Regreso de Soria
Ahora hace un año. Era febrero, helaba y, en un silencio que recuerdo aún como se recuerda una música o un rostro, atravesaba la noche de camino a la estación. Incluso para un tipo que ama el frío hacía un frío desconsiderado. Estaba en Soria, no había duda. Pero también, de pronto caminaba por Paris una noche olvidada durante cerca de 30 años, y que surgió como un trallazo de la memoria. Así es que, una vez más, me encontré, aunque bajando ahora por el Espolón de Soria, camino de la estación de Austerlitz.Para algunos de los que ya no éramos políticos 10 años an tes de mayo de 1968 la estación de Austerlitz permanece índele blemente asociada a los viajes políticos. Por ella llegábairios a instruirnos y de ella partíamos a derribar la dictadura. Las cir cunstancias y el dictador mandaban. Tan desesperada situa ción autorizaba, a ratos, a enga ñarse sobre nuestra verdadera condicióri de éticos en comisión de servicio política.
Pero hace un año, a tantos como de Austerlitz y a Docos días del referéndum, ni siquiera un político temporero estaba autorizado a caer en las confusiones ilusas. Indudablemente estaba en Soria. Sólo en Soria el caminante, que se detiene inquieto e intrigado por los crujidos múltiples y continuos que van royendo el silencio, puede descubrir que es, sencillamente, el hielo lo que cruje. En lo más profundo de una noche en que hasta el hielo tirita ¿cómo fue posible tener Ia certidumbre de que el referéndum lo ganaría esa clase de gente que somos los que aquella misma tarde habíamos celebrado un mitin antiatlantista?
Aquel retorno a los tiempos de la ética en funciones políticas (tan irritante en democracia) he sabido luego que a muchos les produjo ese rapto de lucidez. En parte se explica porque esa clase de ciudadanos llevamos toda la vida sin que nos hagan caso. Y en parte porque nuestra visión del asunto otanista era, al fin, impecablemente política.
Habituados a las campañas por las ideas, resultaba que nos encontrábamos en aquella campaña defendiendo una candidatura concreta. La ocasión parecía excelente para, que nuestro candidato superase a los candidatos contrarios en las urnas. El programa de nuestro candidato se resumía en la sencilla oportunidad que se presentaba de desatascar del barro secular el carro de la historia. Era,además, nuestro candidato atractivo, emprendedor, práctico y honesto. Nada, en consecuencia, impediría el triunfo de la alegría de vivir.
Convencido de la inexorable victoria, pateando el andén desierto, ya no estaba en aquel andén de Austerlitz, sino a cuatro días de vivir la arriesgada experiencia de vivir en un país inteligente (si es que elegir el destino acorde a nuestra naturaleza significa inteligencia). En aquel tren que avanzaba mientras el sol salía y que me llevaba hacia una mañana de domingo en el parque del Oeste, de Madrid, ni la fatiga ni la calefacción vencieron la certidumbre de que la guerra civil estaba, a punto de dejar de ser la única ocasión importante de la historia de España con la que coincidía mi existencia. Llegué despierto a Torralba.
Después de dos cafés reconstituyentes, esperando bajo el sol aún tierno el descendente de Calatayud, me fui durmiendo, y dormido vi el castillo en la parada de Sigüenza y saludé, como es de rigor, al niño Miguel en la estación de Alcalá de Henares. Desperté al llegar, con tiempo apenas para llegar a la última manifestación, antes del día de obligada reflexión, a favor de nuestro candidato.
Nunca esa hermosa avenida del parque estuvo tan repleta de hermosa gente como aquella mañana. Estaban todos los amigos, incluidos los que no estaban, y los hijos de los amigos ausentes. Sonaba la música, bailaban y el entusiasmo atronaba más que la música. En el fuerte calor del mediodía madrileño no resultaba difícil pertenecer a una patria climatológicamente loca, desmedida.
Sin embargo, allí, de pronto, mi lucidez fue sustitulida por el conocimiento cotidiano, por el engrudo con el que la sabiduría de la cotidianidad empasta el cerebro. Es decir, sin el permiso de la autoridad competente me anticipé a reflexionar.
¿Qué me autorizaba a considerar el momento histórico propio a la alegría de vivir? Mi deseo, desde luego. Y poco más que oponer al estado de situación del acomodo, de la inercia, de la conservación de los intereses más inmediatos y más ajenos (los intereses menos interesantes), de las seculares secuelas. No se cambia cuando se quiere, por supuesto, y aún menos cuando se dice. Por el paseo de Rosales se podía husmear ya ese olor a polvos de arroz con los que, cada tanto, es maquillado el rostro de la vieja patria.
A media tarde de aquel domingo se seguía confiando en el triunfo de la candidatura más razonable que nunca pudo presentarse en la edad contemporánea. Ahora hace un año de aquella fidelidad a seguir siendo (un poco tiempo más y discutiendo la reducción de la tropa importada) lo que hemos venido siendo.
Y en ésas estamos un año después. Quizá, consciente una parte de la ciudadanía de que se ha logrado un alto nivel defensivo, parece que exige lograr un alto nivel educativo, sanitario y salarlal (por no ir más lejos), a fin, lógicamente, de tener algo valioso que proteger contra el nom,bre invisible.
Tampoco han cambiado los partidarios de la alegría de vivir, salvo que son más partidarios de la felicidad. Por mi parte, libre hasta otra de los trabajos, electorales, confieso practicar ese inmovilismo y procurar no confundir con demasiada frecuencia el camino a la estación de Soria con el camino a estaciones que ya no existen.
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