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El paisaje final

La Prensa francesa recogió de la italiana, hace unas semanas, la noticia de que el presidente francés, François Mitterrand, se hallaba en tratos para adquirir un palacete a orillas de la laguna de Venecia. Saltar esa noticia al periódico y extrapolarse el hecho, considerándolo como eventual símbolo de la decisión de no presentarse el actual jefe del Estado a la reelección próxima, fue todo uno. Precisamente los sondeos últimos daban ventaja al presidente socialista sobre sus hipotéticos antagonistas conservadores, Chirac o Barre. Pero el suceso se prestó a otras especulaciones más profundas.El paisaje final del hombre público que se retira es tema que atrajo siempre el interés de los historiadores. De Gaulle, sintiéndose próximo a su fin, eligió el rincón de Colombey -La Boisserie-, preparado de antemano, para reflexionar, escribir sus memorias y esperar sereno a la muerte. Allí le visitaban los fieles para escuchar, una vez más, sus originales soliloquios, henchidos de talento, soberbia, patriotismo y desdén. Malraux escribió después de una de estas peregrinaciones un bello volumen que algunos malévolos consideraron, en gran parte, inventado, con el. título de un verso de Hugo que hablaba de los robles gigantes que se derriban por el leñador para el funeral de Hércules. Dicen que el gran hombre de Estado, fundador de la V República, gozaba en ese retiro de una predilección suya: contemplar en la lejana línea azul del horizonte boscoso las tierras de Lorena y las montañas que defendían el suelo francés contra el invasor hereditario. Ahora, el antaño invasor era aliado fiel y potentísimo, y en la suma de las dos repúblicas ratificada en el tratado franco-alemán de enero de 1963 veía el general retirado el eje que haría posible la unificación futura de Europa y el "anclaje definitivo" de Alemania en la solidaridad occidental, lejos de cualquier veleidad neutralista de género finlandizante.

Me ha gustado en ocasiones recorrer con la imaginación los paisajes finales de los grandes políticos. Carlos V se refugió en Yuste, en un entorno severo, desnudo, ásperó, casi inhumano, huyendo de una vida trabajosa, arriesgada, de continuo trajín y guerra. Sus relojes y la pesca desde el balcón le distraían bien poco en medio de aquella soledad, voluntariamente elegida y que solamente los vecinos de Cuacos alteraban con sus pleitos.

Nuestro paisano vasco el canciller Pero López de Ayala se construyó un refugio admirable en lo alto de San Miguel del Monte, junto al portillo de la Morcuera, mirando a La Rioja. Del monasterio que levantó queda poco. De la iglesia, solamente unas esbeltas ojivas y el claustro gótico. Se sabe dónde estaba su escritorio, en el que redactaba sus rimas y las crónicas de los reyes a los que sirvió en distintas y contradictorias "intermitencias", como llamaba Talleyrand a los sucesivos soberanos a los que dio consejo, para defender el interés de Francia. El escritorio del canciller es uno de los más hermosos parajes de los montes Obarenes, presidido por el púlpito en piedra de Cellórigo.

Pienso en Jovellanos, buscando para morir el puertecillo de Vega, envuelto en la verde humedad de su tierra adorada y mirando a la mar por donde Regaba la ayuda militar a la terrible lucha nacional contra el invasor napoleónico. Bonapárte hubo de afrontar el trance final, no a caballo y en un campo de batalla, sino en un islote perdido, casi inaccesible, del Atlántico Sur. El sadismo de los vencedores británicos le condenó a enfrentarse con el océano, una mar infinita, en la que no cabía esperar insurrecciones internas de la isla ni maquinar fugas como las de Elba.

¿Qué habrá sonado en el reloj vital de François Mitterránd para inclinarse al refugio véneto como lugar de meditación? El presidente es hombre secreto y de múltiples y bien asinifiadas lecturas. Los tomos que recogen sus artículos y discursos de la larga etapa de espera son reveladores de esa rica erudición histórico-literaria. Venecia ha sido con frecuencia el ámbito meditativo de los escritores fránceses y los compositores alemanes. El fascinante repertorio del Fortuny de Gimferrer contiene una perfecta galería de venecianos de ocasión. Quizá el más veneciano de los novelistas contemporáneos haya sido Marcel Proust, que tenía verdadera obsesión por la insólita ciudad. Le atraían la luz, las jovencitas, el ritmo del tráfico fluvial, las telas insuperables de Fortuny y el recuerdo de su madre, que le acompañó a la visita. Una imagen materna asomada al ajimez de una ventana gótica labrada era el gran mensaje inserto en su memoria que resumía toda la ciudad, en una introspección puntual, limitada en el espacio y extendida y desparramada en el tiempo. Cuando se leen esos párrafos evocadores de personajes que se dégradan a través del paso del tiempo no puede uno menos de cotejarlos con el diario de Goethe que llegó allí 100 años antes, en 1786, camino de la tierra de los limoneros en flor. Dieciséis días se detuvo el genio alemán para conocer a fondo el ambiente veneciano. Asistió todas las noches al teatro o a la ópera. Visitó museos, colecciones de arte, iglesias y palacios. Apenas trató a nadie en su breve estancia, pero su tenacidad y constancia superaron los obstáculos. Presenció una ceremonia colectiva del Consejo de los Ancianos y una alocución del Dux. Es el Viaje a Italia un relato minucioso y exhaustivo de quien hacía de la curiosidad intelectual motor y lucero de sus observaciones cotidianas. La Venecia de Goethe tiene algo de Baedeker teutónico. La de Proust es una clave voluntaria de ensoñación.

Mitterrand ¿pensará en serio en retirarse a la Serenísima, para redactar allí, en las horas luminosas del Tiziano, unas memorias políticas que lo coloquen, al fin, entre los grandes escritores del francés contemporáneo? ¿Nos dejará, además del recuerdo de un mandato difícil y contradictorio, subsumido en una cohabitación sorprendente y emboscada, unos textos sabrosos de cuanto ha podi o recoger e tantas cumbres internacionales a las que ha asistido y en las que tomó parte en horas decisivas?

El mar Adriático, que tanto gustaba a otro exiliado español insigne, Carlos VII, residente durante años en su palacio de Loredán, en pleno gran canal, guarda quizá en su seno un secreto que subyuga a los que se asoman a sus orillas. ¿Es acaso porque la ciudad vive literalmente sobre las mareas cotidianas, con la sístole y diástole del flujo lunar rompiendo sus cimientos? ¿O es acaso la luz de la atardecida que describe Ezra Pound -que allí yace sepultado- como "una hora de sol, y ni los más altos dioses podrán gozar de una cosa mejor", la que conduce a los que la disfrutan, a encontrar en ella la lúcida serenidad?

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