Visita al doctor Chejov.
Era sensible, sutil, analítico y fino observador. Sabía escuchar con atención verdadera, con cordialidad y, al tiempo, con objetividad. Le interesaba, sobre todo, la impresión, el efecto fugaz y difuso que la persona deja en nosotros. Algo difícil de apresar en palabras, pero que, casi siempre, nos da la clave secreta del interlocutor.Desde la observación ascendía a lo puramente imaginativo. Quiero decir a lo que vamos creando dentro de nosotros mismos a partir de los materiales suministrados por el testimonio del prójimo. Después, todo su trabajo consistía en encajar lo creado en la falsilla de la realidad inmediata. Así, de ese modo, entre cortante y frío, y con la participación de la simpatía, nacen -¡todavía hoy!- los mejores diagnósticos médicos, esto es, aquellos que abarcan en pocas palabras el núcleo corporal de la enfermedad y la pulpa tierna de la intimidad en la que ese núcleo se alimenta y guarece.
Así era el doctor Antón Chejov. Él mismo, de salud inestable. Él mismo, sujeto paciente de serias dolencias, sobre todo de la tuberculosis pulmonar que finó con su vida, de un corazón renqueante y, quizá para él lo peor, por ser lo más humillante, de hemorroides, la enfermedad que él calificó de "infame y vil". Ya desde mozo, todo esto le obligó el cuerpo y le doblegó el espíritu hacia las cuestiones últimas, a saber, hacia la significación profunda del dolor, hacia el destino final de la vida humana, hacia el sentido trascendente de esa vida, hacia la imposibilidad dramática de concretar en realidades tangibles y duraderas todo el esfuerzo, el gigantesco esfuerzo que día tras día, año tras año y siglo tras siglo lleva a cabo la pobre criatura humana embarcada en un pequeño planeta, punto opaco entre el infinito polvo de las estrellas. Y entonces se convierte en escritor, en estupendo escritor. Sus cuentos son como diagnósticos de la vida rusa y, por su universalidad, como diagnósticos de la vida en general. "O sabemos para qué vivimos, o todo es tontería", dice una de las Tres hermanas. Y, por su parte, el doctor Irimich, protagonista de La sala número 6, piensa que si la Tierra habrá de rematar por morirse, y con ella toda especie de vida, "no hacía falta sacar de la nada al hombre con su razón excelsa, casi divina, y luego, como por burla, convertirlo en barro".
El doctor va, como vemos, al hondón misterioso de la realidad. El ejercicio de la medicina constituyó para él, sin duda alguna, la prueba máxima del posible sinsentido de la existencia. El dolor de las criaturas se hace, por extraña transmutación, dolor propio. Pero desde esa menesterosidad, ¿hacía dónde se camina? ¿Cuál es la justificación última del padecer?A partir de tal encrucijada, la vida de este hombre va a repartirse, dramáticamente, entre el trabajo literario y la empresa curadora. Oscila entre ambas, pero sólo al final la ficción le gana terreno a la clínica. Ante todo, es médico, y médico abnegado. Con los pulmones deshechos, atrancado por la fatiga, la tos y la fiebre, todavía sigue tratando pacientes. En especial, pacientes del pueblo. Pobres mujics que no le dejan un instante de vagar, de sosiego, de tranquilidad creadora. En una epidemia de tifus en Moscú, allá está él prodigando cuidados médicos: "Escribo y curo". Está instalado en la calle Sadovaïa-Koudrinskaïa. Es una casa pequeña a la que se accede por una puerta estrecha. En ella, una breve placa de cobre: "Doctor Antón Chejov". Visitar hoy el lugar produce una emoción intensa y, a la vez, callada. Los libros de medicina, los humildes aparatos exploratorios, la mínima habitación particular, el orden y la limpia escasez, se notan por doquier.
Pero, insisto, la literatura concluyó por absorberlo. "Además de la medicina, mi mujer legítima, tengo también una amante, la literatura. Pero no hablo de ella porque los que viven en la ilegalidad perecerán en la ilegalidad". ¿Murió Chejov en la ilegalidad? ¿En qué ilegalidad? Tuvo éxitos sonados y deslumbrantes en el teatro y en la narración corta. Fue muy admirado. Quizá en demasía, para lo que él buscaba, que fue, en un principio, sencillamente, ganarse la vida. Sostener a la familia paterna, a los hermanos. Vigilar su educación y su bienestar económico, como señala su biógrafo Troyat. Pero apenas si pudo conseguirlo. Le faltaban dotes financieras y le sobraba vitalidad. Mejor, ansia de vivir. Y, con ella, ansia de mejorar moralmente a sus semejantes. Es curioso, pero la actitud personal de CheJov frente a sus amigos, y a sus enfermos, denota una desconcertante mezcla de clarividencia y de ingenuidad. Así, cuando juzga a Tolstoi, al que tanto admiraba, no deja de acusar el autoritarismo un tanto primario del gran novelista que aplasta con sus juicios la silueta humana de sus conciudadanos. O la obra excelsa de los grandes creadores. Recuérdense las tremendas opiniones tolstoianas sobre Shakespeare. Pero, a su lado, - Chejov, encogido -hay una fotograflia que así nos lo muestra, con las manos cruzadas entre las piernas, en actitud reverente y silenciosa-, no deja de afilar sus dardos analíticos. Resultado: "Sólo los imbéciles y los charlatanes saben de todo y entienden todo".
Otra característica de su inteligencia, y de su sensibilidad, consistía en obtener, mediante . una cierta agudeza mental", impresiones, es decir, algo así como la atmósfera espiritual que emana del individuo y de determinados ambientes. Por eso, con frecuencia, todo se termina, en los relatos y en la escena, por una ausencia total. Las paredes desnudas de un hogar antaño resonante de vida, el espacio mudo del campo inhabitado, las emociones que, apenas suscitadas, ya desaparecen y dejan en el alma algo así como la vibración extraña de lo que pudo ocurrir pero que no llegó a bcurrir. Son leves toques, fugaces pinceladas, atisbos informulados. En suma, pequeñas cosas. Pero pequeñas cosas cuyo entramado es el cañamazo mis
mo en el que la existencia cobra forma inteligible. En realidad, se trata del envés de la vida. De la sospecha. De lo visto y no visto. De la presencia que es una ausencia y de la fuerza evocadora que de ese hueco emana, incontenible, inundadora, asfixiante, pura congoja. ¿Y qué otra cosa es, qué otra cosa pue de ser esto, sino la aprensión del enfermo, la adivinación de las menesterosidades que toda dolencia trae consigo a quien la padece y la soporta? Hay, pues, en el método de Chejov, quiero decir en su estilo de vida, en sus arrebatos, en sus excesos, en sus comedimientos, en sus complacencias y en sus desganas literarias un mucho de las vivencias de la criatura humana atra pada por la patología. El paciente es un prisionero que a duras penas entrevé luz de sali da a sus temores. El paciente es un ser en vigilancia continua. En alerta angustiada. Desde ella, sólo es hacedero cazar la realidad plena si el sufridor por ta en su espíritu algo que podría denominarse la capacidad de arrancar margen de visión des de fuera de los propios sufrimientos. Un buen escritor lo alcanza. Y entonces, a partir de ese momento, heroico y a la vez resignado, en la pluma brotan la ironía, el humor, la sátira e, incluso, el sarcasmo. Así, se en tienden relatos como Una mujer indefensa o Prichibeyev, o ¡Silencio! Para que nazca la ternura, por ejemplo, en Historia melancólica, es menester que antes la plaza haya sido ocupada por la burla discreta. Antes de entregarse, analizarse. Antes de definir, acotar, limitar, cortar. Y, al final, darse, darse por entero, en entrega incondicionada.Pero ¿qué es todo esto? Simplemente, la esencia misma del oficio médico. Por eso, aunque Chejov tuvo en bastantes ocasiones la impresión de que traicionaba a la medicina, al dejarla de lado para sumergirse en el trabajo del escritor, la verdad es que nunca dejó de sentirse clínico. Y lo fue en todo momento. En los relatos breves, en el teatro. Fue médico y escritor simultáneamente. No un médico escritor, ni un escritor médico, sino una inextricable mezcla de ambas instancias. Medicina y literatura se funden en su espíritu para regalarnos, al final, eso mismo, es decir, una impresión. Un liviano vibrar de la luz en torno a las gentes y su medio ambiente. Es la indefinición, por esencia. La pura indeterminación. Nadie es capaz de coger con la mano el aire que nos rodea, pero nadie puede evadirse de su abrazo impalpable. Así, el arte del escritor ruso. Así, la calidad moral de su ayuda curadora y consoladora.
Y ésta fue la lección de hurnanídad que yo recibí, hace poco, con la visita a la casa del doctor Chejov en Moscú. Una indecible melancolía unida a una evidente sensación que allí se me revelaba en la certeza de que la vida del gran escritor había sido, ya antes de morirse, puro destino. Dicho de otro modo: que no necesitó cumplir su ciclo vital para entender por anticipación el recorrido total de su existencia. Ésta fue la plenitud. Pero, a su lado, haciéndome compañía, estaba el deje amargo de algo no del todo conseguido. De un torso apenas esbozado. Otra vez, como en la lectura, como en el espectáculo, la fugacidad, lo transitorio y, en definitiva, el vacío, la ausencia, esto es, el triunfo de la muerte. Es "la vida difícil, llena de misterio y feliz". La vida de múltiples e inentendibles recovecos.
Todo es, pues, pura impresión. Triunfo de lo momentáneo en el que cada instante asesina al que le precede y lo anula despiadadamente. "Con sólo la impresión no se puede llegar muy lejos". Pero quien esto escribió no hizo otra cosa en su vida que registrar impresiones y, ante ellas, vibrar exquisitamente. "Dentro de mil años el hombre dirá, suspirando, lo mismo que ahora: ¡oh, qué diricil es vivir!... Y, sin embargo, lo mismo que ahora, seguirá sin querer la muerte y temiéndola".No quiso la muerte el doctor Chejov. Tampoco la amó el escritor Chejov. Pero la muerte, silenciosa, a favor de los días, "embozados y mudos, como derviches descalzos" que cantó espléndicamente Emerson -"muffled and dumb like barefoot dervishes"-, vino puntual para él. Y ahora, la casa vacía y los recuerdos personales son otras tantas impresiones mornentáneas que le atenazan a uno el corazón y le colman de niebla la cabeza.
Pero esto, extrañamente, perdura. Porque es lo que el arte verdadero consigue.
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