Télétribune
Juan Luis Conde tiene 30 años y es profesor de Filología Clásica en la universidad de Salamanca. Es un escritor inédito en el más exacto sentido de la palabra. Pero su pasión por la escritura es casi furiosa y le ha llevado a concebir relatos que van desde la neurosis científica al esperpento televisivo. Tal es el caso de la presente narración. Un decorado típico de plató, con objetivos de cámara mirando con sus ojos burlones una tragedia precisa que desembocará, sin embargo, en un descubrimiento cómico. Las luces' y la escena son como un juego en el que el desastre es pura iconografía, puro espectáculo.
-Muy buenas noches, señoras y señores; bienvenidos a Télétribune. Como cada jueves, visita nuestros estudios una personalidad política de actualidad. Se trata hoy del doctor Leo Ewerhardt, ministro europeo de Ciencia y Tecnología, bien conocido por todos ustedes a través de las frecuentes apariciones públicas a que su cargo le tiene habituado. Un hombre que, sin embargo, había pasado hasta el momento inadvertido fuera de los actos oficiales y sobre quien nuestra sociedad quiere saber más. Tal vez cuál sea el origen de ese indiscutible carisma de que goza, o qué emociona al ser humano que asoma -con una vitalidad que los columnistas no han dejado de reseñar- detrás del político brillante, del negociador frío y sagaz.El realizador estaba recibiendo cuatro imágenes distintas en sus monitores, procedentes de otras tantas cámaras instaladas en el plató. Una de ellas ofrecía un primer plano del perfil izquierdo de Ewerhardt: era una toma obligada del doctor. Alguien había sugerido que resultaba poderosamente descriptiva de su personalidad: una mandíbula larga y bien marcada era la firmeza; la piel, todavía tersa, pero picada en el pómulo, estriada en la comisura del ojo e hinchada bajo el párpado inferior -sin que un profuso maquillaje lo pudiera disimular-, hablaba de un hombre en plena madurez, acostumbrado a acarrear responsabilidades. La media sonrisa permanente de un escéptico seguro y bien situado. Cierta melancolía en la mirada que, a buen seguro, había estimulado las conjeturas.
-Es usted un veterano de la política...
-Sí, es la palabra adecuada. Ya hace 25 años que me afilié a las Juventudes No-Prevaricacionistas de Hesse: claro que soy un veterano.
-Que se ha curtido en arenas políticas tan peliagudas como el llamado Conflicto de los rascacielos, y ha salido airoso.
-En el caso de que usted me habla era una postura ética la que estaba en entredicho: la razón de Estado o la razón del Individuo. También con mayúscula. Soy un liberal. Como político, siempre he pensado que un nombre y unos apellidos importan más que cualquier estadística: lo sigo manteniendo.
-Usted alcanzó un elevadísimo nivel de popularidad y prestigio internacional a raíz de la cuestión planteada por el vaticanista Ermioni, hace unos meses. ¿Quiere explicarnos cómo fue aquello?
La segunda cámara, situada a espaldas del ministro, enfocaba en un plano americano a Jean-Marie Bésson, el director y presentador del programa. Recostado en un sillón cómodo y funcional, moreno, elegante y bien parecido, su creciente renombre no se consideraba fruto del azar. Periodista mordaz, había llevado su hora semanal al techo de audiencia de la Cadena Europea de Radiodifusión, hasta dejar sentir su influencia en los propios centros del poder político. Si, por regla general, sus debates se seguían con gran interés, el presente había despertado una expectación aún mayor que la acostumbrada. Días atrás varios periódicos de amplia circulación habían reproducido una fotografía en la que se distinguía al doctor Ewerhardt abrazando con arrobamiento a un joven irreconocible en la penumbra de una calle londinense. Las acusaciones de homosexualidad lanzadas contra el ministro amenazaban con echar por tierra su sólida reputación pública. Ewerhardt había capeado los primeros envites de la Prensa con elusivas explicaciones sobre la identidad del joven, el cual, aseguraba, no era otro que cierto sobrino suyo inglés llamado Alan. Su abrazo tendría que entenderse, según eso, como un simple gesto de afectuosa familiaridad.
Sin embargo, los grupos de integristas cristianos, que esperaban ansiosamente una oportunidad para ajustar las cuentas con el defenestrador de Ermioni, habían desatado su periódica caza de brujas, y el Gobierno era objeto de presiones destinadas a forzar la dimisión de Ewerhardt. Del programa de Bésson saldría definitivamente exculpado o condenado: en eso estaban de acuerdo todos los analistas.
La tercera pantalla ofrecía una imagen general del plató donde se desarrollaba la conversación. En el centro, los dos interlocutores, mirándose casi frontalmente, con un ligero sesgo en dirección a la cámara, y separados por una mesa baja de algún sintético azabache sobre la que reposaban un par de copas con bebidas refrescantes, un gran cenicero de vidrio y sendos paquetes de tabaco combinando el rojo, el blanco y el mostaza. Paneles en un brillante y plebeyo salmón cerraban el fondo, y en una esquina, un altísimo ficus extendía con majestad sus hojas, como afectado por la importancia de ser el único contrapunto natural a la absoluta artificios¡dad del escenario.
Una cuarta cámara, móvil, circulaba entre la tramoya a hombros de un operador buscando planos cortos de Ewerhardt y, sobre todo, captando ademanes y detalles en sus manos delgadas, moteadas de manchas cárdenas, por el dorso, que acompañaban habitualmente las expresiones verbales del ministro cuando no resultaban elocuentes por sí solas.
-Doctor Ewerhardt, según nuestras informaciones, no está usted casado.
-En efecto, no lo estoy.
-¿Por decisión personal o de la casualidad?
-Digamos que es una decisión personal..., mantenida por casualidad -concluyó el minístro con una sonrisa educada y pícara.
-Pero usted no parece un hombre que deje las decisiones en manos de la casualidad...
El realizador seleccionó un plano largo de los dos platicantes y se volvió hacia Paul Cassani bisbeando sus ganas de un cigarrito. Paul estaba de pie a su derecha, escrutando las pantallas de los monitores. Le pasó el cigarro sin apartar la vista de las imágenes y se puso él mismo otro en la boca. Lo encendió y respiró un denso chorro de humo por la nariz. Estaba absorto; su papel en la función lo exigía: fue él quien sacó la instantánea de Ewerhardt besando a un desconocido. Estaba seguro de que era un beso de enamorados y no un abrazo paternal. Si Jean-Marie conseguía desenmascarar al ministro, la foto se cotizaría, ¡vaya si se cotizaría! Provocaría una crisis ministerial, desde luego, pero un reportero gráfico vive de su trabajo, y en su trabajo no se topa uno todas las noches con un popular ministro haciendo arrumacos por las esquinas. Había que rentabilizar la oportunidad, aunque no fuera ésa la opinión de Jean-Marie. Tozudo. ¡Cómo le había costado convencerle de que retase a Ewerhardt, invitándolo al programa! Se negaba en redondo: "El mío es un programa de debate político, no una tertulia televisada de comadres. Tendrás que arreglártelas tú solo". Moralista. La gente necesita escándalos de los que murmurar, y quien se los ofrezca a su gusto cobra por el servicio. Cien fotografías de la primera línea del frente, después de dejarte el pellejo en las trincheras, no valen nada al lado de una prueba comprometedora de un personaje público.
-Somos viejos amigos, Jean-Marie. No puedes negarme este favor. Además, no sería la primera vez que obligas a dimitir a un jerifalte, ¿o tengo que recordarte a Rolf Larson?
-¡No hay comparación! Larson era un estafador despreciable. Cuando publicamos el informe, el Gobierno ya había ordenado su detención. No dimitió, lo arrestaron. Yo sólo revelé los motivos antes que los demás. Ewerhardt, en cambio, sólo habría cometido el delito de la diferencia. Y eso si existiese certeza de su homosexualidad, que él ha negado y tú no has probado...
-Eso te toca a ti, precisamente. Mira, socio: primero, yo he visto a Ewerhardt dándose el lote con un individuo tan sobrino suyo como tú mismo. Ya es desgracia que el ministro me lo tapase. Cuando un hombre besa así a otro hombre se dice que es un ma-ri-cón. Y, segundo, estoy perfectamente de acuerdo contigo en que ser maricón no es ningún crimen, ni ninguna enfermedad; en que es vergonzoso que persista, en estos tiempos y en este continente, una aversión social que los margina, y bla, bla, bla. Pero, ¡aunque sólo sea porque es un político! ¿Qué no se merece un político de parte de sus vasallos? Me parece muy bien que se les mida con un rasero distinto y que se les pasee en pelotas delante del contribuyente. Cobran por ese riesgo: es un gaje de su oficio. La razón por la que se les zurre importa poco: lo importante es zurrarles, hacerles sentir siempre vigilados. ¿No es lo mismo que haces tú, a tu estilo?, ¿no eres tú otro guardián leal de las buenas gentes y de sus costumbres, otro portavoz de la opinión pública? Pues la opinión pública señala a los maricas, y a ti, como periodista, sí no quieres como persona, no te queda más remed¡o que señalarlos.
-La reciente publicación de una fotografía en la que usted aparece... en extraña compañía, desencadenó una polémica que usted se apresuró a disipar. ¿Puede repetir para nuestros telespectadores su interpretación de lo sucedido?
-Con mucho gusto. La agradezco de veras la oportunidad que me ofrece de dar carpetazo, por emplear una expresión de nuestra jerga -el ministro sonrió, y las estrías le surcaron las comisuras de los ojos; con la mano pareció espantar un mosca cargante-, a este insólito y ridículo asunto, en el que, sinceramente, no creo que merezca la pena malgastar más tiempo -recobró un aire circunspecto, y las estrías se desdibujaron-. Como ya he dicho, el fin de semana pasado encontré unas horas libres. Créame que es poco menos que un milagro. Decidí pasarlas con mí familia en Londres. Tengo allí una hermana, Helga, y un joven y simpático sobrino, Alan, hijo suyo. Aproveché para llevar a Alan a un espectáculo y, cuando terminó, preferimos volver a casa dando un paseo. íbamos, efectivamente, cogidos por los hombros, como buenos camaradas que somos. Todo lo demás son chifladuras de un fotógrafo ansioso por promocionarse. Esa gente sin escrúpulos merecería un castigo ejemplar por semejantes calumnias...
-Llama usted calumnia a una acusación de homosexualidad. ¿Lo toma como un insulto? ¿Qué opina usted de los homosexuales, doctor Ewerhardt?
-Soy al respecto un ex-quisi-to liberal; estoy dispuesto a admitir en los demás... gustos que no comparto.
Y, una vez más, como en diástole, sus labios magros se combaron y las aletas de la nariz se dílataron al paso de un hilo de aire que restalló alegremente en el minúsculo micrófono prendido de su solapa. El mismo desdén sarcástico con que replicaba con las uñas de tres dedos sobre la pulida superficie de la mesa.
A los receptores de 50 millones de hogares, de cárceles, de hospitales, de cuarteles, de bares y de conventos llegaba una imagen sugestiva de Bésson. Recortado sobre el esplendoroso fondo asalmonado, envuelto en volutas de humo de su propio cigarro, la estudiada posición de los focos reflejaba un punto blanco de luz en sus pupilas, que cruzaron a través de las pantallas, al corregir bruscamente su postura en el sillón, como ráfagas trazadoras de alguna arma ultramoderna alojada en su altiva cabeza mediterránea.
-¿Conoce usted a alguno de ellos? ¿Tiene algún amigo homosexual?
Jean-Marie apretaba las clavijas. El público conocía bien su táctica: los políticos son maestros en el arte de generalizar; por ese lado, se escurren como anguilas. Hay que llevarlos al terreno de lo concreto, acorralarlos allí y esperar a que, ante el acoso, ellos mismos se traicionen. Como los escorpiones se suicidan.
Ewerhardt arqueó sus tupidas cejas rubias y se revolvió nervioso en el asiento. Sin duda, él también comprendía la argucia y meditaba la forma de eludirla. Al cabo de unos segundos respondió:
-No me consta que ninguno de mis amigos lo sea...
El realizador estaba disfrutando de lo lindo: el ministro empezaba a dar muestras de impaciencia. La cámara móvil captaba interesantísimos primeros: Ewerhardt se frotaba la nariz y se alisaba con insistencia el pelo rebelde de la nuca. Fascinante. Se pellizcaba la gola, se rascaba la sien. Remiraba a Jean-Marie, luego al techo del estudio.
Paul no tenía la misma impresión: hasta el momento, todas las cuestiones podían contestarse con un simple no. El ministro no tenía motivos para sentirse preocupado: bastaba con negarlo todo amablemente. ¿Por qué lo estaba? ¿Y por qué no le preguntaba el periodista por la habitación 163 del Cape Town Hotel? Ewerhardt había pasado allí la noche con su sobrino, registrándose con nombre falso. Jean-Marie tenía esa información: Paul mismo se la había dado a última hora, cuando, milagrosamente, cambió de opinión y decidió colaborar. "No está jugando limpio. Es un sentimental, y el ministro debería darse cuenta".
Pero no parecía que el ministro se diese cuenta. Había respondido la última vez con desgana y un mohín de desagrado. Era evidente que deseaba zanjar el tema con rapidez. Recayó en alguna cuenta y añadió con tono conciliatorio:
-En cualquier caso, sé que hay homosexuales, por supuesto. Y no pretendo poner en duda sus cualidades humanas.
Se abrió un incómodo silencio que rompió Bésson, golpeándose impulsivamente al tiempo la rodilla con la palma de la mano:
-¿Por qué no decir entonces la verdad?
Jean-Marie repitió, deteniéndose a vocalizar:
-Que por qué no dices entonces la verdad, Leo...
El ministro palideció. Por un momento, pareció que los ojos se le iban a disparar contra el presentador como dos dardos azules y sanguinolentos. Pero, al contrario, se relajó en su asiento, dulcificó su expresión y parpadeó resignado. Había comprendido.
-¿Por qué no admitir de una maldita vez que eres homosexual?, ¿por qué seguir haciéndole el juego a esos mamarrachos?
-Creí habértelo explicado ayer.
-No me convenciste.
Ewerhardt se rió como de un chiste muy, gracioso. Su risa resonó extravagante:
-También intentaba explicártelo en Paddington, junto al hotel, ¿te acuerdas?, cuando apareció ese fotógrafo amigo tuvo.
-Tampoco me convenciste entonces.
-Bastante hice yo con no dejar que te reconociera...
El realizador, estupefacto, mantenía en pantalla una toma general, sin atreverse a variarla. Jean-Marie había vuelto la cabeza hacia el objetivo de la cámara que emitía su imagen como un fortísimo soplo dispersa un puñado de arena. Los focos pasaron de nuevo con un destello blanco por sus pupilas. Fue un instante, porque, de pronto, se había incorporado en la butaca, y luego estaba de pie, con la cabeza al ras del borde superior de la pantalla. Ewerhardt se deshizo del micrófono de su solapa y lo depositó sobre la mesa, donde estaba ya el de Bésson -más profesional-, que avanzó hasta llegar a la posición del ministro. Se inclinó sobre él. Le hizo una mueca divertida y murmuró un parlamento que no pudo oírse. Algunas luces en el interior del estudio se apagaron. El realizador reaccionó y, fiel a su oficio, pasó a emisión la toma del cámara móvil, que no había dejado de filmar al político. Le mandó que se fuese a la mano izquierda. Ewerhardt la tenía apoyada sobre el brazo del sillón, y la penumbra del plató resaltaba el contraste grisáceo de sus venas, destacándose sobre la piel, como cordilleras a escala de un mapa en relieve. Se despegó del apoyo y la cámara le siguió: se posó en la nuca de Jean-Marie y le atrajo con decisión el rostro hacia los labios ya entreabiertos del doctor.
La orden de cortar la emisión llegó oportuna y las diáfanas pantallas planas de los televisores digitales se velaron al instante con un rótulo en varios ¡diomas civilizados: "Lamentamos esta interrupción. No desconecte su receptor. Volvemos en seguida".
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