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Dineros

Los dineros de nuestro país han cambiado notablemente en orden a la cuantía y a la nomenclatura. Recuerdo que cuando yo era muy joven -quiero decir cuando era más joven todavía-, allá por los años cincuenta, existía en el lugar démi veraneo, en la Costa Brava, una sociedad de recreo a la que sus privilegiados miembros llamaban el club de los cuarenta. Cuarenta eran, en efecto, los ricos que decían tener más de 100 millones de pesetas de fortuna personal en Barcelona. Malas y envidiosas lenguas contaban a este respecto que, en una de las privadísimas comidas de este club, decidieron los millonarios explicar cómo habían amasado tal fortuna. "Pero digámoslo tan sólo a partir del primer millón", opinó sabiamente un contertulio, consciente de que, cuando menos en su inicio, los grandes dineros no suelen conseguirse con medios muy ortodoxos. Incluso algunos mal pensados tienen para sus adentros que nuestros grandes ricos en nada deben envidiar, en cuanto a moral y métodos, a los Colby y a los señores de Dallas.Toda aquella situación de los felices cincuenta cambió, sin embargo, con el llamado Plan de Desarrollo, que, por cierto, fue aprobado por las Cortes franquistas un 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes. Aunque en realidad había sido Juan Antonio Suances quien, antes del Opus Dei, introdujo un modelo nuevo en la estimación numérica de las finanzas. El gran anticipador de las ruinosas empresas estatales empezó a contar en miles de millones, y hasta un banquero bilbaíno bautizó como suances al millar de millones, o sea, el billion anglosajón, que significa 1.000 millones, y no como el billón de nuestra Real Academia, que es, ni más ni menos, un millón de millones.

Con todas estas historias, el club de los cuarenta se vio obligado en la década de los años sesenta a convertirse en el club de los que tenían más de 1.000 millones de pesetas para seguir conservando su carácter elitista y no estar al alcance de cualquiera.

Pero es a los árabes, inventores del álgebra y de gran parte de las matemáticas modernas, a quienes corresponde el mérito de haber traído a España, en una nueva y esplendorosa invasión, el uso de las cifras nuevas. Andalucía ha sido, una vez más en la historia, la tierra de María Santísima. A ella ha correspondido milagrosamente la maravilla de ver cómo nacen los nuevos módulos artísticos del capitalismo moderno. Allá se ha empezado a contar, por primera vez en España, en dólares. De los dólares se pasó rápidamente a los 1.000 millones de dólares -el billion- y a la nueva unidad de cuenta se le llamó el kashogui, en honor de su excelso manejador. Las fiestas de la jet reafirmaron la introducción de la moneda marbellí en el ámbito de la economía socialista.

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Los bancos fueron los primeros en adaptarse al nuevo sistema monetario. Los miles de millones fueron creciendo en los balances consolidados hasta acercarse al deseado y auténtico billón de pesetas. También -todo hay que decirlo si queremos ser sinceros- los agujeros de los bancos, fruto a veces de las compras apresuradas a otros colegas averiados, reflejaron esa consoladora presencia de decenas de miles de millones en el pasivo. Y, finalmente, el déficit del gasto público y los tamaños del presupuesto nacional y sus 17 autonomías desbordan ya con amplia generosidad los billones de pesetas.

Han querido ser, sin embargo, las deudas del Tercer Mundo hacia el primero las que se lleven la palma entre todas esas mastodónticas cifras de los dineros actuales. Brasil y México deben más de 100.000 millones de dólares cada uno a los bancos de los países ricos, encabezados por Estados Unidos. Los demás pueblos de la América ibérica totalizan otra suma parecida. Estar endeudado es, por decirlo así, una manera de estar vivo. El Banco Mundial anuncia que las deudas del Tercer Mundo desbordan ya el trillón de dólares, lo que no deja de ser un admirable récord para el libro de Guinness.

¿Y los socios del club de los cuarenta en España? Posiblemente ya no veranean en la Costa Brava, poseen fortunas entre 10.000 y 50.000 millones de pesetas procedentes del embutido, de los fármacos, del bingo, de las gallinas, de los almacenes, de las máquinas tragaperras o de la especulación del suelo. Eso sí, evaden rigurosamente sus impuestos y colocan la mayor parte de su fortuna en Suiza, bien al abrigo de las tentaciones del antipático fisco. San Mateo habla a menudo del infierno porque era recaudador de contribuciones; en cambio, san Marcos y san Lucas tan sólo dos o tres veces, y san Juan, discípulo bienamado, ninguna.

Reconozcamos que es altamente refrescante este cotejo de cifras, que demuestran la enorme vitalidad de nuestra raza, su capacidad de adaptación al progreso de las ciencias matemáticas y -last but no least- la clarividencia de nuestros Reyes Católicos al provocar la diáspora obligada de los sefardíes para que no hicieran una desleal y mortífera competencia a los respetables cristianos expertos en la intensa acumulación monetaria.

Los dineros no son ni proporcionan la felicidad, según aseguran filósofos tan dispares como Fernando Savater y Julián Marías. No confieren felicidad, desde luego, pero sí tranquilizan el ánimo y, utilizándolos con prudencia, son saludables para el neurovegetativo, de momento. Pero luego vienen los líos. Que si un pelmazo inspector de Hacienda, que si los parientes, que si la Prensa, que si las amenazas de secuestro, que si el alimony en los divorciados (al alimón, traducía una abogada matrimonialista educada en Oxford). ¿Y dónde invertir?, ¿dónde guardar?, ¿cómo disimular?, ¿cuántos guardaespaldas contratar? Los guardaespaldas, llamados eufemísticamente escoltas, son hoy símbolo de poder y de dinero.

¡Dios mío, qué duro eres con los ricos y cuántas preocupaciones les envías! Y además, como dice el proverbio bíblico, "los dineros del sacristán cantando vienen y cantando se van".

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