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Nadie que haya alcanzado el límite bíblico tiene por qué sentirse realizado. Ni Shakespeare, ni Beethoven ni Napoleón lo alcanzaron. Jesucristo no tuvo ninguna esperanza de ello. Alcanzarlo no tiene por qué relacionarse con ninguna clase de realización, esa que aparece en los libros de historia. Las grandes obras de todos los tiempos -el teatro de Shakespeare, las conquistas de Napoleón, por no citar al cristianismo- nada tienen que ver con la acumulación de experiencia vital que se supone es la recompensa por llegar a una edad muy elevada. Piénsese en lo que llegaron a hacer un Keats o un Schubert (uno muerto bastante antes de los 30 años, el otro un poco después). La historia la hacen los jóvenes y las personas de edad madura. Para ser honrados, los viejos no son más que grasa sobre el cuerpo social.Pero casi nunca es su culpa. La sociedad no les quiere como trabajadores y nuestro sistema educativo nunca les ha estimulado a entretenerse con los libros y con las artes, de manera que puedan alegrar su ocio de jubilados. Los viejos esperan la muerte jugando al bingo. Para los autónomos, como es mi caso, la situación es diferente. Todavía me quedan muchas cosas que hacer -palabras que escribir, música por componer-, demasiadas cosas aunque tuviera la suerte de llegar a los 90 años. Que el trabajo mantiene a raya las miserias de la vejez es un tópico aburrido, pero es verdad.

Cuando digo que llegar a los 70 años suena como si fuera un gran triunfo, lo que quiero decir es que he hecho la carrera sin demasiados resbalones o tropiezos. No me morí a los 40, con lo cual desconcerté los diagnósticos neurólogos, y nunca he estado muy enfermo. No me ha atropellado ningún camión ni me he atragantado la aceituna de ningún martini. Bebí demasiado hasta los 50 y aún tengo un excesivo apetito de tabaco. Mi médico suizo me dice que tengo un escape en la valvula mitral, pero aún no me ha dado ningún ataque al corazón. Como menos que antes, pero es porque fumo más.

Vivo en un tercer piso sin ascensor y subir las escaleras con los bolsos de compra llenos es un indicio práctico de suficiencia cardiaca. Lo puedo hacer, pero no me gusta. Gané una carrera de una milla en mi juventud pero nunca me ha gustado correr. Cuando los activos empleados de las líneas aéreas me meten prisa para pasar por la puerta de embarque me niego porque sé que ya no debo apresurarme. Voy al paso de marcha que me enseñaron en el ejército y eso me basta. Uno de los estorbos tradicionales de la vejez -la vista desfalleciente- no me ha afectado ni lo hará. Mi vista mejorará. Se debe a que soy niope desde los 10 años y la presbicia está terminando con ella. He perdido mis gafas y, no tengo que conprar unas nuevas. Puedo leer las letras microscópicas de lus dos volúmenes del Oxford English Dictionary sin mucho esfuerzo. Pero no oigo el timbre de la puerta con la misma claridad que mi esposa. El impulso sexual, que los adolescentes creen que se desvanece alrededor de los 30 años, sigue vivo en mí, pero la ejecución -y, por supuesto, eso es muy bueno- es algo lenta. Suspiro viemdo a las bonitas muchachas que aparecen en la televisión y me resulta penoso no poder aproximarme a ellas en la vida real. No quieren que se las importune, y las entiendo.

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La mente, ¡ay!, realmente no deja atrás al cerebro, esa parcela de nervios que envejece junto con la piel y los músculos. Tengo problemas de memoria, sobre todo con los nombres, y el mot juste me llega tarde a veces. Hace poco di una charla, que no había redactado, sobre Shakespeare -he de señalar que fue en francés-, y dije: "Llegamos ahora al grande y joven contemporáneo de Shakespeare...". Me había olvidado por completo del nombre de Ben Jonson. "Escribió El alquimista, Volpone y EI diablo es un asno y...". Seguía sin recordar el nombre y, nadie entre el público lo sabía. Únicamente después de enumerar la produción dramática entera de Jonson y citar enteramente un par de sus poemas, se me reveló tímidamente el autor. Ahora ya no me gusta hablar sin unas notas. Dentro de poco puede desaparecer el nombre de William Shakespeare.

Antes de que desaparezca de mi cerebro la nomenclatura literaria entera, a la vez que el propio lenguaje, tengo que segir estudiando el inglés. Tiene un vocabulario tan vasto que no me llegarían otros 70 años para dominarlo. Y el arte de manipular ese cúmulo de palabras en libros nunca se dornina a gusto de uno. Aquel grito que salía del corazón de Chaucer -"La vida corta y el arte largo de aprender"- se ha hecho cada vez más mío. El pesar que siento como escritor ya viejo es que todavía no he escrito una obra que me satisfaga y me queda poco tiempo para crear una obra maestra. Me consuelo pensando en los logros de la vejez de un Verdi, un Tiziano y un Michelangelo, y luego reflexiono acerca de Keats, Chatterton y Rimbaud, que terminó su gran poesía antes de los 20. El tiempo no es lo que importa, los genios están más allá de él.

La única satisfacción que siento al cumplir los 70 anos es que he alcanzado la cinta de llegada bíblica. Los años venideros, sí es que los hay, no tienen ya resonancia mítica. La Biblia permite que tras los 70 haya una porción de tiempo para que cuerpo y, cerebro se debiliten progresivamente y finalmente se colapsen, pero no ofrece revelaciones crepusculares ni un último vislumbre de fuego en la zona del ocaso. A partir de ese momento comienza la cuesta abajo. Pero Verdi sí produjo FaIstaff a los 80 años, y Tiziano entró en una nueva fase de su arte a los 99. Si resisto los paros cardiacos y el cáncer de pulmón, todavía puedo hacer algo. No tengo miedo del SIDA.

Traducción: Barbara McShane y J. Alfaya.Copyright Antony Burgess

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