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Hollywood y la venganza del carnicero

La fábrica de sueños al servicio de la charcutería es un fenómeno tan curioso como reciente. Hace años, cuando Hollywood inundaba de sueños las pantallas del mundo entero y los niños ansiaban amores o aventuras, y las niñas solían suspirar los lujos y amores rosas, el cine era inaccesible. Para mimarlo, para tocarlo y hacerlo propio había que saturarse de cromos y revistas, coleccionar rostros y cotilleos, diferir el cine a papelines.Cuando los niños y niñas crecieron, aquellos sueños se quedaron con ellos convirtiéndose en querencias extrañas. Hubo cinéfilos prendidos para siempre del celuloide que, como Jerry Lewis, lamían literalmente las películas, sobándolas con añoranza, queriéndose impregnar de su magia. Hicieron del cine su vida, quedándose sin la propia al vivir en la pantalla cuanto del mundo conocen.

No hubo que llegar a punto tan aberrante para quedarse fascinado por el cine. Otros seres, menos absurdos, alimentaron amores y alguna venganza contra aquella inaccesibilidad del cine, y se pusieron a esperar. Son los charcuteros de hoy.

La suerte les llegó a través de esa venganza terrible del cine qué es el vídeo. Desde que éste entrara libremente en las casas las películas pudieron ser vistas y revistas sin mitología alguna, destruyendo por fin aquella marea de sueños que el cine quería que fuese nuestra vida. Los rostros y las voces pudieron analizarse desde la mesa camilla, y allí se le perdió el respeto al cine. El mal respeto, al menos. No hay que esperar, por ejemplo, que vuelvan en olor de multitud los viejos títulos, porque éstos pueden quedarse tranquilamente en casa, viviendo con nosotros, despreciándolos incluso en las estanterías de los objetos decorativos y casi inútiles.

Basta acudir a una tienda de videoclub, mejor un sábado a la tarde. En cualquier ciudad hay, como hamburgueserías, cientos de ellos. Allí se pueden pedir películas a la medida: en color o en negro; con algo de misterio, pero no muy fuerte; de risa, pero no intelectual; de mujeres, pero no muy escandalosas; de amores, pero sin vicios; de acción, pero sin sangre; de antiguos, pero no aburrida; comedias, pero en las que no canten... Se examinan las casetes sujetándolas a distancia con dos unidos dedos, como si se tratara de un pescado en dudoso estado de conservación. Toda esta conducta, sin duda, es la venganza de tales consumidores por aquellos incumplidos sueños de la infancia.

Pero hay venganzas menos platónicas. La de, por ejemplo, los charcuteros tantas veces mencionados. Son ellos quienes más hábilmente vieron las ventajas que podría traerles la maquinita del vídeo con el cine dentro.

Y así, se han unido para sacar el jugo del dinero al cine, como tantas veces él nos hizo creer que iba a ser cosa fácil.

Cuentan que en Sevilla, pero no sólo allí, los vídeos comunitarios han implantado un curioso sistema de servicios. Un señor viene a casa y ofrece la instalación gratuita del tan perseguido vídeo comunitario, y ante la sorpresa de quien le escucha, éste, dice, es un servicio gratuito. Basta con decir que sí y puede uno contemplar las cuatro o cinco películas que, sin detenerse, salen por el televisor a cualquier hora del día, todos los días.

El secreto de tan altruista oferta no es otro que el del charcutero. Entre película y película él mismo aparece en pantalla ofertando los filetes del día. Es, claro, el carnicero de la esquina, a quien siguen en tropel los de más comerciantes del barrio: Fajas Loli, Ultramarinos Ovalle, la relojería, la mercería, las modas, el zapatero y hasta un notario. Pequeña publicidad familiar hecha sin alharacas, fijando claramente la información necesaria: a tanto la rebaja, a mil el pliego.

La sensación de cine es aún mayor, y los anuncios coinciden con las necesidades del barrio. No hay que aguantar la publicidad en colores de los cines grandes, donde también te invitan al sueño de lo imposible. Aquí todo está a la mano. El mito destruido, la película casi a medida y el poder poner el cine de cara a la pared. Tú te callas que ahora hablo yo. Tengo el filete barato y la paletilla fresca. Modelo único de importación. El tic-tac de su reloj lo recompongo yo. Hechuras a medida y escrituras con descuento. Un sinfín de datos prácticos que el ama de casa mira antes de bajar, aunque luego baje más tarde porque la película que sigue tiene el atractivo de ser de la casa y hay que quedarse a verla. Y luego, en la propia charcutería, se habla del invento, se comenta la película de anoche -y no esa que ponen en televisión- y se ve al carnicero con otra gracia, saleroso, como sin complejos ya. Hollywood a domicilio.

Y digo Sevilla porque ahí están o han querido estar, perseguidos por la ley, estos vídeos comunitarios tan democráticos y majos. Pero no sólo allí. Es, de hecho, una riada imparable. Con el vídeo no hay ya traumas ni carreras y las películas vuelan libres, manejadas por quienes las quieren y para lo que quieran. Un gozo para el cinéfilo poder meter su película en una bolsa y echarse al mundo del sueño, y otro gozo para el charcutero y sus clientes que han cogido el cine como la gallina de fin de año, sin contemplaciones, con el cuchillo en la mano y tente tiesa.

Mientras muchos dicen que el cine muere, ésta, me parece, es una oportunidad de oro. Hay, simplemente, más charcuteros que antes. Siempre los ha habido y han dejado su huella en películas idiotas, que ahora todavía pululan por las casas confundidas con otras de mejor raiz. Y los ha habido y sigue habiendo entre muchos intermediarios sin gozo, aburridos de su propia vida sin cine. No entro en leyes ni normas, sin duda justas, que quieren controlar la economía de este abuso tan peculiar del cine, pero parece una belleza ese manejo de lo cotidiano rodeado de cine, metiendo el cine en la bolsa de la compra y viendo a Hilario y sus filetes tan vivamente como si fueran de verdad.

El cine está más vivo que antes y es ya de otra manera. Nada menos que eso, como ha demostrado el entrañable carnicero sevillano.

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