Siria vuelve a Beirut
LA ENTRADA de las tropas sirias, a finales de febrero, en la parte occidental de Beirut no ha dado lugar a protestas, ni de las cancillerías occidentales ni de las fuerzas políticas de Líbano. La población ha acogido esta llegada con alivio, ya que ha puesto fin al caos del período de hegemonía de la organización shií Amal y a los permanentes enfrentamientos armados provocados tanto por la batalla de los campos palestinos como por las luchas entre las milicias shiíes y las de los drusos y los comunistas. Con los sirios, pues, ha llegado cierta calma, y Beirut vuelve a ser una ciudad por la que se puede pasear, en medio de ruinas pero sin el riesgo del fuego cruzado.Una de las razones del insólito silencio occidental ante la última operación militar siria es la cuestión de los rehenes. La dominación de Amal ha facilitado mucho los secuestros de rehenes occidentales por bandas terroristas en los últimos años. Y aunque Amal ha sido el principal aliado de Damasco, existe cierta esperanza de que la presencia militar siria evite nuevos apresamientos y la devolución de algunos rehenes desaparecidos desde hace meses o, en ciertos casos, desde hace años. Las actuales circunstancias son un compás de espera. Hasta ahora los sirios han atacado con brutalidad al grupo shií Hezbollah en Beirut, causándole 22 muertos, pero no han ocupado los sectores meridionales, donde los shiíes están muy concentrados.
Con todo, el objetivo del presidente Assad no es sólo acabar con el caos y las luchas sangrientas de Beirut Oeste. Las negociaciones que han tenido lugar en Damasco entre los dirigentes sirios y los jefes de las diversas fuerzas políticas de Líbano, primero con los musulmanes y más tarde con el presidente de la República, Amin Gemayel, cristiano maronita, han servido sobre todo para elaborar un plan de reforma del sistema político susceptible, al menos en teoría, de restablecer un mínimo de orden y de estabilidad.
Tras el fracaso de tantos planes anteriores, es difícil creer que éste pueda llegar a convertirse en realidad. Su aval es, no obstante, que ha sido aprobado por los principales líderes musulmanes, y aun sin declaración oficial, noticias de Prensa han hecho pública la aceptación por el presidente Gemayel de varios de sus puntos esenciales, incluso los que reducen sus poderes.
La esencia del plan consiste en poner fin al sistema confesional, según el cual los altos cargos del Estado libanés se han distribuido según una jerarquía entre los diversos grupos religiosos, pero otorgando a los cristianos un lugar privilegiado que, en todo caso, no corresponde a la realidad social. Poner fin al sistema confesional significa reconocer el papel preponderante de los grupos musulmanes en la vida pública libanesa. Pero todo eso será puramente ficticio mientras ni el presidente de la República ni el Gobierno de Líbano ejerzan un poder real. El Gobierno no se ha reunido desde enero de 1986, lo que confirma que es una entelequia. El poder lo ostentan diversas milicias y sobre todo tropas extranjeras, sirias en el Este, el Norte y ahora Beirut, Oeste; los israelíes, en la franja del Sur, y grupos iraníes que sostienen a ciertas milicias shiíes.
Siria nunca ha reconocido a Líbano como un Estado plenamente independiente y siempre ha aspirado a ejercer sobre él una forma de protectorado. De hecho, desde 1976, y de modo más neto desde la retirada del ejército israelí de Beirut en 1982, ese papel especial que Siria ha desempeñado en Líbano ha sido reconocido por todo el mundo. Y por los propios libaneses, salvo grupos minoritarios. Pero Siria ha ofrecido la impresión de no desear emplear su autoridad, salvo en casos gravísimos, para armonizar las diferencias. Más bien ha dejado que las luchas entre unas y otras fracciones libanesas rompiesen todos los vínculos propios de comunidad, nacional, convirtiendo a Líbano en un espacio caótico.
El último plan discutido en Damasco podría significar que Siria considera llegado el momento, en unas condiciones que aseguran ya su hegemonía en la región, de devolver a Líbano cierta existencia como Estado. Pero el camino para avanzar en ese sentido es, en todo caso, largo y penoso. La esperanza de que se haya iniciado una solución duradera para la zona dista mucho de ser consistente.
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