La 'Sonata, Opus 109'
No es en absoluto infrecuente que los descubrimientos produzcan, como primera reacción, un estado de inseguridad. Es lo que me ha sucedido tras la lectura de una narración deslumbrante de Hartmut Lange titulada El concierto (Seix Barral). Hacía muchos años que no me ocurría cerrar el libro de cuando en cuando con el fin de fijar en la memoria alguna escena, o suspender la lectura unos instantes para rebuscar por las esquinas oscuras del texto. Estoy obligado a emplear un tono personal, pues nada garantiza que mi juicio vaya a ser compartido; el relato de Lange es suficientemente extraño como para que deslumbre tan sólo a quienes llevan dentro de sí esa particular extrañeza.Y de ahí una primera inseguridad. ¿Cómo es posible que esta, a mi entender, obra maestra se edite con tal desparpajo? ¿Qué extraños senderos pueden llevar al ciudadano hasta este autor desconocido, este título poco excitante, este caso de una literatura lejana? Desde luego, la industria editorial no es una industria cualquiera. Tendemos a creer -por hábito materialista- que lo mismo es fabricar cañones que mantequilla. Sin embargo, no parece cierto. El desproporcionado riesgo que corre este libro, sin ningún abrigo, sin ningún apoyo, echado a su destino en espera de que seduzca por su cuenta, es de una naturalidad angelical. La industria editorial es un negocio como cualquier otro, pero conserva todavía algunos hábitos del humanismo clásico. Por ejemplo, parece persuadida de la fuerza propia sustantiva del libro, conserva una fe atávica en el valor espiritual de la mercancía. Así, pues, ¡homenaje aquí a todos los editores, incluidos los más chatarreros!
La segunda inseguridad afecta a la naturaleza misma del relato. Los protagonistas de El concierto ponen en escena un motivo eterno: la culpa de los malos y la culpa de les buenos. El horror de los judíos asesinados y el de sus verdugos, muertos también, invita al lector a una renovada reflexión sobre el que fuera, creo yo, final de Europa. Con aquella descomunal matanza se asfixió -en sangre- la cultura europea, la cual sólo ha prolongado un simulacro de existencia gracias a una vida vicaria importada de EE UU. Pero por mucho que admiremos y respetemos la cultura norteamericana, por mucho que envidiemos su pragmatismo moral y su vigor mercantil, por mucho que aceptemos confiadamente el papel de colonia o protectorado, justo es reconocer que la cultura norteamericana es incapaz de soportar la herencia de la tradición europea, es decir, su culpa. A partir de 1945 era inevitable que los europeos viéramos desaparecer progresiva e inexorablemente el archipiélago de elementos que nos habían configurado como continente. Para quienes hemos nacido después de 1944 hay un telón mucho más duro que el acero a este lado de Berlín. Europa no existe más que en el proyectismo bienintencionado, pero impotente, de un puñado de hombres de empresa y parlamentarios a su sueldo. El resto es nostalgia o cursilería.
La inseguridad se agiganta si cavilamos sobre esta fantasía: que la unidad europea se hubiera mantenido gracias al esfuerzo ruso. La Unión Soviética ha impuesto a sus ciudadanos una intolerable tiranía; ello no obsta, sin embargo, a que sea Rusia lo único europeo que queda de Europa. Las recientes informaciones sobre un restablecimiento de relaciones diplomáticas entre el Vaticano y Moscú incitan a una peligrosa ensoñación sobre las dos Romas.
Porque la tradición europea es una tradición de culpabilidad. De agresión, rapiña, destrucción, victoria..., y culpabilidad. Tras cada destrucción, y junto al montículo de la rapiña, siempre había lugar para el acomodo de un templo, una orquesta sinfónica, un poema y un tratado sobre la deducción categorial. Pero la última destrucción fue excesiva, incluso para la rapiña fue excesiva; ya no hubo lugar para nada que no fuera el pensamiento de la pura aniquilación. En el relato de Lange comparece la cultura europea en su último acto cristiano, ataviada con ropaje funerario. El protagonista real no es el pianista judío asesinado; el protagonista verdadero es la Sonata, opus 109, de Beethoven. Esa sonata que Lewanski nunca podrá interpretar porque fue exterminado antes de adquirir la experiencia precisa para poder ejecutar al Beethoven tardío. La culpabilidad de los verdugos, lo que mantiene en vida a sus espectros, es esta sonata que nunca más podrá realizarse por causa de una salvaje precipitación. En la tierra de los muertos, el pianista asesinado perseguirá eterna e inútilmente el secreto de esta sonata.
El mal de Europa (o su suicidio, porque Hitler era también inglés y francés, no sólo alemán, italiano y español) es ahora pura mercancía. Puede ponerse en escena como el sobrecogedor conjunto de disparates que de modo incomprensible y cíclico se arroja sobre las culturas cuando éstas alcanzan su máxima expansión. La marca de sangre y culpabilidad que arrastró al sumidero hombres, ideas y obras está ya seco. Pero no se ha resuelto aún con justicia -y ese es el hechizo de El concierto-la culpa colectiva, sólo hubo víctimas propiciatorias administradas por Estados Unidos. La inseguridad de los actuales parlamentarios europeos es comprensible: ninguno de ellos sabe por cuál grieta y en qué momento regresará a la luz un cadáver uniformado, con la gorra bajo el brazo y una oxidada cruz de hierro sobre la guerrera, pidiendo excusas por su importuna presencia, pero pidiendo también una tumba. Y mientras ese cadáver siga sin enterrar, mientras permanezca errante por el descuido y la cobardía de sus herederos, ni siquiera el mero recuerdo de lo que fue Europa podrá venirnos al pensamiento sin que un escalofrío nos irrite el espinazo. Lo que los europeos vieron entonces, durante aquellos últimos años de agonía, no era ya humano. Pero sigue siendo el único horizonte de nuestra visión. Ese es el verdadero fantasma que recorre Europa, con el sonido de fondo de la Sonata, opus 109 siempre, sin concluir.
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