Polonia de Jaruzelski: comparatio claudicat, señala, puesto que el sistema comunista tiene mayor vocación de pérennidad que la dictadura chilena, cuya provisionalidad de sólo unas cuantas décadas salta a la vista. En el fondo, como ha dejado entrever últimamente, el Pontífice echa de menos en este caos ideológico donde toda legitimidad ha entrado en crisis a los monarcas absolutos que se sabían ungidos por Dios: hoy no hay Dios que sepa quién ha dado el santo crisma a los gobernantes en funciones. Pinochet es regularcillo, Reagan quizá un poco mejor, pero donde esté Carlomagno que se retiren las imitaciones baratas. Yo digo, Wojtyla es el plusquampapa, una pasada, de tamaño mayor que el natural: es a la Iglesia católica como la Aida de Luxor a Egipto, una enormización espectacular con momias de plexiglás y Plácido Domingo en su trono vicino al sole.

Al conocer los discursos papales en Chile y Argentina, las beatificaciones de mártires del nazismo y de la guerra civil española, los mejor pensados dicen gravemente que la postura política de la Iglesia es ambigua. Menuda noticia: llegar a la conclusión de que la postura de la Iglesia es ambigua resulta tan perspicaz como afirmar que una llave inglesa es servicial. En ambos casos no podría ser de manera distinta. Pero otros argumentan que esta ambigúedad sólo es patrimonio de la Iglesia oficial, institucionalmente reaccionaria: frente a ella existen fenómenos de renovación cristiana, tales como la teología de la liberación, cuya función es abierta e inequívocamente progresista. El entusiasmo por la teología de la liberación alcanza incluso a intelectuales decididamente laicos: Mario Bunge admiraba su eficacia como sustitutivo de partidos políticos inoperantes en América Latina (EL PAÍS, 6 de mayo de 1987), mientras que Eduardo Subirats -apoyándose en La rebelión contra lo intolerable, de Robert Jungk- esperaba de renovados credos refigiosos la fuerza espiritual globalizadora capaz de enfrentarse al dominio y la fragmentación que aquejan a la intelectualidad actual (EL PAÍS, 25 de abril de 1987). Alguien tan escasamente beato como Manolo Vázquez Montalbán nos ponía también no hace mucho en estas páginas ante la disyuntiva entre yuppies y teólogos, decidiendo por su parte incluirse entre los segundos por mor de contrarrestar a los primeros. En Euskadi, que aparte de su alta manufactura propia de frenéticos e ilusos atrae a los de otras partes del mundo como la miel a las moscas, ya hemos tenido hace poco nuestro concilio de teología de la liberación con la conclusión aproximada de que somos tierra de misión y de bautismo de sangre. Los impíos, francamente, estamos cada vez más asustados ante este auge del redentorismo pararreligioso.

¿A qué se debe esta discutible acercamiento, este revival teológico? No voy a negar la abnegación individual y el combativo mérito de numerosos eclesiásticos inconformitas que luchan contra poderes tiránicos y flagrantes injusticias. También es clara su eficacia en algunos casos en que no hoy recurso mejor: aunque pienso, como Diderot, que es más útil para un hombre saber la diferencia que existe entre el perejil y la cicuta que tener una opinión definitiva sobre la existencia de Dios, en caso de apuro preferiría ser informado por un clérigo benevolente que morir emponzoñado. Pero sigo creyendo que es imposible ninguna verdadera automonía política comprada al precio de la fundamental heteronomía religiosa; y que la teología de la liberación liberará a sus usuarios de todo menos de la teología, que es de lo primero de que hay que liberarse.

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La suposición de que la auténtica moralidad proviene de la vinculación próxima o remota a un credo religioso es radicalmente antihumanista -pace Levinas y su otro humanismo- y sigue siendo más cierto que los individuos creyentes pueden ser realmente morales a pesar de su religión, pero no gracias a ella. En este caso, nada más bienaventurado que la incoherencia entre creencia y práctica, pues ya dijo muy bien Stuart Mill que "casi siempre los individuos y las sectas que derivan su moralidad de la religión cuanto más lógico son, resultan peores moralistas". Los intelectuales -enemigos por naturaleza funcional de los clérigos- heredaron de ellos la mayoría de sus funciones y el halago de su carisma: hoy, en época de incomprensibles cataclismos ético-político, sienten viva nostalgia de sus antepasados por desconcierto ante las perplejidades del presente. Actúan como mamíferos enamorados de los dinosaurios por miedo a las consecuencias de la evolución...

Y es que unos y otros comparten una notable característica de adaptación al medio. Los clérigos florecen en las situaciones atávicas que perduran en la modernidad: se acomodan a las dictaduras que respetan sus privilegios y a la desesperada guerrilla contra ellas, a la tortura y los desaparcidos en nombre de la civilización cristiana y al combate milenarista en el manglar acosado. En cambio no encuentran su sitio en la sociedad moderna y fragmentariamente democrática, con sus reivindicaciones desenfadamente hedonistas (divorcio, aborto, contracepción, eutanasia, drogas, etcétera), su individualismo comunicacional y su tecnocracia política.

A muchos intelectuales les pasa precisamente lo mismo: entre el servicio dócil al poder -sea cual fuere el establecido- y el sistemático rechazo absoluto en nombre de la utopía futura, no encuentran una vía adecuada que no sea viacrucis. Por eso entienden tan comprensivamente las dificultades eclesiales en la segunda mitad del siglo XX y hasta las toman como paradigma. En ocasiones aciertan a expresar su demanda de forma muy nítida, como aquí Levinas: "El absurdo consiste no en el sinsentido, sino en el aislamiento de significados innumerables, en la ausencia de un sentido que les oriente. Lo que falta es el sentido de los sentidos, la Roma a la que llevan todos los caminos, la sinfonía que hace cantar a todos los sentidos, el cántico de los cánticos". Para acabar con el disperso caos en que vivimos y vislumbrar alguna legitimidad indiscutible y globalizadora, Wojtyla suspira por Carlomagno y muchos intelectuales por alguna variante del Cantar de los cantares. De aquí su obsesión por la pureza, por no contaminarse con la ondulante variabilidad del orden imperfecto que vivimos o por entregarse sin condiciones a la legitimación del poder. En las islas Kerguelen, donde soplan vientos arrasadores, los insector lepidópteros han perdido su capacidad de vuelo, para evitar ser arrebatados por el huracán; menos conscientes del momento en que viven, algunos de nuestros maestros siguen pensando que cuanto no sea voladora trascendencia es vil arrastrarse. Y de todas formas el huracán se los lleva o la vergüenza los aplasta.

Por esto sigo pensando que el anticlericalismo es oportuno, aunque se hace imprescindible extenderlo a las formas secularizadas que adopta frecuentemente la disputa teológica. Recordemos al respecto la polémica levantada por cierto artículo de Vattimo en estas mismas páginas: el pensador italiano encarna cierta reforma protestante de la función intelectual que tropezó de inmediato con nuestros contrarreformistas tridentinos. De todas formas, no olvidemos tampoco a los clérigos en el sentido estricto de la palabra, que en este país siguen todavía contando demasiado. Cuando leía hace unas semanas las referencias periodísticas a la beatificación de mártires de nuestra santa cruzada civil y los significativos acontecimientos que después ocurrieron a la superflua delegación española en tal acontecimiento, lo mismo que cuando veo la primera página de un diario luico ocupada por las disquisiciones pastorales de la asamblea episcopal, no puedo remediar seguir pensando como cualquier noble tragacuras de antaño: "¡Qué cruz tenemos con ellos! Y ellos, ¡qué cara tienen!".

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