El pesimismo de la razón
Hace 50 años, el 27 de abril de 1.937, moría Antonio Gramsci, tras una prolongada y dolorosa enfermedad, agudizada por los años de reclusión en las cárceles fascistas. No hay que esperar demasiados ecos del acontecimiento. Está aún muy pegado a nosotros el fracaso del eurocomunismo, aquel proyecto de comunismo democrático que en varios países industrializados de Occidente intentara suscitar una alternativa al modelo soviético sobre una fundamentación en que los teóricos del comunismo italiano -.Gramsci y Togliatti- jugaban un papel principal, y con la política parece haber sucumbido en este caso, por lo menos ante el mercado, la teoría.Quizá la mayor actualidad de la aportación gramsciana siga residiendo en la invitación a pensar de nuevo en las categorías del marxismo en función de un desarrollo histórico complejo, donde ninguna etapa se en cuentra determinada a priori y los avances revolucionarios de penden de la capacidad de los sujetos históricos para ajustar las estrategias al marco en que desenvuelven su acción. La concepción lineal del proceso revolucionario, con la ingenua creencia en el desenlace obliga do del triunfo final, cede paso en Gramsci a la perspectiva de una guerra de posiciones, donde cuenta mucho más el trabajo en profundidad por asentar a largo plazo las propias iniciativas que el éxito puntual de un movimiento de ruptura. La experiencia italiana del fascismo enseñó a Gramsci que en esa guerra de posiciones la hegemonía puede escapar totalmente a las clases subalternas y que, igual que ocurriera en Nápoles a fines del XVIII o en el Risorgimento, puede triunfar una revolución pasiva donde la función del cambio histórico no es otra que proporcionar a las clases dirigentes un relevo, la reestructuración de su sistema de dominación social. Las lecturas habituales que del diagnóstico marxista hicieran los principales teóricos de la II y de la III Internacional experimentan así una revisión crítica que permite entender mucho mejor las tendencias del cambio histórico en nuestro siglo. Una crisis de reestructuracíón del dominio capitalista como la actual resulta del todo congruente con la perspectiva gramsciana. El marxismo no es, pues, un diagnóstico o una vulgata, sino una metodología. Y por ello el momento del análisis resulta esencial en la elaboración política. Su privación de libertad entre 1926 y 1937 nos impide conocer hasta qué grado hubiera llegado la disidencia de Gramsci respecto al modo de entender la teoría marxista por parte de Stalin. Los síntomas de un profundo -desgarramiento entre su fidelidad revolucionaria y su exigencia crítica son evidentes en episodios como los debates de la cárcel de Turi di Bari o lacarta que remite al Comité Central del partido soviético unas semanas antes de ser detenido, en octubre de 1926, poniendo de relieve en qué medida el capital político de la Revolución de Octubre estaba a punto de dilapidarse por el modo en que se desarrollaban las tensiones entre Stalin y Trotski en la cúpula del partido ruso: "Estáis destruyendo vuestra propia obra, degradáis y corréis el riesgo de anular la función dirigente que el Partido Comunista de la URSS había conquistado por impulso de Lenin". La adhesión de Gramsci al centralismo de mocrático va unida al rechazodel centralismo burocrático en que los comités dirigentes acaban por anular toda vida política en el interior del partido. Su insistencia en la disciplina es paralela a la negativa a aceptar un modelo militar. Los miembros del partido deben participar en el conocimiento de las cuestiones políticas que están en juego, integrarse en el mecanismo de elaboración de decisiones. El partido revolucionario de Gramsci, partiendo de los mismos orígenes leninistas, es la antítesis del partido, staliniano. Debe ser el intelectual colectivo. Intelectuales e ideología salen así del éxodo en que se encontraban para convertirse en piedras angulares de la construcción revolucionaria y, al mismo tiempo, de la concepción marxista de la sociedad y del poder político. Las clases sociales no intervienen en el proceso histórico a través de actos que reflejan de modo inmediato su posición en la estructura social, sino que, lejos de ese infantilismo primitivo, se comportan de acuerdo con el conocimiento que logran de su propia posición dirigente o subalterna. En consecuencia, asumen la hegemonía de otras clases o preparan la propia. Ideología, sociedad civil, poder y Estado integran un orden único de problemas. En el orden práctico, una consecuencia inmediata es la ,exigencia de articular la acción de intelectuales y movimiento obrero, para, en definitiva, asentar la política revolucionaria sobre el terreno de las propias tradiciones nacionales. En la visión de Gramsci, no sólo la historia es la única ciencia social, en el sentido marxiano, sino que constituye la precondición de la praxis revolucionaria. La alternativa es bien clara: frente al esquematismo y al determinismo, las doctrinas de la inercia del proletariado, características del futuro ritual marxista-leninista, historicidad. Frente al socialismo en un solo país, política nacional del proletariado con un referente internacionalista.
Nada tiene de extraño que tales complicaciones sonaran a chino -cuando no a peligrosa desviación- a los hombres de un partido tan-marcadó por el estigma obrerista como el PCE. De ahí que, salvo para un grupo de intelectuales, filósofos en sumayoría, Granisci, como Togliatti, no existiera para los comunistas españoles salvo en la forma de ese condenable intelectualismo que sale a flote a costa de Semprún en la crisis de 1964. La falsa coincidencia con el PCI en el espejismo eurocomunista de los setenta ocultará el hecho de que 10 años antes la calificación de italiano equivalía a la de designación como hereje. Carrillo pondrá las cosas en claro cuando, -ya al margen de la dirección del partido, decida confesarse a Lilly Marcou en 1983. Para él, las raíces del eurocomunismo no se encuentran en Gramsci, sino en el Stalin que en 1937 recomienda a Largo Caballero una vía parlamentaria. Es decir, táctica démocrática desde un partido comunista tradicional. Objetivo: la democracia popular. El dato es útil para entender la sorprendente marginación en España del referente teórico italiano y también para explicar lo ocurrido. El ensayo de vender ese stalinismo camuflado de socialdemocracia a una sociedad europea de los años ochenta tenía que acabar como acabó. Cabría endosar al caso una explicación del propio Gramsci: "En la vida histórica, igual que en la biológica' hay abortos, además de nacimientos viables".
En definitiva, la obra de Granisci no proporciona un articulado de verdades revolucionarias sino una incitación a buscar la verdad, aunque ésta sea agria y descorazonadora. En el marco de los pensadores revolucionarios del último siglo y medio Gramsci ofrece, al lado de su lucidez, esa singularidad: una notable dosis de angustia, de tanteo. Un rasgo que la hace particularmente viva para unos tiempos de crisis como los nuestros, cuando a la transparencia de las contradicciones del capitalismo a nivel mundial se une la disipación de toda expectativa de revolución en el Occidente industrializado. Posiblemente ello signifique que aquí y ahora revolución y reforma confundan su sentido histórico. Pero, como advierte nuestra experiencia reciente, ni siquiera eso es fácil. Hace falta, siguiendo sus palabras, conjugar, el pesimismo de la razón con el optimismo de la voluntad. Voluntad, claro es, como voluntad racional y como actividad política.
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