Una firma en blanco
Diversas crisis han frenado el desarrollo institucional de la construcción europea. Pero, en cambio, desde la firma del Tratado de Roma la ampliación de la Comunidad a la Europa democrática ha sido más rápida. El autor, amigo personal de Jean Monnet, vivió muy de cerca las negociaciones del histórico tratado, cuya firma se realizó en blanco, negociándose el texto definitivo en los días posteriores.
Remontándome 30 años en el tiempo, me veo como un joven miembro de la delegación francesa que negociaba el Tratado de Roma. Las últimas jornadas habían sido febriles, tantos eran los asuntos de todo tipo que debían regularse una vez que los ministros de Asuntos Exteriores y los jefes de Gobierno se hubieron pronunciado sobre los grandes problemas. Eran cuestiones técnicas, pero también técnico-políticas, y por otra parte no resultaba en absoluto posible zanjarlas antes de la fecha fijada, y, como ocurre con frecuencia en tales casos, las firmas fueron estampadas sobre un folio que reproducía la fórmula ritual que reza: "Conforme a lo expuesto, los plenipotenciarios signatarios han firmado al pie del presente tratado", y que constaba en un cuaderno de hojas en blanco. Fue en el curso de los días que siguieron al 25 de marzo cuando los últimos detalles del tratado serían puestos a punto.La febrilidad que afectaba a la delegación contrastaba con la calma manifestada por los medios políticos y de opinión. No se trataba de una total indiferencia, pero se estaba muy lejos del apasionamiento que habían suscitado los diversos episodios de la historia de la Comunidad Europea de Defensa. Dos debates parlamentarios en la Asamblea Nacional habían esclarecido la situación política: a comienzos del verano de 1956, respecto de la Euratom, y a principios de 1957, sobre el Mercado Común. En ambos casos, amplias mayorías se habían pronunciado a favor de las principales orientaciones de cada uno de los tratados, y la espectacular anuencia existente entre los antiguos oponentes a la Comunidad Europea de Defensa había sido el primer paso de una reconciliación de los europeos franceses con la idea de una comunidad económica.
Vuelco de la situación
Semejante vuelco de la situación se debió en gran medida al compromiso personal contraído por el jefe del Gobierno francés y sus principales ministros; este hecho, demasiado olvidado hoy, merece ser destacado. El presidente del Consejo, Guy Mollet, al que vínculos de amistad y de mutua confianza unían a Jean Monnet, había adoptado una posición -desde su discurso de investidura, en febrero de 1956- en favor de los tratados de la Euratom y del Mercado Común. La negociación sobre este último fue particularmente difícil para Francia en razón de la precaria situación de su economía por ese entonces. Los responsables de la delegación francesa -Christian Pineau, ministro de Asuntos Exteriores; Maurice Fauré, secretario de Estado, y Robert Majolin- sumaron sus esfuerzos a los del presidente, Guy Mollet, para superar las reticencias políticas y técnicas existentes y empeñar plenamente a Francia en la negociación del Mercado Común desde septiembre de 1956. Dicho empeño, confirmado en sucesivas reuniones ministeriales, permitiría en marzo de 1957 la firma del tratado luego de seis meses de intensas negociaciones.
Mientras que la delegación francesa negociaba en el castillo de Val Duchesse, en Bruselas, sus espaldas estaban protegidas desde París. Ya he destacado el apoyo prestado por los medios políticos y sancionado por los votos de la Asamblea Nacional. Tampoco hay que olvidar el esfuerzo de persuasión desarrollado en los medios profesionales. Los sindicatos no comunistas eran favorables a la integración europea desde que la dimensión social había sido tenida en cuenta.
La patronal, en cambio, se mostraba inquieta y renuente ante la perspectiva de la apertura de un mercado temblorosamente firme. Empero, aún quedaban los agricultores, cuyo peso político era todavía más considerable en aquella época de lo que lo es en la actualidad. Obtener de las organizaciones agrícolas la adhesión a los principios y a las grandes directrices de una política agrícola común fue uno de los logros políticos más destacados del Gobierno Mollet. Este compromiso habría de tener consecuencias mayores para el futuro de la Comunidad.
Los países de ultramar
Establecer unas relaciones orgánicas entre la futura Comunidad y los países de ultramar que aún dependían de Francia había sido también una de las principales preocupaciones del presidente Mollet y de su ministro Gaston Deferre. Mollet era plenamente consciente de que el régimen de autonomía interna que había introducido la ley Cedre, elaborada por su Gobierno, debía conducir, en un término más o menos breve, a la total independencia de tales países. Estaba convencido del valor político que unos vínculos sólidos con Europa tendrían para la futura evolución de los mismos. Los hechos han confirmado esta previsión política. La Convención de Lomé con los países de África, del Caribe y del Pacífico -consecuencia a largo plazo de aquel objetivo inicial- es uno de los más bellos blasones de la acción comunitaria.
¿Cómo evaluar la evolución de la Comunidad 30 años más tarde? En el plano político, las crisis de 1963 y 1965 -en especial, digámoslo así, el compromiso de Luxemburgo- bloquearon largo tiempo su desarrollo institucional e incluso lo hicieron retroceder. En compensación, su ampliación a la Europa democrática ha sido más rápida y mayor de lo que se podía pensar, y en materia económica y monetaria hemos avanzado más allá de lo previsto en el Tratado de Roma y lo hemos hecho más deprisa de lo que sus signatarios habían supuesto.
Semejante balance -conformado de sombras, pero más aún de luz- incita a un optimismo razonado. La entrada en vigor del Acta Única Europea, unos días después del 30º aniversario de la firma del tratado, será la señal del relanzamiento de una Europa volcada hacia el futuro.
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