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Hominicacos

La primera vez que se oyó hablar de los tropis fue en 1952. Unos homínidos que deberían servir para los trabajos duros de los verdaderos hombres, incluso para sus guerras. Monos, pero unos monos dotados de ciertos dones físicos y carentes de otros espirituales: la balanza suficiente como para mantener sobre ellos la dureza que nos es habitual con el animal, tranquilizados por la sensación de que, al no tener alma, no cometemos pecado ni violamos los derechos del hombre. La idea surgió en lo que se llama ficción: una novela de Vercors, Les animaux dénaturés (Albin Michel, París, 1952). El escritor no era inocente: incluso, peor, era marxista. Lo que le preocupaba era saber dónde está la frontera del hombre: qué seres pueden ser explotados por la sociedad sin necesidad de piedad ni arrepentimiento.La discusión acerca de los tropis reaparece ahora repetida más cómicamente -es decir, con seriedad científica unida al sentido de lo moral- en torno a los descubrimientos, reales o imaginarios, en laboratorios de Estados Unidos, quizá de Italia, en los que se trata de crear en probeta un cruce entre el mono y el hombre: un subhumano que serviría para trabajos humildes o incluso para utilizar sus órganos para ser trasplantados a los verdaderos hombres, según el entusiasta de la nueva especie, profesor Brunetto Chiarelli. No puede extrañar que los teólogos hayan sido los primeros en lanzarse contra la experiencia; están siempre en la vanguardia de la negación. Es la tradición de su sabiduría. Pero todo el largo debate que comienza está ya narrado en la novela de Vercors: lo que puede pasar en el futuro se encuentra en ese pasado de 1952. Porque la moral cambia de palabras o de eufemismos: pero siempre es la misma.

La cuestión principal está en la poca claridad en que se envuelve todavía el concepto de hombre, sobre todo a partir de la gran confusión que lanzó Darwin, y en la que estamos. Parece que se sabe: y no se sabe bien. La misma palabra homínido -antes citada- se toma de la antropología, donde sirve para designar un ser "que tiene la forma y las propiedades del hombre, pero que no lo es": adivinanza, misterio ya impenetrable.

El complejo político-moral ha trabajado largamente sobre este caso, y no con intenciones muy distintas a las de los investigadores a los que hoy se discute: rechazar hacia la animalidad a unos homínidos a los que distingue claramente por razones de raza o situación social. Gentes pertenecientes a la selva, salvajes -o silvestres- y, por tanto, naturalmente utilizables. Algunos científicos españoles, con la garantía de sus hábitos, hervían en enormes cazuelas a los indios recién descubiertos con la finalidad de descubrir si en ellos había o no alma o ánima. No hubo tampoco acuerdo entre estos sabios, y la prueba de la cocción no resultó concluyente; sería un buen tema de monografía en las proximidades del quinto centenario. Hay una amplia documentación de las comisiones investigadoras enviadas entonces desde España para saber si los indígenas poseían o no un alma, cuestión que se planteó un poco más tarde con los esclavos negros, aunque su cocción. estaba fuera de lugar por el coste del ejemplar. En realidad no hacen hoy falta pruebas científicas, sino actuar "como si" ciertos seres no tuvieran el soplo necesario para ser considerados hombres, y Sartre lo dice con bastante convicción y exactitud en una sola frase: "La opresión consiste en tratar al otro como animal" (en la Critique de la raison dialectique, publicada por Gallimard, París). Da una facilidad de acción liberando la conciencia del opresor.

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Leamos un excelente párrafo de Marañón -al hilo de su recuerdo conmemorativo de estos días- cuando describe la multitud sublevada: alguien ve pasar la masa y "se incorpora, acaso contra su voluntad, a ella". Queda "despeinado y sin camisa" (aproximado al animal, al salvaje) y "mata, saquea, incendia, se olvida de los suyos y actúa, en suma, al dictado de todos los instintos primarios que había ido enterrando en el fondo de su conciencia, a través de siglos y siglos, la civilización". Estos individuos así arrebatados "en realidad sirven al alma confusa del antropoide resucitado, que forma la parte de nuestra conciencia colectiva y ancestral" (Ensayos liberales, Colección Austral, Espasa-Calpe). No es difícil encontrar un eco parecido en Ortega: "Vivimos bajo el brutal imperio de la masa..." (La rebelión de las masas): brutal es igual a animalesco.

Posiblemente, la necesidad de crear la raza de homínidos sobre la que se trabaja en los laboratorios modernos obedece a la extinción de los seres naturalmente relegados a la animalidad (salvajes, proletarios, hombres-masa) o de la insistente rebelión de éstos y su nueva consideración jurídico-moral que tanto asombra a quienes no han entrado en las nuevas convenciones (por ejemplo, al Gobierno blanco de África del Sur). El rechazo actual a quienes no tienen la suficiente comprensión como para aceptar su condición dentro de un mundo de imperativos tecnológicos, reconversiones o estadísticas y reproducen las actitudes descritas clínicamente por Marañón (que sin duda leyó a tiempo a Gustave Le Bon) no les niega su alma: se limitan a apalear, cuando es necesario, su cuerpo mortal, como exorcismo para que no regrese al antropoide ni impongan su "alma vulgar" (Ortega), que, a fin de cuentas, es un alma, pero no lo suficientemente apta para comprender las delicadezas del índice de inflación cuando éste repercute sobre su orza. Nadie considera ya animales a las personas de piel oscura y cabello ensortijado que en las fronteras europeas reproducen la imagen del terrorista pintado sin serio y, por tanto, han de ser rechazados; ni a los excesivamente flacos, caquécticos, con emaciación, que puedan hacer temer al gendarme que son portadores del SIDA. O a quienes sean sospechosos de enrolarse en un trabajo clandestino (con la medida de saber hasta qué punto es o no conveniente para la economía sumergida, para los "trabajos humildes", pero sin contrato). Las sucesivas declaraciones de derechos humanos, las grandes declaraciones de principios de los humanistas de nuestra época nos han asegurado ya de que no son almas muertas, zombis, antropoides resucitados. No hay por qué relegarles a la animalidad, como hacía el antiguo colono, personaje hoy repudiado por todos los textos. Basta con censarles, ficharles, informatizarles y cerrarles las fronteras.

Por tanto, parece necesaria una fabricación de aquellos útiles seres antiguos. Los experimentos de crear una raza que pueda considerarse realmente inferior, cuando ya hemos convenido en que todas las existentes en la actualidad y en el planeta no pueden ser declaradas no humanas por su color de piel o la forma de su nariz -lo cual nos priva de una verdadera facilidad para crear rayas y fronteras-, aparece esta posibilidad -si es que biológicamente existe; si no existe, ya existirá- de crear los nuevos hominoides, que pasarán así de ser una abstracción de la antigua antropología a una confortadora realidad, sustitutiva, quizá con ventaja, del robot y, desde luego, del trabajador manual, puesto que no entran en las legislaciones, en la seguridad social o en las condiciones humanitarias con que nuestras sociedades se han ablandado. Los que en castellano llamaríamos hominicacos -la palabra aparece ya en La pícara Justina, que es de 1605; sería el trato despectivo para pobres de espíritu creados metafóricamente de un cruce entre el hombre y el macaco- podrían ser de un gran alivio cuando la demografía blanca es decreciente, la de color se subleva y empieza a no poder ser utilizada, y, sin embargo, hacen falta guerreros felices, obreros sin sindicatos, portadores de órganos para trasplante y, en fin, esclavos sin derechos del hombre.

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