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Tribuna:¿UNA REVOLUCIÓN CONSERVADORA AMERICANA? / 1
Tribuna
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El asalto al establecimiento del Este

Por el peso de Estados Unidos y por la voluntad de los nuevos gobernantes, el intento cobraría una dimensión universal. Se habían acabado la fase dominada por el Estado benefactor y las técnicas keynesianas. El equilibrio de poder militar y político revestiría otra lectura.Las reflexiones que siguen han sido provocadas por el deseo de encontrar una respuesta a una gran cuestión: ¿se trataba de una verdadera revolución en la política y sociedad americanas, o de una fase conservadora en el ciclo de la historia de este país?

Para orientarnos, conviene resumir los objetivos en que se desdoblaba el intento conservador:

Recuperación de la propia estimación del americano, sacudida por las frustraciones nacionales de la guerra de Vietnam, los rehenes en la Embajada en Teherán, el mantenimiento de un Estado socialista a 30 millas de Florida, la amenaza de la consolidación de la revolución sandinista.

Reequilibrio de la situación militar de los bloques.

Recuperación de los valores tradicionales supuestamente asentados en la América profunda rural, olvidados por el establecimiento del Este y en las megápolis.

Reducción de las cargas del Estado, del déficit; mantenimiento del valor del dios-dólar; juego libérrimo de las fuerzas del mercado orientadas por la política monetarista y de oferta.

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Realineación de los partidos políticos y aumento del peso de las regiones en ascenso: Sunbelt, California, el medio Oeste.

La ambición del intento

El movimiento que conduce a Reagan a la Presidencia en 1980 y que le confirma en 1984 es profundo. Había sido preparado por individuos y organizaciones que tomaron conciencia de sus intereses a partir de los cincuenta, que encuentran sus temas en los sesenta y emergen con unidad de propósitos y con una lectura coherente a partir de la campaña de Goldwater. Un movimiento que excede la pretensión de gobernar y pretende representar lo que consideraba la mentalidad y aspiraciones del hombre común.

Como señala S. Blumenthal (The rise of the Counterestablishment: from political ideology to political power, Nueva York, 1986), el cambio de 1980 significó:

-Las ideas, en sí mismas, se han convertido en un factor destacado en la política americana contemporánea. Una política, la reaganiana, pensada y ejecutada por ideólogos que se presentan como pragmáticos porque el pragmatismo es lo que se supone demanda el hombre común.

-La emergencia de una nueva clase que, asentada en los instrumentos del contraestablecimiento, ha institucionalizado, desde su llegada al poder, una nueva forma de entender la política.

-Que los conservadores han dominado el clima de los 80. Aun si, como es la conclusión provisional de este observador, los objetivos de lo que se presentaba como un cambio revolucionario no se han alcanzado, el reequilibrio probable a partir de ahora se inscribirá en el margen no ocupado por el pensamiento y práctica conservadores.

En un libro anterior, The permanent campaign, mantuvo Blumenthal que el sistema tradicional de partidos iba a ser sustituido por nuevas formas de organización favorecidas por el primado en la opinión de los medios de información. Al escribir ahora reconoce que este primado no ha alcanzado, en una sociedad tan compleja en la que juegan tantos factores que favorecen los reequilibrios, el objetivo de eliminar la función de las, formaciones políticas y las instituciones de contrapeso.

Las nuevas elites

La tradición postulada, la que trata de mantener los mitos fundacionales, no es la conservadora. Está unida al intento de crear un mundo competitivo pero abierto a las ideas y a la innovación. El énfasis residía tanto en la posibilidad de éxito y ascenso social para todos como en un sentimiento de un punto de partida igualitario. Pese a la terrible competencia en el sistema, los mitos remiten parcialmente a la solidaridad de una nueva matriz cálida para todos, frente a las intemperies de las estructuras osificadas del viejo mundo. El tan citado Tocqueville percibía que los valores de la nueva nación y la constitución histórica desprendían una tendencia más acusada a la democracia que al liberalismo. Los ideólogos del nuevo conservadurismo van a realizar una curiosa e interesada operación: se erigen en defensores del igualitarismo en nombre del hombre común para desmontar las situaciones de predominio, primero ideológico y cultural, de las elites tradicionales, que ellos identifican con la primacía del establecimiento del Este: las universidades de Ivy League, el Council of Foreign Relations, el sector financiero de Nueva York, las iglesias protestantes de las clases altas, episcopalianas, etcétera. Una persona tan perspicaz y tan buena conocedora del Este americano cual era Harold MacMillan lo percibió pronto. En cuanto a definición geopolítica, las nuevas elites son más atentas y más entusiastas de la dimensión del Pacífico que de la atlántica europea (en el mismo campo republicano, y aun si el primero no encajaba totalmente en el republicanismo tradicional, la visión de Nixon es más europeísta que la de Reagan). Esta vuelta de formulación -de formulación nada más- hacia la naturaleza esencialmente igualitaria de "América, reino del hombre común", es una definición ideológica en el sentido de la ideología como presentación de intereses, a lo Mannheim. Es la etiqueta del populismo de la revolución conservadora reaganiana. Porque en profundidad asistimos a una lucha de grupos de influencia ya una pugna entre elites.

La tradición no entroncada con la época fundacional ni con la de las grandes migraciones -que termina en 1924-, la que se desarrolla desde el New Deal, era la liberal-conservadora. Para Daniel Bell, teórico del fin de las ideologías, la desilusión de las grandes causas, más el welfare, creaba un consenso que facilitaba la convivencia desde los años cincuenta. Bell creía que la ideología era un fenómeno esencialmente de izquierdas.

Pero va a ser desde una posición populista de extrema derecha desde donde se va a producir una de las lecturas más ideologizadas y parciales de las últimas décadas de la historia americana.

Los elementos de esta ideología vienen dados por los objetivos de la revolución conservadora citados más arriba. Las apoyaturas intelectuales van a ser Von Hayek y luego Friedmann, en lo económico; Whittaker Chambers, con una explicación conspiratoria de la historia de un anticomunismo elemental pero visceral; Russell Kirk, en cuanto a las mitologías culturales. En la actualidad, las versiones algo matizadas de Kristol (y la revista Public Interest), Podhoretz y el senador Kemp.

Las estrategias concretas

La marcha hacia la creación de una doctrina concreta, la ocupación de espacios en el mundo académico y de las fundaciones el último impulso hacia el poder a través de la elección como presidente de la persona escogida han sido historiados. Son hitos en este camino: la consecución de un programa de televisión de opinión propia, Firingline, de William Buckley, Jr., desde 1966; la campaña de Goldwater en 1966, en que la guerrilla ideológica se transforma en batalla abierta política y en la que aparece Reagan como el mejor comunicador del mensaje; la misma campaña de Reagan para el Gobierno de California el mismo año (Friedmann fue escritor de discursos de Goldwater) y la creación de grupos de pensamiento comprometido en limpiar el pensamiento liberal. Aparecen las nuevas fundaciones, grupos militantes contra las antiguas:, contra la Ford la Brookings, etcétera; American Enterprise Institute (AEI), American Heritage, Hoover Institute, Center for Strategic and International Studies de Georgetown, el Institute for Contemporary Studies de San Francisco.

Las instituciones proveerán de cuadros a la Administración de 1980. En el Departamento de Estado, por ejemplo, Jeanne Kirkpatrick, que será la delegada en Naciones Unidas; Burt, secretario adjunto para Asuntos de Defensa para Europa; Abshire, embajador en la OTAN (y ahora coordinador de la defensa de la Casa Blanca ante el Irangate), todos del CSIS. Caspar Weinberger y Edwin Meese vendrán del Institute for Contemporary Studies de San Francisco. Lo mismo Kissinger, que abandona el grupo Rockefeller, que Brzezinski se sentarán en los consejos de las nuevas instituciones. En 1980, durante el período de transición entre la Administración demócrata saliente y la nueva Administración republicana, American Heritage y el AEI ofrecen el 80% de los cargos. Las instituciones destinadas a vulgarizar la economía de oferta conectan con el senador Kemp y con los ayudantes del nuevo Senado.

La base geográfica

El asalto al poder por las nuevas elites del contraestablecimiento busca un apoyo geográfico y de determinados grupos y capas sociales. La base geográfica se sitúa en California y en el Sunbelt. El primer dinero importante para montar campañas y fundaciones viene del Sunbelt.

Desde los años sesenta se están produciendo cambios en la estructura del poder regional: crece en población, en actividad económica, actividad asociativa el Sunbelt; se estanca demográficamente el Noreste; decrece el interior.

California y Sunbelt están más conectados con la gran industria de defensa, aeronáutica y cibernética. La conexión entre poder militar y gran industria, contra la que advirtió Eisenhower en su despedida, es más evidente en dichas zonas. También en ellas se producen con mayor frecuencia irritaciones contra las matizaciones de los aliados europeos en los planteamientos frente al bloque antagonista.

Las fundaciones llevan a cabo el enlace entre el partido de los intereses (negocios) y el partido de las ideas (elites intelectuales).

En un principio, los empresarios individuales fueron más abiertos a las nuevas ideas que los gestores (managers) de las grandes corporaciones (la misma Trilateral estaba mal vista en 1979 por los nuevos conservadores; Bush trata de distanciarse de ella y del grupo Rockefeller).

El mito populista de Reagan corresponde más a los empresarios, que se presentan como nuevos héroes del individualismo americano, contrarios a las subvenciones, al Gobierno fuerte, a la burocracia washingtoniana, así como a las visiones cosmopolitas de la City de Nueva York, tanto como al cosmopolitismo aristocratizante y filoeuropeísta de Boston o Filadelfia.

Para completar este populismo está la idea de la intromisión de Washington en los derechos de los Estados. La nueva frontera será la del individuo aislado disparado al triunfo y a la riqueza, que, como el amigo de Tom Sawyer, no puede soportar la tutela de la sociedad densamente civilizada que representa la tía Sally, y "aligera y se va a la frontera".

Mitos, sin duda, que no corresponden a la sociedad posindustrial americana. Pero que fueron operantes en la transmisión de la ideología de las elites ultraconservadoras y que corresponden a una cultura parcial: aquella cultura a la que se adscribe como imagen de su origen el mismo Reagan y que Garry Wills describe sugestivamente (Garry Wills, Reagan's America: innocents at home, Nueva York, 1987).

La presentación del mito

El mito exigía ser presentado por una persona que supiese aunar los elementos complejos de la ideología en la forma de la simplicidad del hombre común. Para que triunfase el mito sería decisivo que este hombre común desempeñe la institución más mitológica: la presidencia.

Trivializar a Ronald Reagan, al gobernador Reagan, al presidente, es un ejercicio injusto; es también inútil, puesto que él mismo se presenta como lo común, lo trivializado, si trivializar es no marcar la diferencia entre lo importante y lo que no lo es. En los filmes y en la política, Reagan ha representado el triunfo natural, inevitable, del hombre común. En la medida en que el hombre común triunfa o reina, todos triunfamos o reinamos.

Garry Wills ha estudiado la relación de Reagan como persona con una cultura concreta que las simplificaciones de los medios de comunicación presentan como la reducción de la complejidad étnica y cultural americana, en la imagen de lo americano. Una cultura determinada por el populismo del New Deal -RR fue un entusiasta del ND-, con la desilusión con el New Deal, con la equiparación de lo americano con la democracia en el momento de la guerra fría, con los cambios de poder económico en las regiones. Pero esta integración en una cultura que se presenta como paradigma de la síntesis se potencia por la capacidad de representación del actor. El que un actor desempeñe la función representativa máxima tiene cierta lógica, sobre todo en una cultura que, como ha historiado D. Boorstin, ha entendido la imagen como un elemento esencial de la síntesis democrática. Reagan es un modelo, y en la medida en que así se admite y que él así lo asume es más que un individuo que es presidente, es el modelo, al que todos aspiramos, quien preside.

Esta operación produce la curiosa consecuencia de que la legitimación no resida tanto en la obra de gobierno concreta, sino en el mero hecho de ejercer el poder. Una especie de carisma, no en base a la acción del héroe, sino en que, se haya reconocido como héroe al hombre común, es decir, al no héroe.

Este carisma por la representación se ha evidenciado en el momento del Irangate. Ha aparecido claro que el presidente y sus colaboradores partían de la admisión de que no tenían que descender a los detalles, que el presidente era la pieza esencial para que el aparato funcionase, pero que éste, el aparato, funcionaba por sí mismo basado en la cohesión de la clase burocrática cimentada en la ideología ultraconservadora. Más o menos, esta concepción de la presidencia apareció ya en Reikiavik. En esta reunión fue claro que no se sabía muy bien la letra pequeña. Que se confiaba que frente al exterior el prestigio de la institución actuaría tan decisivamente como dentro.

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