Llega a Madrid el toro desmochado
Después de que los puyazos traseros hayan tomado carta de naturaleza y los toros inválidos también, el toro desmochado ha llegado a Madrid. Se veía venir. El taurinismo profesional, cargado de intereses y de tupé, siempre le echa un pulso a Madrid para ver si cuela el toro de su predilección. Normalmente, cuela. Todo es cuestión de autoridad y la autoridad, en Las Ventas, equivale a la reina de las fiestas, que ni reina ni nada.La reina de las fiestas suele ser de origen ilustre, guapa y gentil. Los presidentes de la plaza de Madrid también tienen origen ilustre -¡el Ministerio del Interior!- y además son guapos y gentiles. Autoridad no tendrán, pero hermosura y gentileza, toda. Júzguese por los síntomas: cada tarde el público pasa más tiempo mirándoles a los ojitos y piropeándoles, que atendiendo al ruedo y diciendo olé.
Aldeanueva / Domínguez, Ortega Cano, Espartaco
Tres toros de Aldeanueva; sobreros 1º y 4º de Antonio Ordóñez, 5º de Matías Bernardos: todos inválidos. Roberto Domínguez: bajonazo y descabello (silencio); estocada y descabello (ovación con pitos y salida a los medios). Ortega Cano: pinchazo y estocada tendida ladeada (ovación y también protestas cuando saluda); pinchazo y estocada saliendo rebotado -aviso con minuto y medio de retraso- y tres descabellos (vuelta protestada). Espartaco: estocada, descabello -aviso- y cuatro descabellos (silencio); bajonazo tirando la muleta (aplausos).Los tres espadas brindaron sus primeros toros a Don Juan de Borbón, padre del Rey, que preseació la corrida desde un burladero del callejón. La Condesa de Barcelona, su esposa, la presenció desde el palco real. Plaza de Las Ventas, 26 de mayo. 12ª corrida de feria.
Los taurinos profesionales, con su tupé, observan que en esta severa plaza de Las Ventas, los picadores despanzurran a los toros y no les pasa nada; al contratista de caballos no le da la gana de eliminar los manguitos antirreglamentarios, y nadie lo pone en la calle; los toros se privan y el inquilino del palco ni se entera pues le gusta hacer el Don Taneredo y está en trance casi toda la corrida. Así que han dado el siguiente paso: meter en la severa plaza el toro desmochado.
Fue ayer: quinto de la tarde. Se supone que los toros son reconocidos por los veterinarios y la autoridad y ese reconocimiento incluye astas. Sólo con que las hubieran mirado de soslayo, habrían advertido su desaforada mutilación. De donde cabe deducir que al quinto de la tarde no lo reconocieron, o cerraron los ojos para no verlo, pues salió tan pimpante a la arena. La cruda realidad fue, sin embargo, que el público no cerró los ojos antes bien, los abrió desmesuradamente cuando apareció en el ruedo, porque no podía dar crédito a lo que veía. Los aficionados del siete agitaban los brazos igual que molinillos, los de la andana ocho se mesaban los cabellos, los más conformistas de tendidos de sombra empezaban a palidece porque bueno está lo bueno, la plaza entera era un griterío mayúsculo y Don Mariano, perdida el habla de la impresión, sacaba medio cuerpo por la barandilla de la grada haciéndole al presidente el gesto del serrucho. Si con semejante escándalo el presidente no llega a ordenar la devolución al corral de ese quinto toro desmochado, allí se arma.
Ya había devuelto otros dos esos por inválidos, aunque no se explica por qué no devolvió a los demás, y a los propios sobreros que estaban tan inválidos como los titulares. La corrida consistió en una procesión de aborregados cojitrancos. Por esta procesión de aborregados cejitrancos se estuvieron peleando las figuras del toreo contemporáneo cuando el empresario organizaba los carteles de la feria. El Niño de la Capea, que era uno de los pretendientes, se sintió despechado al no conseguir su blanca mano y aún no se le ha pasado el disgusto.
Los que obtuvieron la blanca mano lo celebraron ayer poniéndose marchosos y cañís, para dar pases como enloquecidos. Mil dieron. Poco les importaba que los aborregados cojitrancos se pegaran morradas, pues las pocas veces que no se las pegaban -borregos al fin- seguían embobaditos los vuelos de la muleta, y cuando se las pegaban, los beneficiarios de la blanca mano continuaban igual de marchosos y cañís, toreando al aire. En las posturas estaba el arte.
Tuvieron la generosidad de añadir algún que otro alarde de su propia cosecha: Roberto Domínguez, un estoconazo al cuarto inválido; Ortega Cano, la técnica de buen capoteador al recibir al segundo en el centro del ruedo y fijarlo allí con sabios capotazos; Espartaco, la contagiosa voluntad de agradar. Hubo también un instante de emoción y fue cuando el quinto empitonó a Ortega Cano en la suerte del volapié.
No hubo otra emoción en toda la corrida pues si Ortega Cano citó pegadito a los pitones de ese mismo quinto y Espartaco se arrodillaba marchoso delante del sexto, la afición tenía la certeza de que quinto y sexto no se iban a mover, ni a palos. Anochecido, Don Mariano contaba la corrida a su auditorio habitual, porfiando derechazos con las narices pegadas a un contenedor de basura, y era lo mismo. Sólo que a Don Mariano le tira la próstata.
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